Reanudado el viaje, a media tarde, desde las ruinas de lo que había sido una antigua atalaya, la comitiva contempló en el horizonte el mar azul. Egisto se quitó el sombrero de cazador con que se tocaba e inclinó por tres veces la cabeza.
– El que uno esté como esté, pobre, la corona impedida, perdido el poder militar y olvidado en la sombra polvorienta de su palacio, no por eso deja de estar obligado a cumplir los ritos, como éste de saludar al Océano, por el cual mis antecesores en la corona llegaron a esta tierra y la conquistaron, y con el cual, según las historias, nos unen lazos de parentesco.
– Éste que aquí va -dijo Eumón indicando a uno de sus ayudantes de pompa, un hombre pequeño y moreno, picado de viruelas, que no había despegado los labios en todo el camino-, está emparentado con un pozo, que de él salió en niebla su bisabuela cuando su bisabuelo, que era mozo, le estaba dando de beber a su yegua.
– Hubo que enseñarla a hablar -añadió el ayudante-, aunque ya pasaba de los dieciocho, y como mi bisabuelo había dicho que no la tocaría hasta que diese consentimiento de palabra, aprendió en seis días el tracio, con el subjuntivo y todo. Desde aquella boda, los de mi familia saludamos a los pozos como tú saludas al mar.
El camino descendía desde los montes al mar por entre espesos bosques, y ya al final, en la llana marina, era como paseo de alameda, bordeado de mimbreras que empezaban a dorar y de altos chopos. Eumón, quien seguía dando tientas a las botas, propuso hacer noche en una posada que había antes de llegar al puerto, en la que habría una buena sopa de arroz y pollo asado, y cama limpia. El posadero conocía a Eumón, y lo recibió con alegría, disponiendo a gritos la cena, diciendo a cada uno cuál era su cama, y ordenando a un criado manco que tenía que trajese agua para que se lavasen los huéspedes. Mientras no hervía la sopa, Eumón tomó del brazo a Egisto y le rogó que se sentase con él un poco aparte, lo que hicieron los dos reyes bajo una higuera, junto a la puerta de las cuadras.
– Querido Egisto -dijo Eumón dándole una palmada amistosa al colega en la espalda-, desde que llegué a tu palacio y me hiciste confidente de tu tragedia, se me metió en la cabeza que tú y doña Clitemnestra quizás estéis viviendo una comedia de errores. Y cuando salió a relucir el asunto de la barba rubia de Agamenón, me afirmé en mis sospechas. Querido Egisto, ¿estás seguro de que el muerto era Agamenón?
Egisto miraba para Eumón, no sabiendo si aquellos eran propósitos nacidos de las abundantes libaciones, o si el tracio había reflexionado de verdad en su tragedia.
– El hombre aquel entró en la ciudad acompañado de un heraldo y dos soldados. Gritaba que era Agamenón y los soldados pedían mozas de gratis, que regresaban de la guerra de Troya. El heraldo anunciaba la presencia del rey en su torre. Y Agamenón rugió como el león.
– ¿Y después de muerto?
– Los soldados huyeron y no se volvió a saber de ellos. El heraldo, que estaba beodo, subiéndose a una almena, cayó al patio y se mató. Yo avisé a la funeraria que se hiciese un entierro de tercera, sin plañideras, que al fin, según declaración oficial, Agamenón volvía para quemar la ciudad.
– ¿Quién vio el cadáver? -insistía Eumón.
– Nadie. No lo vio nadie. Terminaron de envolverlo en el cortinón rojo y lo metieron en el ataúd. Por cierto que no servía ninguno de los ataúdes que había en la funeraria, que eran pequeños para aquel envoltorio, y hubo que hacer un ataúd como para un gigante antiguo. Ya me dijo Clitemnestra, al saberlo, que no fuese en el entierro de duelo, que haría el ridículo, yo de mediana talla y en la caja mi antecesor, enorme como un buey.
– ¿Nadie le vio la cara?
– ¡Nadie! ¡Solamente yo, que no lo había visto nunca!
– ¿Había dicho alguna vez Agamenón que se afeitaría?
– ¡Nunca! Solía jurar por su barba rubia, y en las iras se arrancaba pelos de la parte izquierda, en el mentón, con lo cual siempre tenía allí un campo ralo. ¡Hay ficha de la policía!
– Querido Egisto, dame la mano derecha, que te voy a hacer partícipe de mis secretos pensamientos. Yo me imagino ser Orestes, el príncipe. Mi padre está ausente, en la guerra. Mi madre, la blanda Clitemnestra, está en brazos de un hombre de sociedad, venido a menos, famoso cazador, llamado Egisto. Los augures, arrodillados delante de las tripas, ven, como yo veo ahora el farol de la puerta de la posada columpiarse en el espejo de tus ojos, el futuro de la polis: regresará el rey, y tú, el amante real, matarás. Queda un hijo, que es una espada vagabunda, esperando el momento de la venganza. Egisto debe morir, y morirá. La espada de Orestes es infalible. Se asegura que la hermana fugitiva, Electra, se le ha metido en la cama al hermano para impedirle dormir, y por tener un hijo en cuya sangre vaya doblada la intención de la venganza. En palacio, la otra hermana vela con una luz junto a las almenas. Fíjate en que todo está escrito. Todo lo que está escrito en un libro, eso va pasando, vive al mismo tiempo. Estás leyendo que Eumón sale de Tracia una mañana de lluvia, y lo ves cabalgar por aquel camino que va entre tojales, y pasas de repente veinte hojas, y ya está Eumón en una nave, y otras veinte, y Eumón pasea por Constantinopla con un quitasol, y otras cincuenta, y Eumón, anciano, en su lecho de muerte, se despide de sus perros favoritos, al tiempo que vuelve a la página primera, recordando la dulce lluvia de su primer viaje. Pues bien, Orestes se sale de página. Orestes está impaciente. No quiere estar en la página ciento cincuenta esperando a que llegue la hora de la venganza. Se va a adelantar. No quiere perder sus años de mocedad en la espera de la hora propicia. Está cansado de escuchar a Electra. No quiere estar atado de por vida al vaticinio fatal. Quiere vivir la libertad de la tierra y de los mares, está enamorado de una princesa de una isla, tiene naves y caballos, recibe cartas de emperadores que quieren alquilarlo por general en jefe, le gusta escuchar música o jugar al polo, o a las cartas. Y decide ir a buscarte y darte muerte.
– Pero no tenía todavía motivos. Yo no había rematado a Agamenón.
– ¡Ni le importa! Tú tienes que matar a Agamenón el día en que el rey regrese. Orestes tiene que ir a matarte a ti, porque tú has dado muerte a Agamenón. Pero, para Orestes, su intervención se reduce a matar a Egisto. Muerto Egisto, se acabó su papel. Hace mutis y se va a sus vagancias. Si se adelanta y te mata, evita la muerte de su padre, lo que no le importa, y finiquita su obligación. Además, que le da asco que te acuestes con su madre.
– ¡No hay otro más higiénico que yo! -se asombró Egisto.
– ¡El asco no es por lo físico! Orestes quiere salir de la rueda, vivir libre. Y finge ser Agamenón que regresa. Se disfraza, disfraza a sus criados, imita el rugido paterno.
– ¿Yo maté a Orestes? -pregunta Egisto poniéndose de pie, cruzando los brazos sobre el pecho.
– ¡Casi seguro! El muchacho había bebido para darse ánimos. En puridad, matarte a ti en aquel momento era matar a un inocente. Eras el querido de su madre, eso sí. ¡Lo único! Y si infaliblemente te hubiese dado muerte llegando en su momento a vengarse, en aquella ocasión, borracho e impaciente, no tenía ninguna probabilidad. Lo mató la prisa juvenil.
– ¿Y Agamenón?
– ¡Habrá muerto en Troya, o andará por ahí buscando empleo!
A Eumón, de tanto como había hablado seguido, se le secó la boca y fue a echar un trago y a ver cómo andaba la cena. Egisto se sentó en las raíces de la higuera y consideró todo lo dicho por el tracio. ¿Habría estado todos aquellos años esperando a un Orestes que estaba muerto y enterrado? ¡Su gran enemigo, su matador, podrido en la tierra, envuelto en el cortinón rojo! ¿Cómo estar seguro? Porque sin una prueba irrefutable lo dicho por Eumón no lo libraba de la larga, paciente, temerosa espera. ¿ Le contaría las sospechas de Eumón a Clitemnestra? ¡Orestes muerto! ¡Por eso no daba nadie con él!
Читать дальше