Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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Habían acordado Egisto y Eumón hacer el camino de regreso por tierras del condado del Vado de la Torre, pero Egisto no quería entrar en el castillo a saludar a doña Inés de los Amores, a la que tenía ofrecida una caja de música, y la caja estaba reservada en una tienda de Esmirna, con tres escudos de señal, y era de marfil calado, y el relieve representa a la dama del unicornio.

– Era yo mozo -dijo Egisto- y quedé en volver con la caja de música, precio de un beso a boca abierta, al reino de doña Inés, que es la soberana del Vado, siempre eligiendo galán y nunca casándose, pero surgió Clitemnestra y ya sabéis de mi vida y el porqué de no haber podido darme aquel fino gusto.

Y tampoco quería Egisto pasar el río en la barca, por no ser reconocido del barquero Filipo, que fuera de sus siervos antiguos, cuando los reyes mandaban en los ríos. Que pasasen todos, que era una linda cosa meter los caballos en la barca e ir a sabor de la corriente desde las ruinas del puente al pedrón de la otra orilla, el barquero a popa con la larga pértiga, que él iría en su Solferino a cruzar el río una legua más arriba, y ya les saldría a la venta del Mantinco a hora de almuerzo. Se aceptó la propuesta, y Egisto decidió separarse de la compañía al llegar a las lomas que dicen del Ahorcado. Éstos eran dos oteros gemelos, que separaban la marina propiamente dicha del país del río, y si en la cara que daba al mar, como barrida por el viento salado, aparecían desiertos, con grandes calveros areniscos y barrancadas de desnudas paredes, donde capas rojizas alternaban con otras de cantos rodados, por la banda del río era un país de bosques espesos que los nativos llamaban la Selva. El camino que llevaba al vado atravesaba sotos de castaños, ancheaba en un claro del hayedo, cruzaba el sombrío robledal, y terminaba su viaje llaneando por entre prados regadíos, bordeado de abedules y de chopos. Los prados de cada vecino estaban separados por mimbreras y manzanos, y las blancas casas con sus huertos aparecían de muros bajos encalados, en los que ahora, en otoño, coloreaba en rojo la hiedra.

Preguntó Eumón por qué se llamaban del Ahorcado aquellas lomas, y respondió el oficial del inventario, que desde sus tratos con Ragel se aproximaba al resto de la comitiva y aparecía locuaz, que un leproso se había marchado de su casa cuando lo dio el médico del lugar por gafo, a vivir de limosna, tocando la campanilla por los caminos para que los viandantes se apartasen. Dejaba mujer guapa y moza, y ella le juró que le sería fiel, y que los viernes, junto a una fuente que brota vera del camino -y que se podía ver desde donde estaban hablando-, le dejaría el almuerzo de vigilia, visto que es el día en que los ricos dan limosna de la carne que les sobró el jueves, y temen no se les conserve para el sábado, y el leproso consideraba que la guarda de la abstinencia era condición para el milagro de su curación, que andaba pidiendo a los santos anárgiros. Pero llegó un viernes en el que no halló el bacalao con manzanas asadas, y se sentó a pensar qué haría si es que la mujer estaba enferma, cuando llegó un perro que tenía de guarda en la casa y le era muy afecto, y en la boca portaba el can un borceguí que el gafado, por el color amarillo, conoció como del médico que, dándolo por leproso, lo echara de vagabundo. Y el doliente, estimando que no podía añadir al mal de la lepra la indignidad de los cuernos, en el único árbol que había en estas lomas, y que era un pino castellano, se colgó.

– El ahorcado -explicó el oficial del inventario- fue bajado del árbol con pértigas, por miedo al contagio, y tenía atado a su cinturón, con sus propios cordones, el borceguí del médico, y otro gafado que pasó por allí y examinó al difunto, dijo por altavoz que no estaba leproso. La viuda se marchó del país, y el médico nunca más se atrevió a diagnosticar lepra en un marido con mujer moza, aunque la tuviese.

Se despidieron los dos reyes, y viendo cómo Egisto obligaba a un trote corto al viejo Solferino, Eumón se dijo que le había de hacer a Ragel el encargo de un caballo para el rey, y que se lo mandaría como regalo de despedida. Desde los años de mocedad, nunca Egisto se había visto solo en el campo, saludado por el sol, libre cabalgador. Cantaban los pájaros en los alisos, volaban los cuervos en los barbechos, y sobre su cabeza describía anchos círculos, indolente cazador de gazapos, el gavilán. ¿A qué llaman los hombres vivir? En un repente, el corazón del viejo rey había recobrado el ritmo de la juventud. Egisto osó canturrear el comienzo de un romance antiguo, con andante de lanza y banderola que salía a librar cautiva. Y viendo un fresno joven en el lindero del bosque, apeándose del caballo tiró de navaja y cortó la más esbelta rama, la que limpió y redondeó en los nudos, y con un cordón del jubón ató su puñal y su pañuelo verde de sonarse en los oficios en la punta más fina. Y ya dueño de lanza con banderola, trotó por aquellos claros, poniendo la mano izquierda de visera por ver si aparecía a lo lejos la figura de una aventura, y deteniéndose pensativo en las encrucijadas, como los héroes que pintan los libros de caballerías. El propio bayo Solferino parecía contagiado del entusiasmo real, y sacaba el andar braceado de sus buenos días de picadero. Egisto inclinaba de vez en cuando la cabeza, fingiendo saludar a pasajeros que no había, población transeúnte de las novelas bizantinas escuchadas en el salón de palacio a Solotetes. Saliendo de un espesura de álamos plateados, junto a un regazo, asustando torcaces bebedores, pasó una corza joven, que se detuvo un instante y levantó la dulce mirada hacia el rey. ¡Igual era una infanta encantada que acababa de llegar de los bosques de las Ardenas, huyendo de las cazas!

– ¡Te doy salvoconducto! -le gritó Egisto-. ¡Soy el rey!

La corza no lo escuchó, y pareció irse en vuelo sobre los grandes helechos. Se terminaba el bosque, y ya se veían los dos molinos y el estrecho paso junto a la represa. Y con el bosque se terminaba aquella hora de libertad y de fortuna. Egisto temió ser visto desde los molinos con aquella lanza que parecía de niño pobre que saliese a jugar a cañas, y deshaciendo el ingenio, guardando puñal y pañuelo, tiró la rama de fresno a la cuneta, y al rey le pareció que con ella, que allí quedaba en el polvo, había tirado al suelo el último día feliz de su vida. Por el rostro de Egisto se deslizaron dos gruesas lágrimas.

Pasó el rey el río por el camino de los molinos, y a las doce horas en punto llegó a la venta del Mantineo, donde lo esperaba Eumón con el resto de los viajeros, quienes bajo la parra ya vendimiada probaban los vinos y hablaban de doña Inés, la condesa de aquellos campos y de aquella torre, que se veía desde allí altiva y oscura en una colina hacia el sur, guardando el vacío, y de la guerra en los ducados vecinos, que se habían hecho insurrectos sastres y podadores, y querían cónsules de libre elección. Y Ragel contaba y no paraba de los delirios amorosos de doña Inés, y a él mismo, un anochecer de noviembre con viento y lluvia, y se había visto obligado a echarse el capizuelo de cuero por la cabeza, lo confundió la señora, primero con un correo alemán, y le pedía noticias de un amante que decía que tenía por allá, y después con el propio amante, que se había teñido el pelo de negro y se había recortado la perrera en flequillo, y llegaba a escondidas por ver si la dama le era fiel. Descubierto que era Ragel el Sirio, doña Inés, decepcionada, no le dejó entrar en la casa y le hizo dormir en la huerta, al abrigo del tejadillo que cubría el lavadero.

– No me marcharé -dijo Eumón paseando con Egisto mientras la hija rubia del Mantineo ponía la mesa- sin pasar a saludar a esa dama tan enamoradiza, y el pretexto será que somos colegas. ¿Y qué edad tendrá?

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