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Claudia Amengual: La rosa de Jericó

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Claudia Amengual La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida. Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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Hubiera sido lindo saber de nuestros orígenes, sumergirnos en un pasado en el cual estarán las claves de nuestra existencia. Así lo veo yo, como una suerte de determinismo genético que pauta algunos aspectos de nuestra vida. No todo, claro, pero seguramente habrá una porción de cada uno que ya esté programada antes de nacer. Supongo que también contra eso se podrá luchar, pero resulta agobiador pensar todo el tiempo que la vida sea pura pelea. Por muchos años creí que así era, librar una batalla sostenida desde que abría los ojos y aun durante el sueño, para ir tras un intento de paz que no he podido encontrar. Claro, no se busca la paz haciendo la guerra. Pero de eso me he dado cuenta ahora y, en la plena aceptación de esta nueva visión de las cosas, pongo mis energías. Es curioso pensar cuántas personas pasarán la vida entera enfrascadas en esta pelea sin descanso ni gloria final.

En fin, me hubiera gustado saber algo más de nuestro pasado, pero tendré que conformarme con ese agujero oscuro en el que está el origen de mi vida y allí jugar, como cuando niña, a construir personajes a mi medida, inventarme abuelos y tíos viejos, historias de barcos, guerras, amores y desencuentros; una trama de cine al final de la cual vengo a aparecer yo. De todos modos, respeto tu silencio, tus razones habrás tenido. A esta altura, no voy a detenerme por esto, a pesar de que me hubiera encantado saber más y poder contárselo a mis hijos.

* * *

La adolescencia fue una senda pedregosa para las dos. Para mi pesar y para tu amargura vino a remover los barros asentados de tu propia adolescencia desdichada. Te hice recordar demasiado dolor, ¿verdad? El cuerpo me fascinaba por su diversidad; y sus cambios siempre me habían resultado apasionantes, aunque algo aterradores. Leía todo lo que podía, aun material prohibido, del que papá guardaba en la mesita de luz y de cuya existencia no estoy segura estuvieras al tanto. De tanta teoría biológica aprendida en los libros, mezclada con la práctica exagerada que mostraban las revistas, inventé un mundo más fantástico que verdadero, donde lo bueno y lo malo estaban delimitados en blanco y negro. Clasificaba los besos en aceptables o asquerosos, las miradas en limpias o sucias, los roces en inocentes o perversos. Desde ese punto tan débil como errado, fui construyendo mi pobre sexualidad con la que hasta el día de hoy no logro ponerme de acuerdo.

Teñidas de rojo las sábanas, y yo muerta de vergüenza por no saber cómo decírtelo, hago la cama rápidamente, tapo mi suciedad mientras pienso cómo contarte que ya me ha pasado, con unas ganas desquiciadas de que me abraces con ternura y me hagas sentir limpia. Por fin, cerca del mediodía, apenas te susurro sin mirarte "Ya, ya me vino". Y tú, con ojos reprobadores, seguís machacando la cebolla mientras me explicas, inexpresiva, aunque asustada, unas normas de higiene tan ajenas al abrazo que estaba buscando. Sentí en ese momento que la barrera de nuestros pudores se hacía más ancha y que perdía el último barco hacia aquella primera infancia a la que hubiese querido regresar, sobre todo para encontrarte a ti esperándome. Así creció mi cuerpo y con él la mujer que llevo dentro, arqueando los hombros para disimular los incipientes pechos que me llenaban de vergüenza. Hasta el día de hoy, no logro corregir esta postura de monje medieval que me quita al menos dos centímetros de altura.

Cuando conocí a Juan, supe de inmediato que no ibas a quererlo. Juan era mío y tú rechazabas mis opciones con un mínimo cuestionamiento. Por eso nos casamos tan pronto, demasiado pronto. Ahora puedo decirte que entiendo tus enojos, que, al aproximarse la fecha de la boda, fueron volviéndose ruegos, desesperados intentos por detener lo que tú insistías en llamar "una locura". Si, en vez de atacarme con insultos y gritos que me alejaban cada minuto más de ti, me hubieras abrazado con ese abrazo que yo mendigaba y hubieras cambiado mi triste prisa por la seguridad de tu compañía, ¡ah mamá!, no dudes de que me habría quedado a tu lado. Yo quería tanto que todo aquello se detuviera; congelar nuestras vidas y salirme del cuadro para poder discernir cuál era mi camino. Pero no pude; esas cosas no suceden en la realidad. La vida me iba arrastrando, atravesándome descaradamente. Entonces, yo era como una pluma en el viento, no tenía voluntad ni fuerzas para torcer mi destino. Me eché a la deriva, segura de que no era el camino adecuado pero enloquecida por salirme de mi presente. Lo que vino después lo conoces y no voy a aburrirte con su relato. Basta con que sepas que también en esos años cuando, ya mujer, los nudos de mi historia se apretaron hasta la asfixia, también entonces, mamá, como ahora, te necesité a mi lado.

Elena

La casa no es una casa sino un apartamento en un quinto piso que da a la rambla costanera de alguna ciudad, pero todos la llaman "la casa", tal vez porque las palabras, que están vivas, dicen más de lo que hablan y casa se parece más a hogar. Elena se preocupa por conservar una limpieza y un orden intachables; pero dos hijos, un hombre y un perro superan cualquier esfuerzo. De un modo u otro, la casa está limpia, siempre inundada por la luz que proyecta el mar, dorada o rosa, según la hora del día. Pero Elena está infectada por el virus de la higiene y se le ha puesto en la cabeza que jamás tendrá su lugar como ella quiere, es decir, perfecto.

Oye el silbido del despertador y lo apaga para volver a un sueño en el que está caminando sobre una gran plataforma de acero suspendida entre las nubes. Anda descalza, liviana, se siente bien. Al final del camino hay dos personas, un hombre y una mujer; la están esperando con los brazos abiertos. Quiere avanzar y no puede, no tiene pies. Hace un intento desesperado, se angustia y, por fin, logra despertar.

– Daniel, Daniel, las siete.

Daniel viene de otros mundos, más prácticos, más sencillos, ni siquiera recuerda lo que ha soñado.

– ¿Vas primero al baño?

Es un hombre alto, de huesos grandes y rasgos bien marcados. Lleva el cabello corto y se ocupa de que jamás le toque el cuello de la camisa. El olfato es, sin duda, su sentido más desarrollado; le encanta perfumarse y tiene una colección de frascos vacíos que, cada tanto, Elena se ve tentada de tirar a la basura.

Daniel nació en un hogar de trabajadores y creció apreciando el valor del esfuerzo. Desde la adolescencia supo que nada tendría sin trabajar y, con más audacia que talento, se lanzó al mundo armado con sus ganas y una cara tan dura que le permitió soportar los golpes que fue recibiendo. Hasta el día de hoy no logra explicar cómo llegó al negocio de la publicidad. Tampoco recuerda quién fue su contacto ni cómo se las arregló para aprender solo el difícil código del todosecomprayvende.

Fue en una agencia que conoció a Elena. Daniel todavía puede evocar lo que sintió por ella en los primeros tiempos de noviazgo, y cómo supo ser apoyo de aquella mujer tan frágil, y cómo ella le respondió con ternura y afecto y… En fin, que siempre ha tenido una espina maldita clavada en el alma; pero no, no quiere pensar en eso ahora. La mañana apenas comienza y no va a dejar que los fantasmas de la inseguridad le arruinen el día. Menos hoy, que se va a reunir con los ejecutivos de esa multinacional y, quién sabe, si consiguiera esa cuenta significaría mucho, mucho dinero: cambiar el auto, comprarle uno a ella, vacaciones. No, hoy no va a hundirse en sus miedos, hoy tiene que primar su lado práctico, su ser material. Sin embargo… Estira el brazo y le toca la espalda a Elena que se ha sentado sobre el borde del colchón y alza sus manos hacia el techo con la misma pereza de su infancia, mientras gira el cuello en círculos hacia un lado y otro. Todavía no ha podido salir del todo de su mal sueño.

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