Fernando Marías - El Niño de los coroneles

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El Niño de los coroneles: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Nadal 2001
El mal, la tortura, el endemoniado testamento de un hombre que parece mover los hilos de las vidas de los demás y la violencia que engendra la dictadura de los Coroneles en la isla caribeña de Leonito, son los ejes de la trama de esta novela que se plantea como una constante resolución de enigmas. A partir del encargo que recibe Luis Ferrer de entrevistar a un guerrillero indio se desarrolla una trama que transcurre en escenarios tan diversos como el París de la Resistencia, la Alemania nazi o la montaña Sagrada de los indios de Leonito… Dos hombres, dos destinos cruzados: el perverso Lars y el impostor ciudadano Laventier son los grandes protagonistas de una historia turbadora que consigue apretar las teclas exactas de la intriga. Será a través de Luis Ferrer que el lector conocerá a estos inolvidables personajes.

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Ferrer obedeció. Laventier, parsimoniosamente resignado a la certeza de que el tiempo se le acababa, revolvió en el interior del viejo maletín hasta sacar de él un sobre blanco. El lacre seguía intacto.

– No está abierta… -constató Ferrer tímidamente.

– No… -los labios del francés dibujaron una sonrisa amarga-. ¡De nuevo Laventier el Cobarde! Llevo conmigo esa carta desde hace días. Y no he tenido el valor de abrirla. La causa es, además del temor permanente a Lars, el enigmático tono que utilizó el médico al entregarme el sobre. Sé que el escrito que aguarda dentro de ese sobre no puede entrañar ninguna sorpresa desagradable para mí, que al fin y al cabo voy a morir. Y sin embargo… no me atrevo a leerla. No a solas. Por eso quiero que… Por eso me gustaría -suavizó el matiz de la súplica mientras alargaba el sobre hacia Ferrer- que usted la leyera para mí…

Los ojos de Laventier, conmovidos y patéticos, suplicaban ese esfuerzo y Ferrer quiso concedérselo.

– Lo haré -dijo Ferrer; el francés era el único hombre que conocía la auténtica historia de la muerte de Pilar. Se lo debía.

– Se lo agradezco -Laventier entrecerró los ojos. Ferrer pensó que, una vez obtenida su promesa, aceptaba por propia voluntad a la muerte que le aguardaba, pero se trataba sólo de un respiro… De pronto, el francés le miró fijamente otra vez. Y otra vez habló con acuciante, renovada intensidad-. Pero antes quiero decirle algo que… Se lo hubiera dicho de todas formas, no quiero que crea que soy un canalla, pero prefiero hacerlo después de saber que va a leerme la carta. Es más caballeroso, más solemne… Algo, digo, que le interesa sobremanera: el lugar donde se encuentra el Niño de los coroneles.

Ferrer tragó saliva y no dijo nada. Laventier continuó:

– Lars relata en su manuscrito, que tras lo que ahora voy a decirle sé que usted concluirá, el final que tuvo su creación. O lo que él creía que fue el final. Ocupado como se hallaba en complejos menesteres que también conocerá por la lectura, descuidó sellar expeditivamente, tal y como solía hacer él, el capítulo del Niño. Sin embargo, dejó una serie de cabos sueltos que me permitieron iniciar una serie de gestiones encaminadas a localizar al patético monstruo perdido.-¿Perdido? -la ansiedad llevó a Ferrer a interrumpir al francés, que de nuevo pidió paciencia con un gesto.

– Sí, finalmente huyó de su encierro. Pero no me haga perder tiempo en relatarle cosas que puede usted leer por sí mismo, y permita que me concentre en contarle la búsqueda… que concluyó satisfactoriamente, pues por una vez la casualidad se puso de mi lado, en un hospital público de Leonito. El Niño, su… su hermano, había escapado de Lars en circunstancias que éste, furibundo, relata en su texto. Gracias a ese relato pude suponer que tras su huida tal vez, sólo tal vez, habría vagado hasta un centro habitado donde alguien, apiadándose de su estado, lo llevaría a un hospital. Y acerté. Tras múltiples llamadas telefónicas y exhaustivas gestiones en busca de un hombre ciego…

– ¿Ciego?

– Cuando escapó, la luz del sol lo cegó para siempre. Habían sido treinta y tantos años inmerso en la oscuridad… El caso, digo, es que lo hallé en un hospital de Leonito capital. ¿Qué podía hacer con él? ¿Qué pretendía? ¡Ni yo mismo lo sabía! ¿Salvarlo? A estas alturas de su vida, parecía ya un empeño harto difícil. ¿Utilizarlo como prueba viviente de las terribles actividades de Lars? Se me antojaba crueldad innecesaria y acaso estéril… Sin embargo, allí me encontré una mañana de hace unas semanas, sentado a la cabecera de la cama del desgraciado Niño de los coroneles. Aunque poco pude hacer ya. Agonizaba cuando lo encontré y murió unos pocos días después de hallarlo yo. Concretamente, se lo especifico porque imagino que deseará memorizar la fecha, el dieciocho de abril pasado, el dieciocho de abril de mil novecientos noventa y dos. Me permití enterrar sus restos en el orfanato del que él, como usted, salió hace cuarenta años. El honorable Panizo, que sigue dirigiendo el centro, no hizo preguntas: si ese cadáver había salido de allí siendo un niño, dijo, allí tenía derecho a hallar descanso eterno, con independencia de los actos oscuros que hubiera podido cometer. Pero lo esencial, lo que debe usted saber, es que allí, en el orfanato, le aguarda también lo que yo me atrevo a calificar como su destino, señor Ferrer. Visite la tumba de su hermano, lea lo que le resta de las palabras de Lars y decida… Decida usted mismo si este viejo moribundo que le habla se ha excedido al considerarle a usted un hombre bueno. Y ahora, por favor, léame la carta.

Mientras asimilaba lo que acababa de escuchar, Ferrer rasgó el sobre lacrado. Debía leer su contenido y cuanto antes lo hiciese, mejor; por eso no se entretuvo. Miró a Laventier, que respiraba con ansiedad paralelamente intensa al fuego de su mirada, y comenzó a leer con la consigna mental de no detenerse hasta el final.

Leonito, 4 de febrero de 1992

Querido Jeannot:

«Química inmersa en el azar: así nacemos y eso somos. Por esa causa morimos»… ¿Recuerdas? Así comenzaba la primera de las cartas que en estos meses te he ido enviando. Química y azar, decíamos en nuestra remota juventud… ¡Injusta química y obsceno azar!, me atrevo a adjetivar ahora, desde el promontorio de teórica sabiduría que admite -ya que no implica- la vejez. Sí, amigo mío, por culpa de la injusta química y el obsceno azar me veo obligado a redactar esta suerte de informal testamento, de -si lo prefieres- coloquial mutis metafísico: mi médico me recomienda dejar bien atados todos los cabos porque en cualquier momento -éstas, ya ves qué desolación, han terminado por ser las palabras más trascendentes de mi existencia: «en cualquier momento»- puedo sufrir ese ataque cerebral que desde hace meses anuncian mareos todavía veniales y lagunas de la memoria intermitentes pero progresivas: para poner fecha a la carta, más arriba, he debido pensarlo, concentrarme durante un instante en el que he pugnado por no perder la serenidad y al final, de todos modos, me he visto obligado a cotejar el calendario. Un lapso brevísimo -aunque, te lo aseguro, estremecedor-, pero sobre todo una advertencia, la de que mi mente puede ausentarse definitivamente del cuerpo sin previo aviso. «En cualquier momento». Por eso escribo: para que no seas tú quien diga la palabra última de esta relación epistolar que culmina nuestras vidas. En realidad, es el único asunto que me queda pendiente, pues como sabes por el resto de mis cartas -o lo sabrás: aún quedan algunas por enviarte-, todo el plan relacionado con la Montaña Profunda sigue ya su propio curso, y puedo decir que confío en los mercenarios que, disfrazados de directivos benignos de la tapadera denominada La Leyenda de la Montaña, vigilan por su puntual cumplimiento. No, esta otra misivaes cosa sólo tuya y mía, y la escribo ahora porque sé que, en el futuro, puede sorprenderme la muerte cerebral a traición, incluso, ¿por qué no? concluyendo una de las cartas en las que te informo de la evolución de ese complejo plan.

Concédeme la gracia de jugar un momento contigo, deja que me ponga en tu lugar y trate de adivinar las inquietudes que en estos tiempos han pasado por tu cabeza: viniste a Leonito -a instancias mías, supongo que estarás de acuerdo conmigo en definirlo así- con una de estas dos intenciones:

A.- detenerme y ponerme ante la justicia.

B.- matarme (sí, hombre bueno, no escondas la cabeza ni te ruborices: matarme. A-se-si-nar-me).

Que la opción fuese A o B dependía únicamente del grado de irritabilidad que hubiesen inyectado a tu mente algunos de mis actos. De la misma forma, que la opción fuese A o B no afectaba al hecho de que, una vez cumplida la que de las dos se tratase, habrías puesto en conocimiento de la opinión pública mis cartas, mi biografía y mi plan de apropiación de la Montaña, regreso de los coroneles incluido. En suma, lo que yo pretendía. Sí, «regreso de los coroneles incluido», no te dejes abrumar por este pequeño matiz en apariencia desconcertante o hasta contradictorio, que paso ahora a explicarte: verás, en los últimos tiempos mi vida evoluciona vertiginosamente hacia la oscuridad.La global visión pesimista que tal circunstancia implica no estaba reflejada en mis primeras cartas -cuando, por lejana, la amenaza de la nada parecía nimia o inverosímil- pero sí pesaba, y de forma determinante, en las últimas. Mientras las escribía -o, lo que es lo mismo, mientras el tiempo de mi vida pasaba y se agotaba- fui comprendiendo que toda fidelidad que no estuviese dedicada a mí mismo era ingenua y absurda, irresponsablemente insana. Incluida, claro está, la fidelidad hacia los coroneles, de los cuales he decidido -como de ti – servirme. Mi punto de vista es el siguiente: mientras mi mente esté en condiciones, serviré con entusiasmo -pues hacerlo me satisface y divierte- al plan de conseguir la Montaña y el país entero. ¡Ojalá -y hablo con el corazón en la mano- pueda verlo llegar a buen puerto! Ese simple hecho -verlo culminar- entrañaría, además de un enorme y gratificante éxito, la prueba de que sigo vivo. Pero sería ingenuo descartar que mi mente también puede morir antes de ese desenlace feliz. Y para el caso de que sea así cuento, amigo mío, contigo: que tú, además de denunciar mi actos «reprobables», saques también a la luz todo lo referido al sofisticado asalto al poder en Leonito no hará sino aumentar mi gloria postuma. Alcanzado ese objetivo, lo que ocurra o deje de ocurrir con los coroneles, con Leonito o con el universo entero carecerá para mí de importancia.Aclarado esto, volvamos a tus dos opciones, A o B. Ya comprenderás que no voy a permitirte llevar a cabo la primera. No me veo detenido y puesto a disposición de la justicia, y esas ridiculas leyecitas -¡qué tontos sois los buenos!- sobre la inmunidad por criterios humanitarios de los criminales octogenarios, aunque favorables en este caso, resultan incompatibles con mi concepto del bienestar, pues de entrada no descartan incomodidades como la comparecencia ante los jueces o el confinamiento domiciliario. Será por tanto inútil que hayas maquinado cualquier complot para ponerme ante la justicia: desde aquí te advierto que mi guardia personal abortará -y la elección del verbo es plenamente premeditada y descriptiva-cualquier intento en este sentido. En cuanto a la opción B, tampoco me preocupa, aunque su peculiar idiosincrasia reclama un comentario aparte. Sí, reconozco que la idea que la alienta me regocija: Jean Laventier, el Médico de la Resistencia, el legendario humanista que rechazó el premio Nobel, maquinando, en su mezquina soledad, el asesinato de un adversario, antiguo amigo suyo, que no comparte su ideología. ¿Pero no eras tú el que llamabas a eso, demonizándolo, Fascismo? Sí, decididamente me gusta la opción B. Me gusta cómo evidencia el pie de barro de tus grandiosas convicciones, cómo te convierte en una contradicción viviente, cómo te confunde y cómo, probablemente,te hace preguntarte si no habría sido más sensato alinearte conmigo en el club donde, al no permitirse la entrada de hombres buenos, todo es más hermoso y mejor, transcurre con más serena cadencia. Me gusta la opción B por todo eso. Y además porque sé que nunca la llevarás a cabo. Simplísima deducción basada, sin posibilidad de error, en el conocimiento de tu cobardía, aunque la resolución de tu dilema puede, en este caso, resolverse de dos maneras que dependerán también del progreso de mi estado de salud. La opción B es sencilla: si mi mente sigue controlando adecuadamente sus actos, no dejaré que nadie me mate, y menos tú. No le dediquemos, pues, más tiempo. Pero la opción B2 me sugiere un juego sofisticado y apasionante al que -careciendo de importancia que aceptes o no, pues igualmente estarás dentro de él- te invito a jugar. Imaginémoslo juntos… Se dan sobre el tablero las dos condiciones siguientes: tú estás firmemente decidido a matarme y a hacerlo además, como mandan las reglas de las venganzas iracundas, por tu propia mano. Y yo, tras sufrir mi ataque cerebral, he quedado reducido al estado semivegetativo pronosticado por el médico. Parece lógico pensar que, para prevenir tal indefensión, hubiera dado órdenes a mis esbirros de acentuar la vigilancia de mi seguridad. Y sin embargo, amigo mío, haré justo lo contrario: despediré a mi guardia y, una vez esguarnecido,ordenaré al médico que se presente ante ti para anunciarte que en un plazo de cuarenta y ocho horas te llevará a mi presencia. Ese plazo temporal tendrá la función de permitir que te maceres en tu propio jugo de duda, contradicción y afán revanchista. También te dará tiempo para afilar el arma que hayas elegido para festejar nuestro reencuentro. Quiero hacer un pequeño homenaje a tu inteligencia, y presupongo por tanto que te habrás procurado una alternativa sofisticada que superará con éxito el registro somero al que, cuando entres en mi casa, te someterán… Y estarás por fin ante mí. Disculparás que no me ponga en pie para estrecharte la mano y abrazarte después de tantos años, pero me lo impedirá mi lamentable estado. Tampoco, me temo, podré reconocerte. Ya estaré más allá de esas terrenas miserias… Tú, probablemente desconcertado por mi indiferencia y acalorado por la excitación criminal, sacarás el arma con cautela innecesaria -habré dado órdenes precisas de que nos dejen solos- y la volverás contra mí: ¿se tratará, me pregunto una vez descartado el empleo de tus débiles manos desnudas, de un arma de fuego? ¿Tal vez una daga oculta en el bastón del que mis espías -y yo mismo en una ocasión en que te observé- te han visto servirte para tus desplazamientos por Leonito? ¿Algún complejo sistema de envenenamiento? Es igual… Lo esencial es que estarás ante mí, listo para-permitámonos la licencia de esta frase hecha- apretar el gatillo. Y entonces se producirá: o no te conozco a ti en particular y al ser humano en general o flaquearás, dudarás, te derrumbarás por la constatación de tu propia cobardía, guardarás el arma y saldrás de la casa, me atrevo a afirmar que impaciente por huir del escenario de tu fracaso irreversible: ni siquiera vales para matar a un muerto.

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