Álvaro Cunqueiro - Un Hombre Que Se Parecía A Orestes

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Premio Eugenio Nadal 1968
UN HOMBRE QUE SE PARECÍA A ORESTES (Premia Nadal 1968) recrea de una forma totalmente libre el mito clásico. La acción se paraliza después del asesinato de Agamenón, sin que la esperada venganza llegue a cumplirse. Orestes sabe que debe perpetrarla; pero el tiempo pasa y no ocurre nada. Y así resulta que los personajes del mito ya no funcionan en claves de fatalidad y trascendencia sino en los regocijos y amarguras de la vida cotidiana. Orestes ya no es el joven atleta admirado por Electra, sino un hombre muy hecho que viaja de incógnito. Y en todas las aldeas una muchacha le sonríe y le hace pensar más en la vida que en la muerte… La acción transcurre en una época indefinible en la que lo más antiguo coexiste con lo más reciente en una proximidad que sólo el sueño hace verosímil. Un hombre con dos cabezas, un caballo de madera que fecunda la yegua del abad, un patético Egisto que, obsesionado por la llegada del vengador, se finge caballero andante en busca de aventuras sin lograr por ello superar sus temores…Todo esto lo presenta Cunqueiro sin prisa, con un cierto regodeo en la frase, con frecuentes toques de humor y abundantes disgresiones, dejando siempre suelta su inagotable y gozosa fantasía.

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– Decidme, ¿cómo no divulgasteis el arte ese? -preguntó Egisto.

– No compensa, querido amigo, salvo por encargo pagado en oro, que la yegua en su preñez hace tantos esfuerzos, que podemos llamar espirituales imaginativos, en sacar su cría a la moda, que después de parir ésta, queda definitivamente estéril, le entran melancolías, aborrece el trébol, adelgaza, y un día cualquiera se desboca y se tira por el gran precipicio de nuestra frontera helénica, cuyo fondo son unas rocas puntiagudas.

Eumón levantaba la mano derecha al hablar y tropezaba algo en las erres. La barba redonda la tenía arrubiada, y lo más notable de su figura eran las grandes orejas, que cerraban el pabellón hacia delante.

– Mis orejas, que aquí llaman la atención, y tu barquero, en el vado de la torre me tomó, creo, por el último adelanto veneciano en escuchas, en mi nación son poca cosa, y según los historiadores las grandes orejas de los tracios hípicos vienen de cuando los antepasados creían que era el viento llamado Bóreas el fecundador de las yeguas, y había que estar con el oído atento al canto suyo, para encerrar a éstas cuando se sospechaba la llegada de aquel falo silbador e invisible. Generalmente se las vestía con bragas de cuero, inutilizando así la violencia del ventarrón, aunque no sin perjuicios, que al verse el tramontano privado de sus goces carnales, se revolvía furioso contra el poblado, y derribaba tiendas y dispersaba pajares. De aquellas centinelas nos quedaron a los tracios estas nobles orejas.

Y el rey Eumón hizo una perfecta demostración de la movilidad de las suyas, abriendo y cerrando el pabellón, abocinándolo, y haciéndolo estremecer como hoja de higuera en día de vendaval.

Clitemnestra le recordó a Eumón que había prometido hablar de los misterios de las mujeres en la tertulia vespertina, y el tracio asintió, advirtiendo que, en conjunto, disentía de la novela francesa.

– La ciencia del misterio femenino -explicó Eumón- comenzó a cultivarse entre los tracios por la necesidad de penetrar en el secreto de las querencias de las yeguas. ¿Quién podrá negar que en la imaginación de cada yegua no haya un ideal masculino? En la imaginación de la yegua galoparán hermosos caballos, y nosotros, los tracios de las paradas, en vez de estos perfectos corredores les ofrecemos a las yeguas unos asnos, aunque lujuriosos, de agraria taciturnidad, aburridos los poitevinos, irritables los de Vich. Defraudadas, las yeguas jóvenes pasan largos períodos de histerismo, del que sólo las libra la forzada maternidad. Un gran criador, pariente mío, fabricó en madera siete caballos, a los que cubrió con pieles diferentes, capas varias desde bayo a ruano, y eran los símiles de tamaño natural. Mi pariente soltaba la yegua virgen por entre ellos, puestos en el pastizal, y estaba atento a la elección que la hembra hacía, púdicamente el primer día, con espantadillas, idas y venidas y sin saber con cuál quedarse, pero al segundo día ya se había decidido, y se acercaba lametona al preferido, ofreciéndole prueba de festuca en sazón. Entonces, con la piel del elegido, mi pariente vestía al asno padre de turno, y se le echaba a la yegua, la cual se entregaba fácil. Algún inconveniente solía haber con ciertos asnos, que no se dejaban disfrazar, ya que seguros de su buena presencia, querían ser aceptados por sí mismos en la cópula. Mi pariente, vistos los buenos resultados de esta práctica, especialmente con yeguas díscolas, y las más que salen así son de las delgadas y muy escogidas en alimentarse, dictó a un pendolista de Elea un tratado que se hizo famoso sobre la prudente libertad que se le puede conceder a la mujer en la elección de marido.

– ¡Mis padres eligieron por mí! -suspiró Clitemnestra-. Mi nodriza me dijo que Agamenón entraría desnudo en mi cámara, y que yo, para no asustarme, que no me fijase en otro detalle que en su barba rubia. ¿Cómo, Eumón de Tracia, me entró esa incoherente vehemencia, esa terquedad en que si volvía Agamenón, trajese, al cabo de los años mil, la misma barba lozana y puntiaguda?

Eumón apoyó el dedo índice de su mano derecha en la estrecha frente, y volviéndose a Egisto explicó el caso, diciendo que lo hacía por intuición, y por analogía con la interpretación de sueños.

– Y no es difícil la explicación, que estando como estabas, Clitemnestra, en la espera del peregrino, temías asustarte si aparecía de pronto ante ti, y trabajando todavía en lo oscuro de tu alma la advertencia preventiva de tu nodriza, sin darte cuenta te asegurabas con ella, diciéndote, sin

decírtelo, que evitarías el espantoso terror, y acaso el castigo por tu amor a Egisto, con sólo mirar para la barba rubia. No importaba nada el que, mirando para la barba rubia, te dejases hacer y saliese del paso Egisto cornudo por obra de Agamenón cornudo. O que te diesen muerte. Tú tenías que estar mirando para la barba rubia, no quitar ojo de la barba rubia, salvándote del miedo. Era, además, aquella mirada para la barba rubia, volver al día de la virginidad nupcial, de la preciosa inocencia tuya en la espera del gran Agamenón. De ahí tu desesperación al saberlo afeitado, que era

como si te quedaras sin el seguro contra el miedo, que en este caso era un seguro de vida. Y aun creo que podría profundizar más en el asunto, sin ofender a Egisto presente, considerando si Clitemnestra no añoraba aquel lejano día, la hora en que la barba rubia se le metió en la cama. Que la memoria viaja sin dueño, y encuentras en un vaso un agua que te fue sabrosa antaño, aunque ahora te cause horror o sea veneno.

– ¡Agamenón no era nada retozante! -comentó Clitemnestra, dirigiendo hacia Egisto la acariciadora mirada de sus ojos vacunos.

IV

Eumón invitó a Egisto a hacer un viaje por la costa, ambos disfrazados de correos latinos, y dejando asegurado un relevo de avisos, no fuese a llegar Orestes durante su ausencia y hallase a Clitemnestra sola, asomada a su ventana. Tras algunas vacilaciones de Egisto, quien creía faltar a su papel ausentándose del reino, e insistiendo Eumón en que él corría con todos los gastos, quedó decidida una romería de una semana. A hora de alba salieron los dos reyes de la ciudad, Eumón en su árabe inquieto y Egisto montando su viejo bayo Solferino, y formaban el séquito los dos ayudantes de pompas de Eumón y el oficial de inventario de Egisto, elegido porque tenía montura propia, y cerraba la compañía una mula cargada con las piernas de repuesto de Eumón, conducida por un criado etíope que en las cuestas se subía encima del petate, el cual iba envuelto en una lona blanca. Que quedaba por decir que Eumón tenía, para disimular en ellas la suya achicada temporalmente, unas piernas de madera de abedul con juego de tuercas en la rodilla, todas del mismo tamaño de su pierna natural, pero con diferente hueco, correspondiendo éste al distinto bulto de la pierna, según iba creciendo, que mermar lo. hacía en un día. Salieron a hora de alba, pues, los ilustres monarcas, y bajaron por el camino real a pasar el río por el vado del Sauce, eligiendo en la encrucijada el atajo que conduce, por entre colinas olivares, a la robleda grande, que quería mostrarle Egisto a Eumón el campo en donde, en los días de la arribada de Agamenón, pensaba salirle al encuentro a éste, poderosamente armado. El campo lo había, junto al pozo antiguo, pero no valía para justas que el colono lo había labrado, y tenía en aquel septiembre un maíz muy lucido, y en su fuero interno Egisto se alegró de aquella labranza, que desde que se le había ocurrido invitar a Eumón a visitar el campo de sus posibles hazañas estaba preocupado, no fuese el tracio a pedirle una muestra de galope y desafío, que era más que posible que supusiese una caída del viejo Solferino. Decidieron continuar por el camino real, almorzando de campo el lomo embuchado y las tortillas que había preparado de su mano la propia Clitemnestra, y que eran muy del gusto de Egisto. Llegada la hora del almuerzo lo hicieron cabe una fuente, bajo unos castaños, y pusieron los vinos a refrescar en el pilón en forma de concha jacobea, en el que caía el alegre chorro y del que revertía el agua para formar un arroyuelo que se iba de vagar por los prados costaneros. Eumón, que era más bien moreno, con los repetidos tragos de las botas aparecía colorado, y se quitaba la calor abanicándose con las propias grandes orejas, lo que era cosa digna de ver. Ofreció de postre el criado etíope unas manzanas, y acordaron todos que una siesta era lo pedido. Había un mirlo próximo, que estaba poniendo en música todo aquel dorado mediodía.

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