– Yo me relamía -creo que musité en medio del soliloquio de Susi.
Ella estaba en otra:
– Yo leía mientras se iban marchitando los rosados de la puesta del sol y veía acercarse la tormenta, unos nubarrones negros que venían hacia mí, espectaculares.
Amenaza de tormenta teníamos nosotros también, en Pochomil, además de la amenaza de la contra, y ahí estábamos los cuatro en esa playa perdida de la mano de Dios. Claribel y Bud son los mejores compañeros, los más brillantes que uno pueda desear, y además estaba él y yo me hacía todo tipo de ilusiones, por eso el peligro era una posibilidad más de acercamiento. De golpe se hizo de noche. Cosas del trópico. Y se presentó un hombre armado que dijo ser un guardia y meticulosamente nos encerró a los cuatro tras las rejas, llevándose las llaves del candado principal, por seguridad, dijo, porque por allí andaban peleando.
Ni que me hubiera leído el pensamiento, Susi, porque de golpe dijo:
– La Barra es un lugar muy tranquilo, pero esa noche parecía prometer inquietudes interesantes.
Y después se quedó mirando el mar, o mejor dicho el horizonte negro, con nubes como las otras que ya no eran promesas y estaban descargándose con saña.
El guardia parecía inquieto. Cualquier cosa, me llaman si necesitan algo, estoy a pocos metros de acá, dijo, montamos vigilancia toda la noche así que no tienen de qué preocuparse, compañeros, y allí está el teléfono si es que funciona, no les puedo decir porque hace mucho que no tenemos huéspedes por acá, nos aclaró, bastante inútilmente porque se notaba, todo parecía tan polvoriento y abandonado que yo ya había tomado la firme decisión de sacudir bien las sábanas y separar la cama de la pared, más asustada de las alimañas que de los contras. Con un poco de suerte, él me ayudaría en ese sano menester. Algo comenté al respecto, él se ofreció con gusto, nos servimos el café de un termo que había traído el guardia, y los cuatro nos instalamos en las mecedoras de paja para una sabrosa charla de sobremesa cuando empezaron los sapos.
– Te digo que todo estaba quieto quieto esa noche mientras yo miraba acercarse la tormenta, unos nubarrones como de fin del mundo que me parecían sublimes, como lava apagada, qué sé yo, como oscuras emanaciones volcánicas que se iban acercando pero yo estaba ahí protegida detrás de los vidrios sobre esa cucheta en esa casa tan bella y solitaria.
En Pochomil los sapos mugían como toros salvajes, guturales y densos. Algo nunca escuchado, y detrás el coro de ranas, todo un griterío enloquecido de batracios cuando de golpe se desencadenó la tormenta casi sin previo aviso.
– Ésa sí que fue una bruta tormenta -dije en voz alta.
– ¿Cuál, che? Disculpame, por ahí estabas tratando de contarme algo, pero yo me embalé tanto en mi historia… ¿Pedimos más vino? Mirá cómo llueve, qué lindo.
– Allá se largó una lluvia que agujereaba la tierra. Así sonaba, al menos. No podíamos salir.
– Yo tampoco. Me dormí un ratito, y cuando me desperté el mar casi casi llegaba al ventanal.
– Era bastante aterrador, te diré. Empezaron los rayos y los truenos, todo tan encimado…
– Acá también.
– ¿Ahora? No tanto.
– Ahora no tanto. Entonces, te digo, entonces era feroz.
En Pochomil era tan pero tan fuerte la tormenta eléctrica que nos dio miedo. La casa temblaba con cada rayo que caía, y enseguida explotaba el trueno. De espanto. Bud dijo que había que contar despacito entre el destello y el trueno, y cada segundo era una milla más que nos separaba del lugar donde caía el rayo. Claribel empezó a contar a toda velocidad, y nunca logró llegar a más de cinco. Los rayos caían casi sobre nuestras cabezas.
– Al principio me dio un miedo espantoso, con decirte que hasta lo extrañé a Jacques, no había nadie en la casa, hasta con los chicos me hubiera sentido más segura.
– Allá se oían las olas romper casi dentro de la casa.
– Como en La Barra, en La Barra.
Y yo me dejo bogar más allá de la historia de Susi para sumergirme silenciosamente en la mía, acompañada por esa inquietante música de fondo, la tormenta del aquí y el ahora.
En la tormenta del allá y el entonces él acercó su mecedora a la mía y me susurró No te preocupes, aunque el mar entre a la casa, yo soy un excelente navegante pero además y sobre todo estamos a salvo: acá tengo el protector de tempestades, me lo hizo un viejo santero cubano, ya muerto hace tiempo, y me lo hizo especialmente para mí, porque me encantaba navegar en medio de las tormentas, y por eso me puso, ¿ves tú?, este caracol tan particular, y este cuerno de coral negro tallado por él con la figura mítica de mi Orixa, y lo ató todo con alambre de cobre en determinadas vueltas sabias y precisas como metáfora del pararrayos.
Como si hubiera sido ayer lo recuerdo. Las palabras de él, y el amuleto que quedé mirando largo rato mientras él me hablaba. Lo miraba hasta con devoción, o respeto. Él me tomó la mano y con su mano apoyada sobre la mía me lo hizo tocar, y yo sentí el calor de su pecho y hasta algún latido. En eso se cortó la luz.
– ¿Sí o no? -está preguntando Susi, impaciente.
– Sí, sí. ¿Sí qué?
– ¿Querés más vino? Ahí viene el mozo, no me estás escuchando.
El mozo aceptó traer más vino pero dijo que iban a cerrar casi enseguida, que los de la otra mesa ya se habían retirado, que convenía que nos fuésemos nosotras también si no no íbamos a poder volver a casa. Déjenos un ratito más le pedí hasta que termine de contarme lo que me está contando. Miren que tormentas como ésta sólo creen en finales trágicos, amenazó el mozo y se alejó para buscar el vinito mientras un rayo más tajeaba el cielo, iluminando el mar.
Cuando se cortó la luz nos soltamos las manos como con susto, con miedo supersticioso, casi. Claribel y Bud no dijeron palabra. Todos callados, a ver si volvía la luz para disolver esa puta negrura que hacía más atroz los fulminantes destellos ahí, tan cerca. Quedamos paralizados, los cuatro, mudos ante el espantoso rugido de bestias de esos sapos. No teníamos ni un encendedor, ni fósforos. Al rato Bud logró llegar hasta el teléfono, que estaba muerto como era de suponer, y a medida que pasaba el tiempo se nos esfumaba la esperanza de que el guardia volviera con su sonrisa y su metralleta. Podría traernos una lámpara de querosén, una linterna, velas, lo que fuera para aclarar un poco esa noche llena de tormenta y alimañas. Mi romance se me estaba diluyendo con esa lluvia feroz, no iba a ser yo la primera en decir que me iba a la cama, porque le tenía miedo a esa cama sin sacudir. Y si no era la primera, ¿cómo iba él a poder seguirme?
– Qué angustia -me sale en voz alta, sin querer-. Qué angustia en esta tormenta de hoy, y quizá también en aquella tan cargada.
– ¿Te parece? -pregunta Susi-. No, no era para tanto. Era inquietante pero me hacía bien, aquella tormenta, no sé cómo explicártelo pero me sentía bien. Después de dormitar un poco me desperté refrescada, interiormente en paz.
Susi intenta explicarme lo de la paz, yo vuelvo al lado de él. Claribel está diciendo que se había fijado y nuestra casa no tenía pararrayos, y Bud, tratando de calmarnos, agrega: pero sí antena de televisión, que está desconectada, completa el dueño del protector de tempestades quizá para hacerme sentir segura tan sólo a su lado.
– Me sentía tan a gusto que me quedé ahí, no más, absorta en la tormenta, tratando de ver cada uno de los rayos que caían sobre el mar, sin ganas de subir a mi dormitorio y meterme en la cama. Era como una meditación, como estar dentro de esa naturaleza desencadenada, estar dentro de la tormenta y sentir tanta calma, era estupendo. Ni ganas de ir al baño me daban.
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