Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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El marinero, apoyado en el remo, miraba a Orestes de arriba abajo.

– ¡Quítate el casco!

Orestes se quitó el casco.

El marinero dio un par de vueltas alrededor de Orestes.

– ¡Cuarenta y dos años!

– ¿Un hombre viejo?

El marinero, apoyado en el remo, miraba a Orestes a los ojos.

– Mientras viajes, no serás un hombre viejo. Pero el día en que decidas descansar, aunque sea mañana, lo serás.

El marinero se fue con su remo al hombro, diciéndole que si quería posada que la había en el puerto, al otro lado de aquel montículo. Y Orestes se quedó a solas con su caballo en la playa. El viejo ruano se había saciado pronto, y se acercaba, como solía, a rozar con su hocico la espalda del amo. Orestes pasó un brazo por el cuello del caballo, y comenzó a imaginar el discurso que haría a una embajada que le mandaba Electra desde Tebas, reprochándole el retraso en la venganza.

– ¡Éste es el compañero fiel de mi viaje! ¡Un viejo caballo! Sería inhumano venderlo, ya para carne embutida para leñadores, ya para labores agrarias. ¡Antes darle muerte por mi mano! Decidle a Electra apresurada, que tan pronto como mi caballo exhale su último suspiro, yo embarcaré en una nave, que ya estoy frente a la costa donde desemboca el río paterno.

Dijo en voz alta, y señaló la línea oscura de las dos islas, y la que más allá difuminaba la neblina de la tarde. Y el caballo escuchó las nobles palabras de Orestes, y no queriendo retrasar más el cumplimiento de la terrible venganza, se arrodilló, rozó dos veces la cabeza contra la arena, relinchó agudo como hacía por las mañanas en oyendo añ gallo dar entrada al alba, e intentando levantarse, para morir de pie -que aquello de arrodillarse debía de haber sido una oración secreta propia de los hípicos-, no pudo, y cayó muerto, con las patas por el aire. Orestes desnudó la espada de la venganza, se arrodilló en la arena manteniendo el acero en alto, la empuñadura sujeta con las dos manos contra el pecho, y permaneció así toda la noche velando el cadáver de su caballo, mirando hacia el mar. Las olas rompían sonoras, y en la otra orilla se había encendido una luz roja.

Pasaron más años, ocho o diez. Al fin había salido una nave para la otra banda, y Orestes pisaba tierra en la desembocadura de su río. Orestes, que se veía tan distinto, ya en el umbral de la ancianidad, del Orestes de los años de juventud, se preguntaba quiénes serían aquéllos a los que había de dar muerte terrible, cambiados también con el paso de los lustros, usados por los inviernos. ¡Semanas enteras pasaban sin que se acordase de sus nombres! Quizá lo que más le obligaba ahora al cumplimiento de la venganza era la muerte de su viejo caballo. No debía defraudarlo. Pero, ¿vivirían todavía Egisto y Clitemnestra? ¿Qué habría sido de su hermana Electra? Pero lo importante ahora era caminar, llegar nocturno a la ciudad, cerciorarse de que podía sacar rápidamente la espada vengadora de entre las mantas de viaje. Había comprado otro caballo, un tordo muy brioso, alegre en las horas matinales. Al llegar al vado, silbó reclamando la barca. Desde la otra orilla le contestó un muchachuelo saludando con la gorra, y gritando que ya salía. Fue

fácil meter el tordo y atarlo, y la barca se dirigió, río abajo, hacia la otra orilla, aprovechando la corriente, para dejar a Orestes y a su montura junto a las piedras del paso antiguo.

– Había un barquero llamado Filipo -dijo Orestes.

– ¡Mi abuelo, que Dios tenga en su gloria!

– ¿Hace mucho que murió?

– ¡Unos quince años!

El muchacho apoyaba con la pértiga el viraje de la barca hacia la izquierda.

– ¿Murió de viejo?

El tema de la ancianidad le venía ahora a mientes a Orestes a cada instante. Como él envejecía, todo envejecía.

– Viejo era, pero no murió de senectud, que fue que estaba poniéndole una bandera nueva al palo de popa, y llegó corriendo el criado de la posada del Mantineo diciéndole que en la paz que firmaban en los Ducados se aseguraba la construcción de un puente en el vado. Mi abuelo gritó que no era posible, que no podía haber puente mientras no viniese un tal Orestes, que tenía él que pasarlo en la barca, y estaba en la ley que puente quita barca. El criado gritaba más, diciendo que habría puente y pasaría la diligencia, y que el Mantineo iba a ser rico y poder casar la hija paticoja. Y mi abuelo erre que erre en que no habría puente mientras no pasase a Orestes vespertino, sin apearse en la barca de su caballo ruano, y estaría lloviendo. Y en su excitación no se dio cuenta de que daba un paso en falso, cayó al agua y se ahogó, que habiendo pasado toda la vida en el río no sabía nadar.

– ¿E hicieron el puente? -preguntó Orestes.

– Empiezan para la semana que viene. ¡Pero que yo sepa no ha pasado el río el tal Orestes vespertino!

Cuarta Parte

ANTES de marcharse a su reino de Tracia, donde ya eran los días en que el rey debía dar la orden de llevar los rebaños desde las montañas a los abrigados valles, y habiéndole crecido con la luna de octubre lo suficiente la pierna infantil, que ya no necesitaba el estuche de madera, insistió Eumón en hacer el viaje de retorno por el condado de doña Inés, que quería conocer a aquella hermosa delirante. Y para que fuese prevenido, fue rogado Filón el Mozo que le diese al tracio una copia de la pieza dramática que había escrito con algunos de los sucesos más notorios de la incansable ensoñación amorosa de la soberana del Vado de la Torre.

– Me dice Egisto en confianza -explicó Eumón a Filón el Mozo-, que todo el desequilibrio de doña Inés viene de estar ella también a la espera de Orestes, sólo que para recibirlo con cama deshecha.

– Unos dicen que sí y otros que no, pero la verdad es que ella lo recibiría con gusto, aun llegando parricida y con el brazo diestro ensangrentado hasta el codo. ¡Orestes hace soñar a muchas!

Y como criador de mulas, siendo Eumón curioso de genealogías, escuchó con gusto a Filón contarle cómo doña Inés, de título y nombre tan insólitos en aquella parte, venía de gente gálica, salvada de un naufragio y emparentada con los piratas que hicieron el salvamento, y más tarde con la familia condal del país que reinaba en el Vado y en la Torre, y que en los itinerarios era conocido como el Paso de Valverde. Añadió Filón que en su pieza solamente recogía casos de los tiempos últimos, desde que había comenzado la guerra llamada de los Ducados, y que por ello no trataba de Orestes, que de este príncipe tenía ya varios actos de una tragedia, pero no la podía terminar, que Orestes no llegaba a cumplir la venganza.

– Yo estoy a la espera, como pueda estarlo el rey Egisto, porque conviene que haya un testigo para los siglos. Y todos los sucesos del mundo los reduzco a la gran expectación de la llegada del vengador, y tomo notas para adornar la historia. Y ahora mismo, cuando tú montes en tu caballo y marches hacia tu país, señor Eumón, subiré a mi biblioteca, y en uno de mis cuadernos, por si conviene prestarle este gesto a Orestes, apuntaré el que tú tienes frecuente de llevar el dedo índice de la mano derecha a la despejada frente, como ordenando a un oculto pensamiento que comparezca. Tengo apuntados, inclusive, gestos de animales, un desperezo de felinos, el alargar del cuello del lobo que asoma a una encrucijada, la paciencia distraída del hurón, la cabeza erguida del azor que acaba de entregar la pieza que ha cobrado… Mi Orestes será variado, porque es el hombre, el ser humano. Si el público de teatro fuese…tincado en fisiognómica, haría un acto solamente con los gestos, pasos, escuchas, dudas, preparativos para el acto vengador del joven príncipe. Lo titularía «La aproximación de Orestes», sería de gran utilidad para cazadores de bestias salvajes, y una luz estaría siempre sobre el rostro del protagonista, sobre sus manos, sobre sus pies, no dejando perder nada de la infinita muestra de sus movimientos.

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