Carmen Gaite - Retahílas
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Y sí, ya ves, ha tocado hablar de Juana, qué le vamos a hacer, menos mal que no tienes sueño. Lo malo es el orden, que ya no sé lo que te llevo contado ni lo que me queda por contar, pero mucho me queda, muchísimo; pues que no hay tardes y tardes de esas que se pierden en los repliegues del recuerdo, y mañanas, y noches, una vida entera, todo no podrá ser, tendrá que ser a medias, no creas que es liviano el material que arrastra este tema de Juana ni que es un cuento fácil de los que soplas -"érase que se era"- y se ven redonditos como pompas volando por el aire, que va, lo salpica todo, menudas adherencias. Y tu padre lo sabe; él que es quien ha traído este asunto al tapete lo conoce de sobra y me conoce a mí para saber que no se puede ventilar así tan fácil en cinco minutos. "Háblalo con Eulalia, decidir lo que sea", sí, muy bonito decirle al otro "decide lo que sea" y meterse en un cine a olvidarse de Juana; ya hace años que venimos haciendo eso, pero no vale de nada: mientras sigamos siendo su memoria, existiendo en su mente como imágenes de referencia, tampoco ella podrá dejar de pesar para nosotros, un peso muerto, que éstos son los peores.
Desde que la abuela, que era la última que seguía viniendo por aquí, se encastilló en su casa de Madrid decidida a desentenderse del mundo de los vivos y a sumergirse en el de los fantasmas, Juana quedó ya sin paliativos abandonada por todos; fue cuando le dimos el poder, y al enterarse de que la abuela, aunque no la habíamos incapacitado ni recluido, iba perdiendo progresivamente la aguja de marear, empezó a dirigirnos a nosotros una correspondencia balbuciente que parecía pensada sólo para desasosegarnos. Ni tu padre ni yo a esas alturas -te estoy hablando como de hace diez años para acá- queríamos ser capitanes de barcos que se hunden, pero por otra parte la suerte de éste no conseguía dejarnos impasibles. Lo dábamos, empero, fatalmente por barco a la deriva con aquella mujer de grumete fantasma, cumpliendo los quehaceres que desde una capitanía igual de fantasmal le venimos cursando de un modo cada día más ralo y desganado a lo largo del tiempo, órdenes anacrónicas inventadas para aplacarla, trabajosas, incómodas, incrustadas a contrapelo en el mosaico de nuestro anecdotario personal, el cual al mismo tiempo nos iba desviando más y más cada vez también a uno del otro, quehaceres y recados para Juana que, bajo su ficción de urgencia y seriedad, no tenían otro fin (y los dos lo sabíamos) que el de amortiguar un común sentimiento de culpa inconfesada, el último residuo de identidad que, a raíz de la sustitución de tu madre por Colette, nos podía unir ya: ese oscuro zumbido de conciencia al conjuro de la imagen de Juana metida entre estos muros. Esta casa sola y cerrada nos sería más fácil de olvidar que con ella dentro, ocupándose un poco todavía de su conservación, haciéndonos consultas morosas e irreales para impedir su ruina definitiva, perdurando a pie quieto en nuestro sitio: es la casa con Juana lo que hace tanto daño. Ya lo creo que es peliagudo el recado que traes, por algo se quedó en suspenso tu padre sin saber que escribirme más que "Querida Eulalia", prefiere que lo hablemos, que le ahorremos pensar. ¡Decidir lo que sea!, si no se trata de decidir, ya sé por dónde va, que la casa es de Juana, que se la dé si quiero cuando muera la abuela, que era quien se oponía tenazmente a tales sugerencias, que firme unos papeles si hace falta firmarlos y nada, para ella, para Juana Failde, como si no supiera él lo mismo que yo que Juana no se borra de un plumazo a base de dinero. Más suya que es la casa desde hace ya diez años, más carta blanca que le hemos dado en todo, para la cosecha de patatas, para el retejado, para la venta de la fruta y del maíz, para el cuidado del parque, un poder notarial lo más amplio que cabe, puede gastar lo que quiera y pasarnos las facturas; es dueña y señora de los cuartos, de abrirlos, de airearlos, de reformarlos, de usar ropas y enseres. Se lo dijo Germán un año que, al fin, vino por aquí, hará unos seis o siete, "haz lo que quieras, Juana, lo que quieras, a tu gusto, mujer, el poder te lo dice", pero luego me contó a mí que casi se arrepentía de haberle insistido tanto porque la veía como atontada, me describió su estado, y que casi no hablaba en el pueblo con nadie; tratamos con ligereza el asunto, yo por aquella época paraba poco en Madrid y estaba bastante alegre, le dije que no se montara la cabeza con problemas. Pero Juana siguió escribiendo implacablemente; no escribía con tanta frecuencia como para que nos hubiéramos acostumbrado a esperar aquellas cartas que nos volvían siempre a sorprender, ni las espaciaba tanto como hubiéramos deseado. "No sé para qué escribe -se indignaba Germán-; se le manda dinero, se le dice que haga lo que quiera, lo pone en el poder, se lo estuve leyendo, pero es que no se entera, no se quiere enterar." Y ella se había enterado, sabía bien que aquello de "venda, permute, enajene, celebre contratos" que ponía el papel la convertía casi en el ama absoluta de la finca y la casa, pero es que no era eso, no quería mandar, es mantener su enclave en la conciencia nuestra lo que le interesaba, seguir dando noticia de sus ojos contemplando enconados y pasivos la ruina de esta casa, atosigarnos con aquellas referencias agoreras que pasaban factura de la infancia perdida y traicionada, con aquellos mensajes alevosos que irrumpían cuando menos se esperaba a enturbiar nuestra inopia, dardos contra el presente placentero, la venganza de Juana, su única y precaria satisfacción. Y el destinatario de aquellas esporádicas y certeras revanchas intercaladas entre el cúmulo de urgencias cotidianas, dejaba la carta pinchada durante un par de semanas en algún lugar visible, como un simulacro de proyecto con que el alma se tranquilizaba; si era Germán, me llamaba a mí: "¿sabes?, ha escrito Juana"…, o viceversa, quedábamos en vernos, en hablar, pero lo íbamos demorando porque sabíamos que no había nada que hablar, que los problemas y consultas a que se refería la carta no tenían relieve ni entidad, que lo único que la tenía era el oscuro sobresalto inconfesado al volver a ver aquella letra de dibujo torpe, trasunto del reuma y la modorra, aquellas faltas de ortografía residuo de los años de anteguerra, y los dos percibíamos el encono de sus acosos a nuestra conciencia, bien hablase de las ratas o del precio del maíz, el reto y la superioridad que había en aquellos avisos de soldado testarudo abandonado de sus jefes y encastillado en una fortaleza a la que ya no llegan víveres ni instrucciones.
Nunca le he preguntado a Germán directamente si él percibía estos mismos síntomas, si las cartas de Juana le quitaban el sueño y el humor como a mí, pero la única alusión que le he hecho al asunto la recogió de una manera que me hace sospechar que sí. Hace dos años estuve yo algo enferma del oído y tuvieron al cabo que operarme, no sé si te enterarías, y unos meses antes de esto fui al teatro con Colette, tu padre y unos amigos comunes, compromisos de esos que surgen, y estando allí, en el entreacto, me dio uno de los vértigos que me daban entonces que me ponía muy mala, me tuve que agarrar a él para no caerme, y al cabo, como no me encontraba mejor y además la función me estaba interesando poco le dije: "me voy a casa", y él que no me dejaba ir sola, que en cuanto se me pasara un poco me acompañaba; los otros ya se metieron a ver la función, esperamos un poco sentados en uno de aquellos banquitos de terciopelo. "¿Estás mejor? -me dice él-, pero ¿qué sientes?, dime", y yo le miré, le veía todavía un poco borroso, y le digo: "No sé cómo explicarte, algo así como cuando se recibe carta de Juana", y nos miramos de frente, serios, él no hizo de momento el menor comentario, nada más que qué pálida me había puesto, que si quería un coñac, y en el coche tampoco nada, pero ya al despedirse en la puerta de mi casa porque se volvía al teatro me besó: "¿De verdad que estás mejor?" "Sí, de verdad", y entonces dice riéndose y volviéndome a besar en los ojos: "Adiós, bruja, te tienen que pasar cosas raras a la fuerza, no me extraña porque eres una bruja". Y, quitando los besos que nos damos en Navidades o por ahí, que a veces parecen encender algo de nuestra intimidad antigua, me parece que ésa ha sido la última caricia espontánea y significativa de tu padre; yo también le besé con mucha simpatía y nos reímos los dos, de esas veces que notas que hay lenguaje común, que el otro entiende que tú entiendes que ha entendido, y te gusta que sirva aquella broma con todo el sedimento que llevaba debajo. Y no nos dejábamos de reír como dos tontos allí abrazados. Pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué te quedas mirándome así?
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