Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Un Hombre Que Se Parecía A Orestes: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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en roer un trocito de madera que debía haberse metido allí no se sabía cómo, salvo que el lobanillo fuese como un melocotón y tuviese hueso. Con frecuencia, quedándose adormilado en un rincón de la cocina, veía, como de bulto, sus días infantiles, en su casa de campo cercana a la ciudad, su padre saliendo a cazar llamando a gritos sus lebreles, la madre bordándole jubones en la solana, el criado Diomedes cazando para él con liga mirlos y jilgueros, que encerraba en pequeñas jaulas colgadas en la ventana de su cuarto. Se detenía en un recuerdo, y no sabía salir de él, husmeándolo, reconociendo su veracidad por un aroma que iba unido a una habitación determinada, o a una persona, o al tiempo, a la época de la recogida de los membrillos, o cuando venían los siervos a hacer la sidra. Su padre olía siempre a perro, al sudor ácido y orinado de los perros que vienen cansados del monte, cuando Egisto apoyaba su cabeza en las rodillas paternales. Su madre era como un pañuelo de batista perfumado con lavanda, y lo sentía pasar delicadamente por su frente. Abría el ojo derecho Egisto para comprobar si aún estaba allí el pañuelo en la blanca mano, o si era memoria que él hacía, y el pañuelo estaba, y el olor en el aire, tibio y azulado. Flotaba el pañuelo sobre él como una nubecilla blanquecina, y el rey se sentía ahora seguro, acunado en los brazos maternales, y se dejaba ir descuidado, río del sueño abajo. Pero aquella hora sosegada era muy breve, y despertaba sobresaltado, corriendo todo lo que le permitía su reuma, a cerrar puertas y ventanas, cuyos picaportes y fallebas nunca encontraba, a detener el viento que entraba por doquier oponiéndole sus manos abiertas, con los dedos llenos de anillos de latón amarillo, y gritando a criados que no había que no dejasen apagar las lámparas, que nadie había encendido. La piel del rey, reseca, amarillenta, se cubría de pequeñas manchas rojizas, como lunares. Egisto se sentía incómodo dentro de aquella piel tirante, y si acercaba sus labios a la mano, la encontraba salitrosa y fría. Pero, ¿quién osaría despellejar a un rey? Y, sin embargo, Egisto necesitaba una piel nueva, una piel de Moscovia que oliese a tanino, o la piel suave de un lechón, o de una mujer joven. Los humanos debían mudar de piel como las cobras, y Egisto se imaginaba sumergido en la piel húmeda de una serpiente, reluciente porque el ofidio se había rozado en el río contra las hojillas babosas de la ruda temeraria, y así el rey podía deslizarse por entre los prados de trébol hacia el camino, a vigilar la llegada de Orestes, quien pasaría a su lado sin verlo, con sus grandes zancadas insolentes. Egisto podía morderle en el tobillo, habitados sus dientes por venenos antiguos y regicidas, que en un instante espesan la sangre del mordido y éste ve soles rojos, antes de caer redondo, con la lengua fuera, y los ojos abiertos que nadie los podrá cenar. Egisto oía resonar en su cabeza, como en vacía nave de alta bóveda, el ruido de las espuelas de Orestes al chocar entre sí cuando el príncipe se detenía un instante para asegurarse de que no se le había caído del carcaj la flecha de plumas azules. Egisto, serpiente, silbaba, y Orestes volvía la cabeza, buscando el silbador en la oscura noche y fría. Sí, la noche era fría. Egisto tenía mucho frío, y vestido de serpiente no podía acercarse al fuego, junto al cual molía lentamente mijo en un almirez la reina Clitemnestra. Unos hombres se asomaban al balaustre de la escalera principal y mostraban la piel de Egisto a otros que llenaban el patio. Era su piel, desde los pies hasta el cuello, como si lo hubiesen degollado. Su piel abierta, seca, raspada por dentro, con las señales de los clavos que la habían tenido tendida en una tabla, al viento norte.

– Mide algo más de vara y media -dijo una voz.

– Pueden sacarse dos tambores -comentó otra.

Las voces sonaban indiferentes, comentarios de tratantes muy usados por los regateos. Probaban su piel, estirándola, oliéndola, midiéndola a cuartas, enrollándola.

– ¡Yo la compro! -afirmó una voz joven desde el rellano de la escalera-. ¡Pago al contado en oro amonedado de este reino!

– ¿Cómo se llama el comprador? -preguntó el oficial del registro de forasteros, señalando con una enorme pluma negra, una pluma arrancada a las alas de una ave gigante de remotos cielos.

– ¡El comprador se llama Orestes! -gritaba la voz joven, cada vez más cerca.

Pero Egisto se palpaba, y aún tenía la piel en su cuerpo, la piel reseca y amarilla, la piel suya, la piel que olía a Egisto. Y se negaba a entregarla, ni en sueños ni despierto, y gritaba y gritaba, pero nadie lo escuchaba, y menos que nadie los hombres que seguían vendiendo su piel.

– ¿Nadie da más?

Los pequeños lunares rojizos se iban convirtiendo poco a poco en moscas que se posaban, volaban y volvían a pesarse, y cuando se agrupaban sobre su ombligo o sobre una pequeña llaga que Egisto tenía en una rodilla, componían un borrón brillante y verdoso. Eran unas moscas grandes, de alas azuladas y el cuerpo verdoso, con finas estrías amarillas, y en la cabeza tenían un solo ojo, que a veces crecía y toda la mosca era un ojo purulento e inquieto. Egisto se daba cuenta de que se estaba pudriendo, y por esto no le causó sorpresa alguna el escuchar a Orestes rechazar su piel.

– ¡Está mal curtida! ¡Devolvedme mi oro!

Una moneda rodó sobre el cuerpo de Egisto, una moneda enorme, como la rueda de un carro. Se escondió debajo de su piel, y era como un escudo protector escondido allí, contra el que se romperían todas las espadas. Pero por los ojos entreabiertos de Egisto, el noble Orestes, irreprochablemente armado, entró dentro del cuerpo del viejo rey, y ya no valía el escudo. Orestes avanzaba dentro del rey, por un estrecho sendero que hay en la espalda de todo cuerpo humano, y al avanzar le deshacía las entrañas con las espuelas, con la espada, con las crestas de gallo del casco de guerra, con los diamantes de las sortijas de sus dedos, con la misma mirada iracunda, con los largos y curvos colmillos de jabalí, con las palabras fatales.

– ¡Egisto morirá como un perro!

Y Egisto, despertando o resucitando, huía a tientas a esconderse, a sumergirse en las tinieblas de un calabozo secreto, a ocultarse detrás de una enorme tela de araña. Y poco a poco regresaba al mundo, con su eterna y misma piel. Y se arrodillaba junto a las rodillas de Clitemnestra, y se abrazaba a ellas, mientras la reina seguía moliendo el mijo para las papas de la cena, o ya las tenía hechas y comía lentamente, soplando cada cucharada. Apoyaba el plato en la cabeza de Egisto, y exclamaba:

– ¡ Pobre, pobre!

Tercera Parte

Con el dedo índice recorría en la carta marina el borde de la costa, y encontraba la desembocadura del río, de su río, frente a la que estaban pintadas dos pequeñas islas, una alargada en forma de lagarto, y la otra redonda como la luna. El río estaba en verde, y venía haciendo largo camino desde lejanos montes, pasando bajo puentes que estaban muy bien dibujados con sus arcos gemelos. Le hubiese gustado que le fuese concedido el oficio, si lo había, de estar en la isla redonda de vigilante de la muerte del río en el mar, oficiando solemnes ritos fluviales cada y cuando, yendo en barca desde la barra, estuario arriba, probando la salinidad de las aguas en copa de plata, hasta llegar adonde ya son dulces, y aquel punto lo señalaría con una bandera, y sería la frontera de su oficio. O al revés, tener la centinela del río en tierra firme, en una colina, y bajar en barca por el estuario hasta donde el agua era salada, y poner allí su frontera, con banderas, eso sí, en boyas. Tendría, en primer lugar, la amistad del río, y la de las gentes de la ribera, pescadores y carpinteros. Un día señalado le traerían los tales peces de regalo, pan y vino, y le mostrarían sus mujeres y sus hijos, todos vestidos de fiesta. Con ellos iría a la isla, o la colina, un músico, un tocador de dulzaina y tamboril, o de gaita de pastor, y Orestes se vería obligado a hablarles paternal, a darles las gracias, acariciándose la barba, o posando la mano izquierda sobre la cabeza de un niño rubio que se le había acercado para admirar su espada.

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