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Claudia Amengual: La rosa de Jericó

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Claudia Amengual La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida. Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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Se calza los guantes de goma y enciende la radio pequeña que hace años está fosilizada en el mismo punto del dial. Mientras va ordenando cada cosa en su sitio y vuelve a pasar una esponja húmeda sobre la mesada, piensa que la casa está cada vez más limpia, como si la habitaran menos. Cuando Ana y Luis eran pequeños, siempre había dedos en las paredes y manchas de tinta en lugares inverosímiles; pero ahora que todos son casi visita en la casa, apenas dejan huella. "Será que se están yendo", piensa y no puede impedir que le venga a la memoria un tiempo más ruidoso y vital en el que ella andaba como loca con termómetros y antibióticos corriendo de cuarto en cuarto.

Acaba de recordar la primera caída de Ana. Tenía cuatro meses y ella le estaba cambiando los pañales sobre la cama grande que era demasiado baja y le dejaba la columna dolorida. Daniel miraba en la tele Charada, una película que ella había visto tiempo antes y que hubiera deseado volver a disfrutar junto a él pero, los deberes de madre, a veces, tomaban más tiempo que la tanda comercial. Mientras terminaba de arropar a Ana, vio aquel Bateau Mouche deslizarse como un cisne por el Sena, iluminada su cubierta por pequeños farolitos, y a Cary Grant enamorando suavemente a la divina Audrey, y toda la escena fluía con tanta magia como la mágica noche del mágico París.

Cuando Elena oyó el llanto, ya era tarde; Ana estaba sobre el piso de granito chillando como un marrano herido. Al diablo la charada, el Grant y la Hepburn, y maldita ella que, por su imbécil romanticismo, había dejado caer a su hija. La envolvió en una manta y allá volaron los tres a la puerta de emergencias. Durante el trayecto eterno, Elena, sentada en el asiento trasero, soplaba sobre la carita asustada de Ana y le pedía que no se durmiera, mientras le soltaba unos lagrimones llenos de culpa. Al llegar, apenas esperó que el coche se detuviera. Se lanzó con su hija en brazos y entró gritando a la sala donde una mujer de blanco la detuvo en seco y le pidió el último recibo. "¡Por favor, se cayó!" La mujer abrió la manta y no hizo el menor gesto. "¿Trajo carné de socio, documento?" "No tengo nada, salí como loca. ¡Por favor, que la vea un médico!" La mujer le hizo un ademán casi imperceptible para que la siguiera y la condujo a través de un largo corredor hasta una salita con una camilla y dos cuadros con motivos infantiles. "Espere aquí. Ya viene la doctora." Los segundos siguientes parecieron horas. Las fantasías de Elena iban leudando y todas ellas eran historias negras que culminaban con "eso" en lo que no quería ni pensar pero que tampoco podía apartar de la mente. "Y todo por mi culpa. No tengo perdón."

Mientras esto sucedía, Ana apenas resistía el sueño y Elena se desesperaba intentando abrirle los ojos hasta que el cansancio pudo más. Entonces, no aguantó, salió de la habitación con Ana en brazos y comenzó a deambular por el corredor llorando a gritos que su hija se le moría. La doctora le cortó el paso, le pidió que se calmara y volvieron a la habitación. "La cama, ¿es muy alta? ¿Es piso duro? ¿Vomitó?" Elena le iba contestando como podía, ahogando el llanto con monosílabos, convirtiéndose ella en otra niña tan desamparada, tan inútil. Cuando la revisión terminó, Ana se había despertado con el zarandeo. "Vamos a dejarla unas horas en observación, pero impresiona bien. No parece tener lesiones." Con esto salió, y al cabo de unos instantes, entró la enfermera. Traía una bata blanca colgando de uno de los brazos. "Ya mandé a su esposo a buscar el recibo. Tome, póngase esto." Al principio, Elena creyó que era para Ana, pero entonces vio la expresión burlona pintada en la cara de la otra y cayó en la cuenta de que, en el apuro, había olvidado ponerse los pantalones: llevaba un saco de punto, las pantuflas bigotudas y una camisa fina que le tapaba apenas la ropa interior.

Elena sonríe con ternura al evocar mientras una canción venida del más allá comienza a sonar y se va expandiendo por la cocina como antes lo hacía el perfume de la albahaca: "Start spreading the news, I’m leaving today, I want to be apart of it, New York, New York… if I can make it there, I can make it anywhere…". La voz es envolvente, la melodía bella y ambas tienen la virtud de fundirse en un sonido balsámico, un lugar perfecto donde fermentar las penas. A Elena se le escapa la lágrima que ha venido aguantando desde el desayuno. Por fin se siente acompañada; al menos habrá personas que, como ella, estarán emocionándose en ese instante al escuchar la canción.

Luis entra en la cocina, parece un animal hambriento; de hecho, es comida lo que busca. Levanta repasadores, abre la heladera y luego el horno con una ansiedad de drogadicto.

– ¿Y los bizcochos?

– En la panera. ¿Te gusta Sinatra?

– ¿Quién?

– Frank Sinatra.

Luis levanta los hombros, hace un gesto de no entender y se mete un pan con grasa entero en la boca que apenas puede cerrar mientras intenta masticar la presa demasiado grande. Nota que su madre lo mira con cara de no querer creer y, sin dejar de rumiar el bizcocho que ahora le asoma entre los dientes como una masa inmunda, le dice: "¿Y yo qué corno sé quién es ése?".

Elena le da la espalda para no sentir asco de su hijo; sin mirarlo, le murmura: "Es… el rey de Italia".

Queridos hijos:

¿Por qué los siento tan lejos? ¿Me habré vuelto extranjera en su tierra? Yo creí poder hacer mi vida de nuevo aprendiendo a recorrerme reflejada en sus espejos. ¿Por qué nos hemos perdido? ¿En qué segundo fatal se cortó el cordón que nos ligaba con lazos que yo pensaba más fuertes que la vida misma? Recuerdo mis días de hija y me veo tan sola, tan triste, inventando mundos luminosos hacia donde escapar y planeando vidas con revanchas y sueños cumplidos. ¿Qué fue de todo eso? ¿Dónde están mis proyectos, mis ilusiones? Ojalá los amara menos; entonces, simplemente me alejaría y los dejaría ser, pero no puedo.

* * *

Ana: Mi historia es antes y después de ti; así es aunque te pese. No culpo a nadie de mis tristezas, son mías y de ellas me hago cargo; menos te culpo a ti por ser mi mayor alegría. Todo eso significaste y por eso mi dolor hoy, porque debo aceptar que me equivoqué contigo. Sucede, hija, que cometí el inmenso error de querer rehacer mis días en los tuyos. ¿Podrás perdonarme? Te exigí que cumplieras el rol que yo había estado creando durante los últimos veinte años. Construí una coraza donde nada me lastimaba y ahí te fui modelando, para que fueras la princesa del cuento, tan distinta a mí. Cuando supe que te esperaba, comencé a imaginar una vida perfecta y no pensé que pudieras querer elegir porque yo ya te había preparado el mejor mundo. En eso se fue mi maternidad, en las mejores intenciones; pero, recién ahora veo que, queriendo alejar los fantasmas de mis frustraciones, no hice más que repetir la historia. Te di lo que yo quería y no lo que necesitabas.

Cuando pequeñita, solías amarme por sobre todos y yo me ufanaba de aquella dependencia espiritual que me aseguraba tu cariño, creía yo, para siempre. Bastaba que me vieras algo decepcionada para que te deshicieras en besos y cumplidos. Ahora veo que te esforzabas para satisfacerme y me aterra pensar que fingías un estado de perpetuo bienestar sólo por miedo a perderme. ¡Qué mareada estaba buscando mi propia felicidad para sacrificar la tuya! Entiendo por qué cuando fuiste creciendo, tu amor abnegado, que no era más que terror a quedarte sin mí, fue transformándose en algo parecido al resentimiento y comenzaste a alejarte hacia un lugar donde pudieras ser tú. Así fue como, buscándome en tu vida, te perdí. Llegué a creer que hasta tu felicidad era responsabilidad exclusivamente mía, como si estuviera inventándote según el antojo de mis frustraciones. Te arrastré conmigo en una locura obsesiva y, en mi necia determinación por evitarte cualquier sufrimiento, te ahogué.

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