Son las doce. He tomado un café que me ha sentado mal y ahora tengo náuseas. Voy a recoger un poco la cocina.
Llevo varios días sin fumar hachís y la realidad empieza a mostrar unos tonos muy raros. Los muebles de mi casa, que ha-bitualmente carecen de relieve, han cobrado un grado de corporeidad algo inquietante. Quiero decir que me relaciono con ellos y con el resto del hogar como si fuera una persona ajena a estos espacios. Antes, para alcanzar esta extrañeza, necesitaba el hachís, pero desde que he prescindido de él algo ha ido modificándose gradualmente en mi interior. Contemplo el salón y sólo reconozco como míos dos objetos: la butaca y el reloj. Es como si el azar nos hubiera colocado aquí provisionalmente, como si esta casa fuera un punto de espera en el que hemos de permanecer mientras nos disponemos a ocupar nuestro lugar definitivo. Algunos días me encuentro hurgando en los armarios y en el interior de los muebles con la curiosidad de una intrusa. Por otra parte, y también desde que he dejado de fumar otra vez, mis sueños se han multiplicado. Sueño mucho y con una rara intensidad, pero me sienta bien. Parece que los sueños que soy capaz de recordar, incluso cuando tienen un componente doloroso, ordenan un espacio invisible en el que habita una parte de mí.
Esta extrañeza alcanza también a Enrique, mi marido, al que contemplo como un anfitrión amable, aunque lejano. De manera que es como vivir en una casa que no es mía y con un sujeto que no es mi marido. Decir esto -pero, sobre todo, escribirlo- me proporciona algún grado de angustia, porque es aceptar que yo no pertenezco a nadie, a nada y que nada me pertenece, excepto el reloj y la butaca. Ello me reduce a la condición de un fantasma, quizá el fantasma de mi madre que se resiste a abandonar del todo este mundo aferrándose a través de mí a los objetos materiales con los que más se relacionó en vida. Esto debe de ser la soledad, de la que tanto hemos hablado y leído sin llegar a intuir siquiera cuáles eran sus dimensiones morales. Bueno, pues la soledad era esto: encontrarte de súbito en el mundo como si acabaras de llegar de otro planeta del que no sabes por qué has sido expulsada. Te han dejado traerte dos
objetos (en mi caso, la butaca y el reloj) que tienes que llevar a cuestas, corno una maldición, hasta que encuentres un lugar en el que recomponer tu vida a partir de esos objetos y de la confusa memoria del mundo del que procedes. La soledad es una amputación no visible, pero tan eficaz como si te arrancaran la vista y el oído y así, aislada de todas las sensaciones exteriores, de todos los puntos de referencia, y sólo con el tacto y la memoria, tuvieras que reconstruir el mundo, el mundo que has de habitar y que te habita. ¿Qué había en esto de literario, qué había de divertido? ¿Por qué nos gustaba tanto?
En este punto me he puesto un poco de
whisky al objeto de enturbiar los sentidos, pues al releer las últimas líneas sobre la soledad he sentido miedo, y quizá algo de piedad por mí misma. Imaginemos a alguien que no puede verse del miedo que se da y que huye de sí continuamente como el que corre con la idea de desprenderse de su
sombra.
Hace dos o tres días vi a mi hermano. Le llamé para comprobar que de verdad exis- tía y que era capaz de reconocerme, otor- gándome así un lugar en la trama de lazos e intereses que cohesionan a la humanidad.
Existía y me reconoció. Quedé en merendar con él y nos citamos a media tarde, en la terraza de una cafetería que hay cerca de casa: avisé al detective para que me siguiera.
Yo me tomé un café y Juan pidió un té con limón. Me observaba algo preocupado, como si me pasara algo, o quizá con miedo, como si tuviera alguna responsabilidad sobre mi vida.
– ¿No estás bien, verdad? -me preguntó en seguida.
– No es eso -dije intentando resultar sincera, pero tranquilizadora-; no es que no esté bien, es que estoy rara. Si me viera desde fuera, tomando únicamente en cuenta los datos externos, tendría que decir que las cosas marchan razonablemente, pero es que ya no me siento ligada a ellas. Enrique y yo estamos distantes desde hace mucho tiempo y, en cuanto a mi hija, qué te voy a decir. Creo que he sido una madre fría y que me está pasando la factura. En otro tiempo tuve intereses profesionales y políticos, pero me fui retirando de ellos insensiblemente. En fin, todos tenemos un mundo con el que nos relacionamos; el mío parece haberse derrumbado sin estrépito, de manera que, cuando me he dado cuenta, ya no se podía apuntalar nada.
Creo que puse a Juan en una situación violenta, pues adoptó una postura excesivamente pasiva, como si quisiera subrayar que mi historia no le concernía y que sólo estaba dispuesto a hablar de ella con la misma pasión que pondría en una charla sobre el tiempo. Sin embargo, no logró mantener esa neutralidad durante todo el rato.
– Yo -dijo- nunca te he entendido bien, Elena. A tu marido tampoco. Y, sin embargo, recuerdo que en un tiempo os tuve muy idealizados. Representabais lo más que se podía ser en esta vida. Estoy hablando de hace muchos años, cuando en casa se os criticaba por meteros en cosas políticas. Bueno, será mejor que no hable de esto. Pero, mira, yo no te entiendo, de verdad. Has tenido siempre lo que has querido: de joven, la revolución; ahora el dinero. ¿De qué te quejas?
Me sorprendió la agresividad de mi hermano. Una nunca sabe lo que representa para los demás ni de qué manera gratuita se puede perder o ganar un afecto. En cualquier caso, parecía confirmar mi sensación de lejanía respecto al mundo. Mi soledad. Tardé un poco en responderle. Dije:
– Esto no es una queja, Juan. Es cierto que las cosas han dejado de interesarme, pero yo no he puesto ninguna voluntad en ello. Me siento sola y creí que podría decírtelo. No te asustes; no te pido nada.
– Es que yo no sé lo que es sentirse solo ni que las cosas dejen de interesarte porque ni he alcanzado tu situación económica ni he tenido la cantidad de tiempo libre que tienes tú. Yo creo que te miras demasiado a ti misma. Si prestaras más atención a lo que sucede a tu alrededor, no tendrías tiempo de sentir todas esas cosas. Decías antes que habías sido una madre fría. ¿Por qué no enmiendas eso? Apenas ves a Mercedes y ahora seguramente te necesita más que cuando era pequeña.
– ¿Porqué?
Juan me miró con cara de fastidio, como si tuviera que explicarme cosas evidentes. Dijo:
– A este paso serás la última en enterarte. Tu hija está embarazada.
Tardé unos segundos en comprender el significado de esa frase, pero cuando lo hice rompí a llorar sin violencia, como si se tratara de una actividad mecánica en la que sólo estuvieran implicados los ojos. Ignoro el significado de aquella emoción, pero puedo decir que fue una de las más intensas de mi vida. Afortunadamente, tenía puestas las gafas de sol y creo que logré ocultar las lágrimas. Es curioso, me acordé de que mi detective estaría observándome desde algún rincón y pensé que no me gustaba que me viera llorar.
– Gracias por decírmelo, Juan -articulé al fin.
Estuvimos un rato hablando de cuestiones neutras y Juan se puso más amable conmigo. No llegó a disculparse, pero en su modo de hablar había un tono de disculpa. En un momento dado le pregunté:
– ¿Tú crees que me parezco a mamá?
– Físicamente, sí, desde luego, sois idénticas, sobre todo cuando llevas el pelo recogido como hoy. Pero, de carácter, yo creo que no tenéis nada que ver, mamá era muy conservadora. Discutíais mucho por eso.
– Yo creo que mamá tendía tanto a conservar sus cosas, sus ritos, sus costumbres, porque estaba muy sola y necesitaba esos puntos de referencia estables para no enloquecer.
– Mira, Elena, yo soy de clase media y no tengo acceso a reflexiones tan profundas. Mamá tenía el carácter que tenía como tú tienes el tuyo y yo el mío. Llevó la vida de una mujer de su época y como ella hay dos millones más.
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