Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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Había aprendido a leer a los treinta años, por su cuenta. No había llegado a comprender los problemas de la producción capitalista, la racionalización, ni la superproducción y el paro forzoso. No quería complicar la limpieza y sencillez de sus conceptos sobre la revolución con una doctrina que se le hacía sospechosa de intelectualidad. Tenía un odio en su vida: los “comunistas del partido”. Su cientificismo le resultaba inaguantable y solía decir de ellos que entre todos no eran capaces de resistir media hora de controversia con él. Tenía razón, porque lo que más lo soliviantaba era ver en el adversario sus mismos argumentos explotados con mala fe o egoísmo o vanidad personal de “líder” y eso creía verlo enseguida en los comunistas. Cuando las cosas llegaban a esta situación Espartaco callaba, cerraba el ojo izquierdo y advertía lentamente:

– El cantarada Espartaco dice que le está bailando el “cacharro” en el bolsillo.

El cacharro era de calibre 6,35. El “camarada Espartaco” no era sin embargo un energúmeno. Jamás hubiera llegado al homicidio por arrebato o ceguera. Odiaba a los comunistas “del partido” hacía mucho tiempo, pero su odio se afianzó un día que vio a un señorito con la hoz y el martillo bordados en seda sobre la camisa. Con la burguesía disfrazada de radicalismos hubiera sido implacable. En la lucha, durante las huelgas revolucionarias o las de carácter económico de difícil solución actuaba en el sabotaje con seguridad y decisión. Allí donde hacía falta una mano audaz aparecía él. Realizaba lo que se le pedía sin comentarios, sin vana jactancia y sin preguntas inútiles. En su casa era el mismo. Nunca faltaba una oportunidad para trabajar por la causa. Del tiempo que le quedaba libre sabía disponer leyendo y completando la educación del chico que volvía de la escuela con demasiadas tonterías en la cabeza. Ya el muchacho ejercitaba su sentido crítico bastante bien:

– Me han dicho -le explicaba al padre- que el ejército es para defender la patria.

Y soltaba a reír. Espartaco reía también y le preguntaba: -¿Tú qué hubieras contestado?

– Que el ejército y la idea de patria son para tenernos más esclavizados-. Ahora Espartaco no reía tan fuerte. Sonreía apenas sobre la losa del depósito judicial y era sólo un poco de calcio, de fósforo, de humores en libertad.

Progreso González era otro carácter muy distinto. Ya lo hemos entrevisto con motivo de su incidente en el vestíbulo del “Paraninph”. Locuaz, risueño y optimista. Tan seguro de sí mismo -de poseer la lógica infalible- que su odio contra el capitalismo se convertía a veces en desdén altivo y en compasión. Esto no era obstáculo para que militara con ardor y fe. Miraba y reía, andaba y dormía en comunista libertario. Estaba saturado de ideología hasta convertirla no sólo en conducta personal sino en física y química orgánica. Era natural que en la actuación dentro de los sindicatos no chocara con nadie. Siempre se les dejaba paso a sus argumentos. Se daba en su caso el hecho de la revolución ya triunfante, después del proceso que comenzó con los odios de la adolescencia y siguió con la educación sindical. A través de la cultura social constructiva y de la fe confirmada y acrisolada al mismo tiempo en la doctrina y en la práctica, se encontraba con la sensibilidad formada en hombre del mañana, de un tiempo sin injusticia. Así resultaba que no podía odiar al burgués con aquel odio reconcentrado y agresivo de sus compañeros. Cuando se encontraba, en la lucha, con que la sociedad seguía mal organizada se quedaba muy sorprendido: “¿Pero es posible que no lo comprendan? ¡Ah, si yo pudiera hablarles un día a los ministros!”

Las pocas veces que fue a la Dirección de Seguridad a pedir en comisión la reapertura de los sindicatos o la revocación de la orden de suspensión contra un periódico, intentó convencer al jefe de policía. Ya no lo incluían en esas comisiones por tal razón. “¡Oh! -solía decir desesperado-, ¡si las ideas son tan hermosas y tan fáciles de comprender!” Pero el gobierno en pleno, que mandaba que lo mataran en la calle, ignoraba el espíritu protector con que Progreso González hablaba. “Al mismo gobierno le conviene. Así los ministros vivirán tranquilos, se evitarán esto de que un día tengamos que matarlos.” Porque eso sí. Actos aislados de terror no los realizaría nunca, pero en un vasto plan revolucionario se hubiera reservado -y se reservaba ya- la parte más difícil y cruenta. Esto lo preocupaba. Cavilaba sobre esos impulsos, y hablando con Leoncio un día, resolvió la incógnita y se quedó tranquilo: “Yo sería sanguinario hasta que se viera que la burguesía iba de vencida. Entonces, toda mi furia se convertiría en propaganda y labor constructiva. No había saña en él y era incomprensible, porque había pasado dos años en una celda con una cadena al pie que le impedía andar más de dos pasos y había visto a compañeros sentenciados sin pruebas a cadena perpetua y encerrados en calabozos obscuros, con una cadena también al tobillo, pero empotrada en la pared a la altura del pecho y sin llegar al suelo, por lo que el recluso tenía que estar día y noche con la pierna doblada en el aire y dormir de pie. No sentía la necesidad de vengarse, porque al día siguiente de la revolución consideraría innecesaria la crueldad con los vencidos, y para él era ya día siguiente, desde el momento que la revolución estaba hecha en su conciencia. Progreso, también en la vía de lo inerte, había tropezado con el monstruo sin tiempo para hablarle las palabras suasorias. El monstruo, al que no odiaba porque lo veía lejos y fuera de sus afanes, lo destruyó.

En cuanto a Germinal, era un buen operario fumista. Arreglaba tuberías y ponía cristales. Cobraba un regular jornal y vivía con su madre y su hija. La compañera se le murió hacía años y no la había sustituido porque para lo sexual nunca le faltaba el calor de unas faldas, y en lo sentimental y afectivo tenía a su madre y a su hija Star. Su casa era de las últimas de una barriada obrera situada al Norte, por donde la brigada social tenía siempre quehacer atrasado. Era una casa de ladrillos, de un solo piso, con las ventanas verdes. La puerta estaba abierta, día y noche. Germinal no creía en los ladrones ni en los duendes. Si llegaba a las tres de la mañana un compañero, buscaba donde acostarse, se tumbaba y al día siguiente se iba después de compartir el suculento desayuno de Germinal. Era lo mismo que se conocieran o que no se hubieran visto nunca. Germinal nada preguntaba. Su madre servía recelosa al desconocido hasta que veía en la mirada de Germinal alguna simpatía por él. Cuando esto sucedía ya iba y venía más desenvuelta y al hablarle le llamaba también “hijo”. Después, si iba la policía a preguntar, ya se las arreglaba la abuela para contarle un cuento rociado de juicios propios sobre la vileza de las funciones policíacas. Había agentes que temían más a sus iras que a las de sus superiores, porque de aquella cabeza pacífica y encanecida salían los insultos más soeces, las palabras más duras. Aun después de acabada la gresca, cuando los agentes se batían en retirada, salía a la puerta y chascaba la lengua haciendo ademán de coger una piedra. Esto tiene su explicación. En la barriada nunca se decía “un agente”, sino un “perro”. Ellos lo sabían, y si por casualidad la actitud de la vieja trascendía a las casas vecinas no faltaba coro. Por balcones y ventanas asomaban rostros femeninos que se unían al escándalo. Unas ladraban, otras chascaban también la lengua y gritaban: “¡Tuso!” La viejecita, la tía Isabela, se envalentonaba mucho entonces y gritaba poniéndose en jarras:

– ¡A hacer puñetas! ¡Que os den morcilla a todos!

En esa casa de ladrillo rosáceo vivían Germinal, la tía Isabela y su hija Star. Había alguien más. Un gato y un gallo. El gato se llamaba Makno y era de la abuela. El gallo no tenía nombre y era de Star. El gallo y el gato reñían a menudo porque el primero se aburría y buscaba con quién jugar. El gato, que era voluptuoso y regalón, creía que iba en serio y sacaba las uñas. Luego tenía que intervenir la familia. La tía Isabela se llevaba en brazos al felino y la pequeña al gallo, cuya defensa hacía contestando a las reprimendas de la abuela: -Lo hace por jugar.

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