Marta Cruz - La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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– No quería decir eso…

– Ya. Da igual. ¿Sabe qué? Si Jan y yo hubiésemos tenido una relación sentimental, si nos hubiésemos casado, habría acabado todo como el rosario de la aurora. Su hijo era estupendo, pero de haber sido su mujer le hubiese estrangulado media docena de veces. Marga tiene una paciencia infinita de la que yo carezco. Y Jan podía ser una pareja muy difícil. Si me hubiese casado con él, posiblemente ya estaríamos separados, y usted sería… mmm… sería mi ex suegro. No sé si esa idea me hace mucha gracia, la verdad.

A Victoria le alivió comprobar que Douglas recibía la broma con una carcajada. Así, riéndose, era como más se parecía a Jan. Además, la conversación se estaba volviendo demasiado trascendente.

«Quién nos lo iba a decir, ¿verdad? Yo, aquí, con tu padre. Con tu padre, al que no llegaste a conocer bien. Con tu padre, del que te lo perdiste todo.»

Le pareció ver la sonrisa de Jan acompañando su frase lapidaria: «Pues que no te pase lo mismo, chica.»

Miró disimuladamente el reloj de pared cuyo péndulo marcaba el paso con la precisión de un metrónomo. Eran sólo las cuatro, y Victoria se sorprendió al sentir algo parecido al alivio. Todavía había tiempo, pensó. Aún quedaban unas horas antes de tomar el último tren. Le dedicó una de sus sonrisas. Cuando Faraday correspondió a ella, Victoria tuvo una sensación que no pudo identificar: era como si algo le oprimiese suavemente el pecho…

«O, a lo mejor, directamente el corazón.»

– Bueno, ha llegado el momento… Nos espera la casa de Arvid Soderman. Vamos allá, Victoria…

Banbury Road no estaba lejos. La casa de los Faraday era exactamente como Victoria la había imaginado: un cottage encantador con un tejado rojizo y un ventanal a pie de calle protegido por pesadas cortinas de la curiosidad de los paseantes.

– Venga por aquí. Entraremos por detrás.

Una escalera exterior daba acceso a lo que parecía ser la buhardilla. Faraday abrió una puerta de intenso color verde y cedió el paso a Victoria.

– Adelante…

Entraron en silencio. El vestíbulo daba paso a un salón lleno de la luz que se colaba por dos claraboyas y una mansarda. Todas las paredes menos una estaban enteladas, y el suelo de madera desaparecía bajo una exquisita alfombra de arabescos. Había pocos muebles: un gastado sillón tipo Chéster, una butaca de concha pegada a la ventana, una bonita mesa y dos sillas Biedermeier, una estantería llena de libros antiguos y una consola de ébano sobre la que descansaba una bandeja de bronce de inspiración art déco.

– Está todo como Arvid lo dejó. Fíjese en ese reloj: fue un regalo de mi abuelo. Y entre los libros hay una edición ilustrada de La Divina Comedia de finales del XVIII. La lámpara la compró a la viuda de un hombre que había tenido una fábrica en Murano, y los elefantes de marfil, a un miembro del ejército británico que vivió media vida en la India y regresó al proclamarse la independencia.

Victoria miraba cada objeto señalado por Douglas Faraday, el candelabro de plata del siglo XIX, el reloj de pared que atrasaba seis minutos pese a los esfuerzos de su dueño por equilibrarlo, el mapa enmarcado que señalaba Escocia como un territorio independiente… Todas aquellas cosas conformaban un mundo impreciso y desdibujado, un mundo sin época ni tiempo, suspendido en algún lugar de la historia. El mundo privado de Arvid Soderman.

– ¿Qué le parece?

– Es la casa que esperaba encontrar…

– Bueno, hay algo más.

– ¿Qué?

– Siéntese, por favor, y deme unos minutos…

El sillón de cuero era algo incómodo, pero Victoria ni siquiera lo notó. Douglas había entrado en otra pieza contigua, y se le oía trastear. Sintió que le latía el corazón. Sin saber por qué, deseó que se prolongara por algunos instantes más aquel momento de espera: estaba experimentando la deliciosa sensación que precede a la sorpresa, la inquietud amable del niño a quien han tapado los ojos antes de entregarle un regalo.

– Ya está. Dígame, Victoria, cuando le conté la historia de Arvid y de Erich… ¿no echó en falta algún detalle?

– ¿Qué quiere decir?

– Haga memoria. La escena de la estación.

Victoria se permitió recrear el momento en un fotograma en blanco y negro.

«Berlín, 1936. Estación de tren, interior, día. La gente va y viene. Se escuchan silbatos, los resoplidos de las máquinas, murmullos de conversaciones, golpes de maletas que caen sobre el andén. Un hombre (Arvid Soderman) mira, nervioso, su reloj de pulsera. Parece que está esperando a alguien. Una mujer (Frieda Kohl) se le acerca. Está pálida y triste. Ha atravesado la ciudad para avisarle de que Erich, el amor de Soderman, no acudirá a la cita…»

– No sé… ¿Un detalle? Me lo ha contado todo.

– No. Me guardé un as en la manga… Recuerde, Frieda entregó a Soderman una maleta… la que, supuestamente, contenía el equipaje de Erich Kohl.

– ¿Y?

– Nunca le dije lo que había dentro de ella.

Desapareció de nuevo en el interior de la habitación, y salió con un trípode y un proyector antiguo. Luego, ante la mirada de Victoria, cerró las pesadas cortinas de la mansarda y clausuró las claraboyas con un velux opaco antes de encender el cinematógrafo, que ronroneó en su lenguaje de otro tiempo mientras una cinta comenzaba a girar y en la única pared pintada de blanco empezaban a aparecer imágenes. Era Greta Garbo, junto a los otros actores de la película. Greta equivocándose, Greta riendo, Greta escuchando. La voz de Douglas surgió desde la oscuridad.

– Son los totales que Arvid Soderman había sacado de Estocolmo, y cuyos restos conservó Erich Kohl después de haber montado la película que ya conoce. Cuando los descubrió, en el fondo de aquel viejo maletín, Arvid comprendió que Erich sabía tan bien como él que iban a marcharse de Berlín para siempre, y por eso deseaba llevarse aquellos trozos de cinta. El hombre al que quería estaba dispuesto a irse con él, no un par de semanas, sino toda la vida. Arvid me dijo siempre que estos fotogramas se convirtieron en algo esencial… eran, sobre todo, una prueba de amor.

Se sentó junto a Victoria, que no apartaba los ojos de la pantalla. Greta aparecía dejándose maquillar, trazando pasos de baile, haciendo muecas a la cámara junto con el resto del equipo. Había escenas que se repetian, pues se habían rodado varias veces. Otras se interrumpían por la risa de uno de los actores, por un tropezón inesperado, o simplemente por alguna orden del director invisible.

De pronto, apareció en escena un muchacho bajo y flacucho, vestido con algo que parecía un frac dos tallas mayor, y se dirigió a la actriz.

– Victoria… le presento a Arvid Soderman.

Aquel muchacho hablaba con Greta y con los otros actores, como dándoles instrucciones. De pronto, se volvió hacia la cámara e hizo una reverencia teatral que los otros aplaudieron. Victoria veía por fin a aquel hombre ajeno, a aquel personaje extraordinario que sin saberlo había cambiado la vida de un puñado de personas de las que nada conocía. Allí estaba Arvid Soderman, burlando las reglas, tomando el timón de su destino, Soderman, el hombre que había creído siempre que la vida está al servicio de las personas y no al revés.

Al tiempo que miraba la pantalla, Victoria sentía cerca de ella la presencia de Douglas Faraday, el suave olor a lavanda de su ropa, su respiración acompasada al susurro de la bobina. Hubiese querido volverse hacia él, pero no se atrevió. Podía intuir su perfil a través de las sombras, adivinar su piel marchita, el tacto de aquel cabello espeso. Estaban tan cerca… tan cerca… Y Arvid Soderman, que miraba hacia la cámara como si la mirase también a ella, recordándole que la felicidad era un derecho… que era una obligación.

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