– Sin acertijos. -Pero sabía de qué me hablaba-. Ignoro a qué lugar apuntas y porqué, con mi
coma en puntos suspensivos, aplazamos con cualquier motivo el ensamblamiento de mi cuerpo mortal con mi ser astral. Temo para mis adentros, y os lo digo porque sé de sobras lo fácilmente que os adentráis en ellos, que lo de Adonis no sea sino un juego de espejos, una trompa en el ojo, como dicen los franceses.
– ¡Adonis! ¡Adonis, el dios de la vegetación, de la puntual renovación de la vida! -emitió Te-renci las frases con indisimulado placer-. El rostro semita de Osiris, otro adolescente cuyo perfecto físico fue hecho pedazos y sembrado en la tierra por el bien de las cosechas, de la fertilidad y del disfrute… aunque, para disfrute, Dionisios. Nena, ¿por qué un hombre sensible como nuestro Manuel Puig, a quien personalmente debo el regalo de algunas rarezas cinematográficas cuyo culto compartí con Néstor Almendros, habría de gritar «¡Adonis!» sin ton ni son, y largarse después tan campante? Conociéndome como me conoce, pudo suponer que me abalanzaría sobre el mito.
– Bien. -Intenté calmarme-. Muy bien, ahora eres tú quien duda acerca de la utilidad del Adonis alejandrino. ¿Qué estamos haciendo aquí?
– Como mujer que eres, prosaica te muestras.
Un claxon enloquecido le interrumpió. Al paso de un pequeño autocar, la multitud se apartó.
– Vaya prisas -comentó Manolo-. ¿No es ése un anacronismo, un vehículo propio del último futuro que nosotros conocimos?
Justo cuando me preguntaba cuál era el motivo
de nuestra escala, los recuerdos irrumpían para imponerme mi papel en este capítulo.
– Ahí vamos, Terenci -indiqué-. En ese autocar. Camino de la nueva Biblioteca de Alejandría, con tus libros y parte de tus cenizas -pues fuiste pródigo en el reparto de ti mismo-, dispuestos a darte el lugar que mereces entre tus colegas. Esperemos que ningún fuego destruya el templo literario de hogaño, que ningún imperio codicioso e ignorante provoque su destrucción.
Nos lanzamos detrás del autocar, que aparcó cerca de la entrada de la Biblioteca.
El moderno edificio es amplio y diáfano. A nosotros nos parecía muy grande, porque lo contemplábamos desde el suelo. Como en una secuencia de Ciudadano Kane, la ceremonia del homenaje a mi amigo se desarrolló muy por encima del nivel de nuestra mirada, cercana y ajena. Escuchamos a Nuria, a Ana, a mí misma, a los amigos y personalidades que nos habíamos reunido en el amplio vestíbulo habilitado para la ocasión.
– Me estoy poniendo sentimental -comentó Terenci-. Vamos a inspeccionar las instalaciones.
Los otros siguieron hablando de él, de su relación con Egipto y con la ciudad.
Nos deslizamos por los pasillos, olfateamos entre los volúmenes, saltamos de ordenador en ordenador, admiramos la techumbre de cristal que daba al Mediterráneo.
– Ay, cuca. Qué inquietante. Y qué desasosiego: compruebo la antropofagia del Tiempo. Mi
verdadera biblioteca se hizo cenizas, como yo, como tantos, antes y después de mí. Me gusta ésta, no voy a negarlo. Sin embargo, amo más la idea de que duermo allá abajo, con los restos de tantos naufragios del amor y de la literatura.
Abandonamos el lugar y corrimos hacia la Cor-niche, para no perdernos la escena que se desarrollaba en el pequeño embarcadero. Ana, Inés, Nuria, Xavier, Román, Sergi, Papitu, Juan Ramón, Islam, el cónsul, Quim, Tomás y yo misma: apiñados al borde del mar, sobrecogidos por la unicidad del instante, por el azul atunado de las aguas, plácidas a esa hora -atardecía pero no era el sol de Barcelona al que yo había conjurado al principio de la jornada, era el último sol de Terenci en Alejandría-, y por el canto del muecín que nos acompañó aquellos momentos.
Cuando el trance pasó, y el aire salado por las lágrimas nos erizó el pelaje, Terenci se volvió hacia nosotros.
– Me ha gustado mucho -confesó.
Se lamió la pata derecha y lanzó un maullido. Pues los tres nos habíamos convertido en gatos para disfrutar en común, distintos y distantes, de una de las despedidas más hermosas que pueden depararse a un ser humano.
¡Al rico regaliz! ¡Garrapiñadas!
Si ya resulta un delirio desdoblarse, más desconcertante es contemplarse en una escena del pasado, desde la perspectiva gatuna. Allí estábamos, gozando con el perfume de los orines -costas, las de Levante; pero para meadas, Alejandría-, a los que, desde nuestra condición de sardónicos felinos mediterráneos, concedíamos mayor importancia que al grupo de amigos de Terenci -en el que me contaba-, que se disponían a dispersarse, tras la sencilla solemnidad del ritual. Algunas mujeres aprovecharon las horas que faltaban hasta la partida del autocar que les devolvería a El Cairo para ir de compras, los periodistas se instalaron en el bar del Cecil y escribieron sus crónicas, no sin melancolía. Yo -mi yo de hacía dos años escasos- preferí que el cónsul -que no conocía a Terenci pero le respetaba y admiraba- me acompañara en un paseo por la Corniche y me ilustrara con su erudición. Nos sentamos -en esa tarde congelada en mi recuerdo, revivida ahora para el deleite de tres gatos y, no lo olvidemos, los perros de Manolo- en un café tan deteriorado como la ciudad. Un enano
nos pidió la comanda. Manejaba diestramente sus enseres. La bandeja más grande que él, de metal gastado; los vasos de cristal en cuyo contenido opalino la menta oscilaba como un caballito de mar atrapado por el azúcar; narguiles que nos preparó agujereando con pericia el papel de aluminio que cubría la cazoleta.
Alejandría, un barco adentrándose en la noche.
De allí partiríamos muy pronto hacia Beirut, pero ahora los taxis, amarillos y negros como los de la ciudad en que nacimos los tres -no tenía ni idea del origen de los perros-, circulaban por la Cor-niche escupiendo bocinazos y, a nuestra espalda, un lienzo de fachadas con más pasado que futuro se desplegaba como los fuelles de un acordeón. Tapices de vejez, historia y olvido, eran las casas que el cónsul y mi yo anterior no podíamos ver, pero los animales sí. De aquella incursión al reino de los gatos todavía conservo una retorcida querencia por las callejuelas del Oriente más encanallado.
Mientras el cónsul y quien yo fui charlábamos, los otros, como bestias felices e invisibles que éramos, hacíamos de las nuestras entre la clientela, sin miedo a que nos echaran a patadas. Los perros de Manolo no mostraban la menor actitud negativa hacia sus tradicionales enemigos o rivales en el predio de las llamadas mascotas domésticas. Formábamos un sexteto muy bien avenido.
Mientras mi evocación permanecía ensimismada en su conversación con el cónsul, se me pasó por el cerebro la pretensión de buscar un piso y que-
darme allí. Es decir, que pensé en tomar semejante decisión en cuanto volviera a la vida.
– ¿Así que prefieres ser un gato callejero a convertirte en una señora gorda del Ensanche con perro a juego? -preguntó Terenci.
No hablé, ya me leían el pensamiento. Y quizá también los canes, ahora que me tenían a cuatro patas, pues se daban eufóricos codazos, como si fueran agudos comentaristas de mi peripecia. Escuché a mi otro yo, confesándole al cónsul:
– Qué nostalgia de Oriente… Me basta respirar esta atmósfera unas pocas horas para encontrarme en casa. Un hogar complejo, indomeñable, sin duda. Y eso es lo mejor que ofrece la región. Esta parte del mundo afronta tantas contradicciones… No le da tiempo a uno a dormirse, obliga al extranjero a ponerse en el lugar de los otros, a sabiendas de que nunca lo va a ocupar. Pero la tentativa tiene tanto de aventura, es tan hermosa. La aventura de comprender. Es lo que echo en falta del reporterismo, ahora que la edad y el sistema me han ido alejando de esa parte importante, la espina dorsal de mi profesión.
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