Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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– No. Si pudieran hablar estos camaradas, verías cómo se pondrían a discutir sobre la conveniencia de la huelga general, sin acordarse del incidente de su muerte, que tendría mucha menos importancia que cualquiera otro de su vida. La muerte que viene de fuera -un tiro, dos voces, sangre y pérdida de la conciencia- no es más que un pequeño incidente al margen de nuestra voluntad. Lo malo es la muerte elaborada dentro de nosotros: el fracaso.

A Star se le iluminaron los ojos:

– Es verdad. Mi padre no podía morir. Mi padre no ha muerto.

Luego añadió de pronto con expresión impertinente:

– Vamos. Huele mal.

Se retiraron y pasearon por el patizuelo.

Los médicos habían hecho la autopsia, abriendo el cráneo a Progreso y a Espartaco que tenían heridas en la cabeza. Encontraron sangre roja y venas azules. En el cerebro no había ninguna de las toxinas frecuentes en los enamorados, en los suicidas, en los perturbados. Eran cerebros limpios. Como única anormalidad, una borrachera de porvenir. Un médico con alguna dote de observación pudo haber hecho una relación curiosa porque no era frecuente encontrar cabezas sin temor ni esperanza metafísicos. Vísceras, y vísceras saturadas de fe fisiológica, de audacia y de generosidad. ¿Ambición? ¿Ansias de lo que ha de llegar? ¿Impaciencias? ¡Bah! Fe visceral. Fe que se basta a sí misma. La audacia y la generosidad sólo se producen francamente en esos casos de fe en sí mismo, en su propia fe. Y cuando hay la seguridad de la fe en la propia fe, ¿qué vale la ambición material y la esperanza, el recuerdo y la ilusión, esas cosas merced a las cuales la sugestión de la muerte es negra y turbadora y produce en los débiles la conciencia de morir? Fe, pero no metafísica ni intelectual, sino visceral. Fe de la roca y del árbol.

Paseaban en silencio. Star García se volvió de pronto a Leoncio:

– A pesar de todo, mi padre ha muerto.

– Sí. Ha muerto por la causa -respondió Villacampa.

Star increpó al periodista:

– Tú me engañabas. Mi padre ha muerto.

Lucas insistía:

– La muerte no existe. Yo no te engañaba.

Villacampa intervenía con obstinación:

– Di que sí, Star.

– ¿Qué sabes tú? ¿Qué sabes tú de la muerte? -preguntaba Samar.

El “hortera” replicaba con energía. Star miraba al uno y al otro. Samar añadía:

– La muerte no existe, pequeña.

– ¿Y eso? ¿Y eso? -gritaba Villacampa señalando la ventana del depósito.

Star temblaba. Se llevaba el puño cerrado a la cara y lo paseaba por la barbilla, mordiéndose a veces un dedo. Ahora afirmaba dudando:

– Mi padre ha muerto, Samar. Es inútil que digas que no.

Samar renunció a nuevas explicaciones. Vio que Star pugnaba por reprimir las lágrimas, y dijo secamente:

– Bueno. Vamonos.

La pequeña cogió a Villacampa del brazo.

– No. Yo me quedo aquí.

Temblaba. Lucas, de mal talante, la cogió del otro brazo:

– A casa. Aquí no tienes nada que hacer. Vamonos. Ahí está tu padre. Ha muerto. Tienes razón. Lo han asesinado. Ya no lo oirás hablar nunca, ya no te besará al acostarse ni te comprará dulces los domingos. -Star se deshacía en llanto-. Tiene el cuerpo destrozado por las balas y el cráneo abierto. Te has quedado sola en el mundo. Eres la más desgraciada de las mujeres. Llora, llora -Star amenazaba diluirse en lágrimas y Lucas seguía-; pero con tus lágrimas lo que haces es matarlo dos veces, porque al sentirte fracasada, matas lo que en ti hay de él, de tu padre.

Star reaccionó con gran dificultad. Quiso hablar. Los ojos le brillaban y miraban muy fijos y muy lejos. Aquella estatuilla fría e inexpresiva adquiría de pronto una furia salvaje y una expresión de odio concentrado.

– Vamos adentro.

Entró en el depósito, se acercó a una mesa y destapó el rostro de una de las víctimas. Los dos la seguían, extrañados. Ella miraba la bombilla polvorienta del techo, con un aire alucinado: “¡Padre, padre! -balbuceaba-. No has muerto, no.” El periodista siguió:

– No has muerto. Duermes en la armonía de mañana.

Star repetía: “Duermes en la armonía de mañana.” Iba a besarlo, pero el periodista lo impidió retirándola suavemente. Ella necesitaba acercarse al calor vital de alguien y fundirlo con su propia desesperación. Abrazó al periodista y mojó con sus lágrimas también el rostro de Leoncio. Lucas había perdido la serenidad, pero se sobrepuso y salieron de allí los tres. Ya fuera detuvo un taxi y subieron. Iban en silencio. Star no lloraba ya, pero de vez en cuando respiraba muy hondo. Cerca de su casa se alarmó de pronto y pidió al conductor que parara. No se explicaban el motivo. Ella declaró:

– Antes podríamos ir un momento ahí al lado-señaló una callejuela- a comprar maíz para el gallo. Como va a haber huelga general necesito alimentos de reserva.

IV. HABLA LA COMPAÑERA DE OFICIOS VARIOS STAR GARCÍA, QUE SE HA QUEDADO SOLA EN EL MUNDO

Estoy en casa. Mi abuela se ha ido al hospital a velar a mi padre. No la dejan estar dentro pero no importa, porque para lo que ella quiere lo mismo le da mientras vea las paredes del hospital. Si no las viera creería que sus rezos iban a beneficiar a un prestamista o a un guardia. Las vecinas han venido a buscarme para que duerma en sus casas, como si yo no tuviera cama en la mía. Me he quedado aquí porque me gusta comenzar a pensar que al desaparecer mi padre me he quedado sola en el mundo. Las vecinas me decían que tendría miedo y lo tendría si no estuviera conmigo el gallo, que anda por el cuarto desvelado. Como es tan listo sabe que sucede algo en la casa, aunque yo no se lo he dicho. “Ven aquí y escucha. ¿No sabes que han matado a mi padre? Tú creerás que eso es poca cosa mientras yo siga trayéndote el maíz. Pero lo cierto es que me he quedado sin padre ni madre y que tengo catorce años y que las vecinas me compadecen. Estoy sola. Mi abuela no representa nada, porque como se va del mundo y yo estoy viniendo, y es vieja y arrugada mientras yo soy joven y guapa, no hace más que reñirme. He llorado, puede que llore más todavía y tú tan fresco. Pero no. Es la última vez que lloro en mi vida. Estoy sola y en estas circunstancias una muchacha no puede llorar. Menos aún una chica anarquista. Yo soy anarquista como tú y como mi padre. Trabajo en la fábrica de lámparas y gano diecisiete pesetas semanales, un jornal casi de oficiala, con el que tendremos que alimentarnos Makno, tú, la abuela y yo. Tú con maíz, el gato con cordilla, y la abuela y yo con patatas. A veces la cordilla y el maíz son tan caros como las patatas, pero como vosotros tenéis un estómago más pequeño, os hartáis antes. Tiene gracia eso de que pase afanes y angustias para que vosotros os dediquéis a cantar, a mayar y a presumir por el barrio.” El gallo deja caer un ala hasta el piso y avanza de medio lado, pero basta que yo dé una patada en el suelo para que se tranquilice. Volvemos a hablar. Ahora que estamos solos para siempre tenemos mucho que hablar. “Oye, chico. Voy a decirte una cosa muy importante. Espera, a ver si estamos verdaderamente solos. Óyeme, Mi padre ha muerto porque su misión era morir y la de la guardia civil matarlo. Yo no soy de los que ahora se tiran de los pelos, desesperados. Y eso que era mi padre y que lo quería tanto como a ti. Ha muerto porque ha hecho en la vida lo que tenía que hacer y ha muerto como muere un revolucionario. Yo hasta hoy era la hija de Germinal. Ahora soy Star García, del Sindicato de Oficios Varios. ¿Comprendes? Las gentes dicen que nací en 1918, pero yo no me acuerdo. Me parece que he nacido hoy. Con el dinero del sábado me compraré el primer par de medias y «Libertad y Tierra» vendrá con mi nombre en la faja. ¿Te parece poco importante esto? Pero aunque yo te tenga cierto respeto recordando que mi padre te admiraba como más anarquista que él, no te permitiré que te duermas. Estoy sola, soy yo. He nacido hoy y voy subiendo por la vida que es hermosa en una sociedad que mí padre llamaba criminal, pero que a mí me parece tonta y simple. Las vecinas dicen que me regalan los lutos. ¡Qué tontería, vestirse de negro ahora que puedo comprarme medias! También me decían las vecinas que tengo una edad muy peligrosa para haberme quedado sola y que me puedo malear. Pero lo decía la tía Cleta, que es viuda de militar y cree que lo que ocurre entre ellas ocurre entre nosotras. Yo le he preguntado qué quería decir con eso de «malearse» y si pensaba que en mí había madera de maldad. Entonces ha sonreído con misterio y me ha besado. ¿Qué les habrá ocurrido a esas gentes en su vida para que al final besen a una de esa manera? Porque eso sí que es maldad. En cuanto a lo otro, yo no he tenido nunca tiempo para pensarlo.

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