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Ángeles Mastretta: La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad

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Ángeles Mastretta La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad

La vida te despeina: Historias de mujeres en busca de la felicidad: краткое содержание, описание и аннотация

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La vida te despeina. Historias de mujeres en busca de la felicidad es la típica antología destinada a un público preponderantemente femenino: relatos de escritoras mujeres sobre temas varios entre los que predominan el amor, la amistad, el largo camino hacia una misma, los modelos femeninos, y la búsqueda de la felicidad, entre otros. En medio de una propuesta previsible, es interesante el acceso a textos de narradoras de primer nivel de América Latina y de Europa. Textos conocidos, otros inéditos, relatos que forman parte de libros ya publicados y exitosos, nuevas tramas preparadas exclusivamente para este libro, forman parte de La vida te despeina. Desde las argentinas María Fasce, Luisa Valenzuela o Ana María Shua, entre otras; hasta la nicaragüense Gioconda Belli o la uruguaya Claudia Amengual; o Rosa Montero y Susanna Tamaro, las únicas no latinoamericanas, hay 15 relatos para hurgar con la levedad del pelo recién lavado y espumoso en cierta literatura hecha por mujeres.

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– ¡Me enferma que me crean disponible! Eso me pasa por no tener hijos ni marido.

– Calma, María, calma. Es sólo que a ti te cuesta menos viajar que a nosotras.

Reía yo para mis adentros recordando el último viaje de María, cuando llegó furiosa. No es que el viaje no hubiese resultado, no. Es que en el avión se encontró con una mujer que era feliz, y no pudo soportarlo.

– Pero, María, ¿cómo sabes si encuentras allí al hombre de tu vida? -acotó Sara-. Es como aquella tía mía que jugaba cada semana a la lotería, sin ganar nunca nada. Una semana decidió no jugar más. Su marido la obligó. Compró un boleto a última hora, de mala gana. Y… ¡ganó!

Todas nos reímos. En realidad, a María le gustaba viajar y siempre estuvo bien dispuesta a partir. Decía que era la única forma de resistir vivir en Chile, y explicaba que con sólo unos días afuera respirando libertad y leyendo una prensa real, se sentía otra. “Los viajes me ponen inteligente”, agregaba. “Vivir en este país sin salir, mata al más vivo. Por eso estoy siempre contenta de viajar.”

Sólo esta vez parecía contrariada.

– Difícil que encuentre al hombre de mi vida ahí, de todos los lugares del mundo. ¿Se imaginan, yo, enamorada de un boliviano? -lanzó una carcajada.

Llegó a La Paz un día martes, complacida por su reserva en el Hotel La Paz. María tenía una verdadera debilidad por los buenos hoteles. Se instaló en su habitación un atardecer de inmensa lluvia. Las nubes eran negras y no parecía que fuese a despejar. Mejor, pensó ella, aprovecharía para cuidarse de los estragos de la altura. Una tarde lluviosa le pareció una gran disculpa para no contactarse aún con los anfitriones, que seguramente la invitarían a comer, y así darse una tina caliente, pedir más tarde un sandwich a la pieza y continuar la lectura. Para viajar casi siempre elegía una novela negra, Hadley Chase o Ross Mac Donald, así podría estar segura de resistir cualquier espera o demora con la mente del todo entretenida.

Deshizo la maleta y colgó en el closet las pocas prendas que llevaba. Como tenía la certeza de que allí nadie la estimularía a arreglarse -pues, a diferencia de su hermana Magda, el ponerse linda para María nunca era un propósito en sí sino un mandato de la presencia de otro-, no se había esmerado en aquel punto. La verdad es que venía con tan pocas ganas que escasamente armó un equipaje apropiado.

Llamó por teléfono al Room Service, pidió un Campari -no tenía hambre, después pediría algo para comer- y se tendió a esperar. Se rió del boliviano que en el avión le había recomendado tomar sólo mate de coca y no beber alcohol hasta el segundo día. No es la primera vez que estoy en esta ciudad y nunca la altura me ha afectado, ¡al diablo con tanta precaución! No es raro, pues cada vez que las ganas de María se enfrentaban con el ítem “precauciones”, ganaban las ganas de María.

Cuando el mozo, con un acento dulce y mirada servil, llegó con el trago, María reparó que no tenía dinero para la propina. Ella atesoraba los billetes de un dólar, los juntaba para las propinas en los aeropuertos y hoteles, sin preocuparse por el cambio de moneda. Pero no los había echado en la billetera.

– Lo siento mucho. No tengo dinero. Venga la próxima vez que llame y le daré propina doble.

– No se preocupe, señorita.

Salió muy digno el indígena con su corta chaqueta verde y una sonrisa.

María dudó si bajar inmediatamente a cambiar plata o tomarse tranquilamente el Campari y bajar después. Aunque más tarde se enfurecería consigo misma, ganó la flojera y con el vaso rojo en la mano, tirada sobre el impecable amarillo de la colcha, abrió la página sesenta y dos de El secuestro de miss Blandish. Se sumergió en los laberintos de Chase sin reparar en la hora. Mucho rato después empezó a sentir hambre y miró el reloj. Ya lo había atrasado una hora y eran las nueve de la noche en La Paz.

Interrumpió su lectura y decidió bajar al lobby y cambiar dinero. Se peinó en el espejo, por costumbre, tomó su billetera y bajó.

Fue mientras el cajero iba por el vuelto -le había pedido que lo esperara cinco minutos- que, sentada en uno de los sillones de cuero verde, oyó por el parlante una voz que insistía en dar un nombre para quien había una llamada internacional. El corazón de María empezó a latir fuerte cayendo de a poco en cuenta del nombre que oía. No, no era idea de ella: era ese nombre. Su apellido no era común. Se trataría de una coincidencia. Pero al escucharlo de nuevo, sospechó que no era coincidencia. ¿Estaría el propio Ignacio en La Paz en este momento? ¡No puede ser!

Caminó rápidamente hacia el mesón y preguntó al conserje por él.

– Ya avisé que ha salido, no está en el hotel. Ya se lo he dicho a la telefonista.

– Señor yo no tengo nada que ver con la llamada internacional. Sólo quiero saber si este pasajero es el mismo que yo conozco o se trata de un alcance de nombres.

– ¿Y cómo la puedo ayudar, señorita?

– Déjeme ver su ficha.

– No, no. No puedo hacer eso.

– ¿Por qué no?

– Las fichas de nuestros huéspedes son privadas, señorita.

– Bueno dígame al menos si es chileno.

– No le diré nada, señorita, por favor no me insista. Yo cumplo órdenes.

Llegó otro señor al mesón. Éste no llevaba uniforme y por su actitud María dedujo que era el jefe. Le dio una alabanciosa mirada, tan evidente que casi se diría libidinosa.

– ¿En qué podemos ayudarla, madame? -dijo con una enorme sonrisa.

María agradeció ser aún buenamoza y conseguir con ello lo que no se conseguía de otro modo. Y con la más dulce de sus voces lo llevó a un lado y le susurró:

– Señor, por razones totalmente privadas y personales me resulta muy importante saber el segundo apellido de un cliente de este hotel. Créame que para mí es vital y no lo considero una indiscreción de parte de ustedes suministrar una información tan básica.

Todo se resolvió. Efectivamente era él. Había salido hacía media hora con un grupo a comer fuera. Se había registrado dos días atrás y su reserva estaba hecha hasta pasado mañana. -Y si su avión sale temprano sólo tengo el día de mañana. ¡Mierda!

El cerebro de María trabajaba a toda velocidad. No podía esperar un encuentro casual, pues podía no darse. Él asistiría a algún seminario o dictaría un curso y ello significaba que estaría probablemente fuera todo el día. ¿Cómo encontrárselo en la tarde? ¿Cómo saber a qué hora volvería al hotel? ¿Y si se le escapaba? Dejar una nota era lo más razonable y fue la primera idea que cruzó por María. Pero después temió que no estuviera solo. No en vano la habían advertido sobre su aspecto mujeriego y donjuanesco. Era probable que se hiciera acompañar por una mujer. O quizás una novia, algo serio. Después de todo, María no tenía noticias de él hacía varios meses. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde esa noche en Cachagua? ¿Unos siete meses? Y tres meses atrás, en plena separación con Rafael, había recibido a través de Magda una tarjeta con una reproducción del Metropolitan Museum y una sola frase: “Dile al azar que cuente con mi tenacidad”. Nada más. María recuerda que al recibirla, su ego se había inundado de placer. Pero, ¿por qué ese hombre tenía esa rara seguridad sobre ella? Sabía que Ignacio todavía no había hecho definitivo su retorno y que lo haría dentro de poco. Ella sí había estado atenta a ello.

Al final optó por la nota, asumiendo el riesgo de que él no pudiese -o no quisiese- verla. Pero le parecía de vital urgencia que él se enterara que ella estaba ahí.

“¿Eres tú? ¡Qué rara coincidencia! Estoy en la 610.” Y su nombre.

Con eso bastaba. Incluso si la leía la virtual mujer presente, no podría acusarla de nada.

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