Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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Bebió de un golpe toda la nieve que quedaba en el fondo de la copa.

– No, no sería un hombre justo.

– ¿Te vengaste? -preguntó Orestes.

– Todo salió de muy diferente manera de cómo yo imaginaba. Me entrené en el arco, y cuando me hallé maestro, volví a la ciudad en busca del padrastro. Era la hora en que él acostumbraba a salir del baño. Tenía siete espejos y se iba mirando en ellos mientras se paseaba secándose. Se detuvo un momento y se inclinó, para mejor secarse una pantorrilla. Tendí el arco y disparé la flecha contra su cuello. Me había equivocado. No le había disparado a él, sino a su imagen, reflejada en uno de los espejos. Asomó la cabeza, me vio, y se echó a reír. Reía con sonoras carcajadas, arrastrando la toalla, desnudo, pegando saltos, sin miedo de una segunda flecha mía. Reía y gritaba, acudieron esclavos, acudió mi madre. Mi padrastro reía y reía, no podía dejar de reír, se ponía rojo, y de pronto quedó serio, mirándome fijamente, dio un paso hacia mí y cayó muerto. Su cabeza rebotó en el mármol. Le salía sangre por la boca y por las narices. Yo dije que había entrado a mostrarle mi arte en flechas, y que lo había encontrado en aquel ataque.

Le echaron la culpa a que había comido higos por la mañana, y no había hecho la digestión. Y dieron la muerte por natural. Y pese a ello yo tenía la amarga certeza de haberle dado muerte. Lo peor era que, aunque vengador, no podía exhibirme como tal, desterrado ritual en cortes extranjeras.

¿Y cómo iba a castigar a mi hermana? Mi madre me pedía que la ahorcase, que ella iría a tomar las aguas a un balneario de la montaña, y mientras tanto yo la ahorcaba. Me dejó la cuerda, una trenza flamenca de tres cabos, dos amarillos y uno blanco, que hacía muy fino.

»-¡Volveré dentro de quince días! -me dijo mi madre al despedirse.

»Encontré a mi hermana en el jardín, con las manos cruzadas sobre el vientre, mascando un tallo de avena loca, los ojos cerrados. Y en aquel momento tuve la intuición de que estaba preñada.

»-¿Para cuándo? -le pregunté-. ¿Para cuándo es el niño?

»Me miró asombrada, y se echó a llorar.

»-Para la vendimia -dijo.

»-Te buscaré marido -afirmé.

»-¡Ya lo tengo! ¡Ya me lo tenía buscado el difunto!

»Así era. Ya le tenía buscado el difunto un marido, un gentilhombre campesino, que llegó a pedir la mano saludando desde lejos con un sombrero verde. Me cogió del brazo, y me dijo que no podíamos negarle la niña, que ya sabía yo su estado, y que perdonase el desliz, pero que a la muchacha le había caído el pañuelo al camino y él se encaramó a la muralla de la huerta para devolvérselo. Hubo boda. Mi madre no quiso asistir, se negó a chupar los carametas que mandó el yerno, y decía que se había quedado sin hija. Pero, unos meses más tarde, lloraba de alegría acunando el retoño.

Sonrió, recordando la estampa de la abuela y el nieto.

– Por eso -le dijo a Orestes- te pido que lo dejes por algún tiempo. Quédate aquí domando caballos. Tengo hijas y sobrinas en edad de casar. Puedes elegir la que más te guste. Si te asomas esta noche a la ventana de la cámara que he ordenado disponer para ti, las verás en el patio,

jugando al diávolo. ¡Hay muchas vidas, querido amigo!

III

¡Hay muchas vidas! En su vagabundaje, Orestes solía recordar las palabras de su amigo el tirano, y también la hermosa estampa, en la noche, de las muchachas jugando al diávolo a la luz de las antorchas. Corrían, saltaban, giraban, y levantando las amplias faldas al correr dejaban ver las blancas piernas. Corrieron, cantaron y jugaron a echarse con las manos agua de la fuente. Hasta que, siendo ya la medianoche, vino la nodriza más antigua y las llevó a la cama. Eran seis, pero Orestes no olvidaba a una menuda y rubia que mismo debajo de una antorcha se recogió el pelo, atándolo con una cinta que sujetó con los dientes. No quiso quedarse allí, al servicio del tirano, aunque éste le ofrecía cambiarle el nombre. Podría haber quedado si, contrariando a Electra, no hubiese dicho que viajaba a Mícenas a cumplir con la obligación de una venganza. Pero habiéndolo dicho, todos los que lo habían oído estarían pendientes de él, del día de su marcha, y si se retrasaba en partir comenzarían las murmuraciones. Y si pretendía una de las muchachas de la familia del tirano, y casaba con ella, la mujer estaría siempre con el temor de que una mañana no lo iba a encontrar en el lecho, que Orestes, antes de que la juventud se fuese, había salido a cumplir su juramento. Y peor todavía si dejaba algún hijo. ¿Y osaría acariciar a éste con las manos manchadas de sangre?

Orestes andaba ahora por países donde nadie sabía que existía tal ciudad de Micenas, y por eso no podían indicarle el camino más corto.

– ¡Vete hacia el mar, que en los puertos saben de todas las ciudades y mercados del mundo!

Pero Orestes amaba los bosques y los estrechos senderos montañeses. Aquel era un mundo sin correos, no podían llegarle recados de Electra, y nadie le preguntaba su nombre. Había una taberna en cada aldea, y Orestes ponía una moneda en el mostrador.

– ¿Vas a estar con nosotros una semana? -le preguntaba el huésped, guardándose la moneda en el bolsillo interior del chaleco.

La mujer le lavaba las camisas, y un criado le herraba el caballo, que Orestes advertía que desde allí partía para un largo viaje. Los aldeanos ricos, viéndolo tan cortés, lo convidaban a cenar en sus casas, y el posadero le llenaba la bota para el camino. Le iban bien aquellos vinos ásperos de la meseta. Siempre había una muchacha para decirle adiós. ¡Hay muchas vidas!

– ¿Cómo te llamas? -preguntó el tabernero-. ¡Aquí tenemos la costumbre de interrogar a los extranjeros!

– Me llamo Egisto -dijo Orestes.

– Ése es el nombre de un rey que hay no sé dónde.

– El mismo, pero yo no soy ese rey, aunque sea más noble que ese rey.

– ¿Cuál es el nombre de tus padres?

– No se sabe, que me hallaron en el campo amamantado por una corza, con doce libras de oro a mi lado, en doce bolsas. Y una serpiente sujetaba con su boca mi cordón umbilical, no me desangrase.

Los bebedores se apartan, y el tabernero, poniéndose un paño de secar sobre la cabeza, exclama solemne:

– ¡Eres casi sagrado!

Tuvo que marcharse a escondidas de aquella aldea, porque la gente venía de más doce leguas a verlo, y las mujeres tocaban sus hijos en sus riñones. Una soltera de treinta le había mandado recado diciéndole que quería tener un hijo de él, que sería el consuelo de su vejez.

Orestes estaba ante el mar. En el horizonte se veía la costa de la Hélade Firme, y ante ella la línea oscura de las dos islas en la desembocadura del río. Eran las dos islas que él había buscado en la carta, en los primeros años de su regreso. Un hombre que llevaba al hombro un remo se le acercó.

– Si vas a pasar a la otra banda, lo mejor es que vendas aquí tu caballo. ¡Es un caballo viejo!

– ¡Es mi caballo! -respondió Orestes.

– ¡Fue un buen caballo!

– ¿Cómo sabes de caballos, tú que eres marinero?

– No creas que duermo con una yegua. Pero a la vista está que es un caballo viejo, y que ha debido ser un hermoso caballo en sus buenos años.

Orestes contempló su caballo, que desensillado pacía al lado de la playa. Era la primera vez que lo miraba, teniendo en la mente aquellas dos palabras: «caballo viejo». Sí, el veloz ruano había envejecido en su compañía. El corazón de Orestes se llenó de una extraña ternura. ¡Años de incansable caminar! ¿Y no habría envejecido también él, Orestes, en el viaje de regreso, perdido por los caminos?

– ¿Entiendes de hombres como de caballos? ¿Cuántos años tendré yo?

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