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Claudia Amengual: La rosa de Jericó

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Claudia Amengual La rosa de Jericó

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La rosa de Jericó narra un día en la vida de una mujer de cuarenta y dos años que se ha vuelto poco menos que invisible para su marido y sus dos hijos adolescentes. Durante las escasas horas que van desde la mañana a la tarde, cuando toma una decisión, Elena repasa todo lo vivido y experimenta los comienzos de algo nuevo, que no puede describir pero que será la coronación de una crisis profunda que venía acompañándola y que estalla cuando un hecho le hace temer por su vida. Claudia Amengual capta con especial sensibilidad qué significa para Elena -exponente de una cultura que desdeñó los valores y los derechos femeninos- reconocerse como una persona singular, única, con posibilidades propias, y relata su lucha por superar esa educación que sólo la preparó para servir a los demás y olvidarse de sí misma.

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– ¡Mamáaaa!

Elena se sobresalta y de inmediato se siente ridícula. Hace años que oye este grito y todavía no se acostumbra al despotismo del llamado. La palabra azucarada por poemas y publicidad rosa ha mutado de tierna evocación a resignada esclavitud y, aunque ella se ha resistido a aceptar esta triste distorsión de un ideal, la realidad la venció y convenció hace tiempo.

Luis está despierto. Como todos los días, ha lanzado el grito de cachorro desamparado casi antes de despegar los ojos, y, como todos los días, ahí va ella a perderlo en cuidados que él adora pero finge despreciar, el muy zanguango. Tiene dieciséis años bien llevados en el cuerpo, a juzgar por la musculatura trabajada hasta el límite de su pubertad. La grotesca desproporción de sus facciones de querubín peludo no impide que la madre se deshaga en besos y caricias que él rechaza con ademanes bruscos, como si estuviera espantando moscas.

– ¡Ah mamá! ¡¿Qué estás haciendo?!

– ¿Dormiste bien? -Elena le acomoda el flequillo con sus dedos a modo de peineta y le despeja la frente ganada por el acné. ¡Cómo quisiera cubrirlo con sus besos y dejar que vuelva a dormirse como cuando era niño, hace tan poco! Pero él no le contesta; tampoco la mira. Le pide el pantalón vaquero y se enfurece cuando no encuentra las medias del día anterior que descansan, por supuesto, en el fondo de la cama.

– ¿Te hago el desayuno? Jugo, café con leche, y hay unos bizcochitos que…

– No sé, vieja, lo que sea. Tengo prueba de Historia y no sé un carajo.

– No hables así.

– ¡Ah! No jodas, mamá. ¿Cómo voy a hablar? ¿El baño está libre? -se levanta descalzo y la deja sentada en el borde de su cama, preguntándose por qué la trata así.

Elena retira las sábanas, encuentra las medias y sonríe. Debajo de la cama descubre un mundo adolescente: dos pares de zapatillas, más medias sucias y, entreverado con todo eso, asomando entre las páginas de una revista que ella recoge sin mirar, un preservativo dentro de su envase le atrae la mirada sin que pueda creer lo que ve. No lo toca; esto no es de su bebé; se lo han puesto esos amigotes que tiene. Intenta colocarlo entre las mujeres desnudas que se burlan desde las páginas satinadas que ahora no evita mirar y que le traen recuerdos de otros tiempos cuando sí las miraba con fruición. Éstas, sin embargo, le parecen más asquerosas, demasiado explícitas. "¡Qué porquería!", dice, pero sigue pasando las páginas y presta especial atención a los pechos enormes, desbordantes, exagerados. "Son de mentira", piensa. Luis vuelve acomodándose los pantalones y la sorprende en cuclillas, con la revista que intenta esconder en un movimiento tan rápido como inútil.

– ¡Dame eso! Ya te dije que no revuelvas mis cosas.

– Si yo no entro al cuarto, vas a ahogarte en tu propia mugre. Otilia hace meses que no pisa este chiquero. Tiene razón. Además, quiero que todas estas porquerías salgan de la casa, ¿me entendiste? ¿No te da vergüenza? ¿Quién te dio esto?

– ¡Tzzzz! No hinches. Tanto lío por un forro, ¿qué es preferible? ¿Qué me agarre cualquier peste?

Elena siente que no puede manejar la situación. Cómo necesitaría que Daniel estuviera ahí en ese momento para dejarlos solos y que hablaran de todas las cosas que ella también podría decirle pero que no se anima. Sabe que Luis le ha ganado la pulseada y se avergüenza de su inmadurez por no poder aprovechar la oportunidad para tener una buena charla con su hijo.

– Mirá, al menos, por respeto a mí, no quiero volver a ver esto, ¿está claro? Y hoy te acomodas el cuarto sólito. Si estás crecido para ciertas cosas, bien podrás hacer tu cama. ¡Ah!, ¿dónde estuviste ayer? No cuesta nada llamarme por teléfono, sobre todo sabiendo que no puedo pegar un ojo hasta que no estás de vuelta. Nene, ¿me estás escuchando? -el nene no contesta; ni siquiera la ha oído. En cuanto sospechó que se le venía con un sermón, se calzó los auriculares y se evadió completamente. Ella sigue reprochando y suplicando sin caer en la cuenta de que él anda en las nubes, elevado por alguna melodía pesada de las que apenas soportan los tímpanos. Mientras habla, va juntando ropa que ha quedado colgada en la silla y antes de salir con una pila que le tapa la cara, asoma la cabeza entre las camisas y le suelta un "hoy tengo médico" que él, por supuesto, no oye, y que si oye, tampoco logra interesarlo.

* * *

Elena va al baño a dejar la ropa sucia en el canasto de mimbre. Tira de la cisterna, sin cuestionarse siquiera la necesidad de ello, segura de que Luis ha olvidado hacerlo. Al salir, choca con Ana, todavía en camisón.

– Buen día. El baño está libre. ¿Vas a desayunar?

– No te preocupes, tomo un café y salgo.

– No se puede andar todo el día con agüita en la panza. Te va a hacer mal. ¿Te preparo café con leche?

– No, mamá, ya sabés que estoy a dieta. No sé para qué insistís, con el sacrificio que estoy haciendo. ¿Querés que me vuelva una vaca? ¿Eso querés?

– Ana, lo que quiero es que estés bien.

– Y, bueno, entonces dejame en paz. Después como algo por ahí y listo.

– Terminás comiendo porquerías. Te preparo algo, unas galletitas con jamón no engordan, además, estás linda así.

– ¿Linda? Ay, por favor, no me hagas reír, mirá los rollos que tengo, y estas piernotas. Lo que pasa es que no me entendés porque sos flaca y cualquier ropa te va bien. Lo único que quisiera engordar son estas lolas de mierda que tengo; de acá salgo más a papá que a vos.

Elena sonríe por la broma, pero de inmediato recuerda la cita de la tarde que ha tratado en vano de alejar del pensamiento.

– Todavía te falta crecer, yo con diecisiete años tenía menos. Además, no creas que sirven de mucho, a más de una le han complicado la vida. Acordate de la mujer del quiosco, pobre, se murió en un par de meses. ¿Qué te parece?

– Me parece que exagerás. A cualquier mujer le encanta tener unas buenas tetas. Vos porque no las sabés lucir con esas ropas que usás que parecen robadas de un convento. Mirá, te digo, si no me crecen, me opero.

– No digas disparates. ¡Operarte por eso! Dejá las operaciones para los que realmente las necesitan… Hablando de operaciones, hoy tengo médico.

– Aja.

– Sí, me llamó la recepcionista porque el doctor quiere verme; no sé si será por el Pap o por el otro.

– ¿Cuál?

– El otro estudio que me hice, ¿te acordás?

– Ni idea.

– La mamografía; no sé, no sé para qué querrá verme.

– Seguro que no es nada. No le des bolilla, debe ser para vértelas de nuevo -sin mirarla, se mete en el baño y cierra la puerta y Elena se queda con muchas palabras amontonadas en la garganta que hubiera querido decir, y muchas más ausentes en el alma que hubiera querido escuchar, pero unas y otras lastiman. Respira hondo y marcha hacia la cocina, donde está Esdrújulo, que no habla, pero al menos escucha.

Cuando niña, la cocina era el lugar preferido de la casa; ahí estaba más cerca de su madre. Piensa en ella, ahora que hace tanto que no la ve, y, la primera imagen es la de una mujer de espaldas, con el vientre apoyado contra la mesada de mármol, sacudiéndose levemente, como si tiritara de a ratos. Elena no puede distinguir si esta mujer está cortando algo sobre la tabla, o si llora, o, tal vez, ambas cosas.

"Es curioso", piensa, "hace mucho que no cenamos los cuatro juntos". Cada uno come lo suyo a su hora; por eso han optado por la comida congelada que calientan en el microondas cuando quieren y pueden. Elena le ha perdido el gusto a la cocina, por la indiferencia de los otros frente al trabajo ingrato de elaborar y limpiar y luego ver cómo desaparece el producto de horas de labor sin un "gracias" ni un "qué bueno". En la heladera hay, sostenida por un imán, una pequeña libreta donde cada uno anota lo que quiere para la semana; y los martes ella va al supermercado para comprar las bandejitas elegidas y muy pocos ingredientes más. Cada día le traen la leche y el pan que casi siempre queda olvidado en el horno y luego va a la basura. Sabe que así gasta más, pero no cree que valga la pena el sacrificio de cocinar para nadie. Hasta Esdrújulo vive de unas pelotitas resecas que le han impuesto sin cuestionar su gusto, y que come a sabiendas de que la opción es pasar hambre.

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