Milan Kundera - Los testamentos traicionados

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Testamentos Traicionados es escrito como una novela: los mismos personajes aparecen y reaparecén a lo largo de las nueve partes del libro, así como los temas principales que preocupan al autor. Kundera una vez más, celebra el arte de la novela, desde su nacimiento con un espíritu de humor único a la cultura y sensibilidad europea – ilustrada por algunos maravillosos ejemplos del trabajo de Rabelais y Cervantes – a través de su florecimiento en siglos sucesivos. Él anota los misterios de la novela musical y la evolución paralela (pero no simultánea) de las dos artes en occidente, así como la sabiduría particular que la novela ofrece acerca de la existencia humana. El arte de la traducción es el sujeto de una de las partes del libro, iluminando el significado de su título. Kundera es un apasionado defensor de los derechos morales del artista y el respeto debido a un trabajo de arte y a los deseos de su creador. La traición de ambos – algunos por las más apasionadas partidarios – es uno de los principales temas de Testamentos Traicionados. Testamentos traicionados es un libro rico en ideas acerca del tiempo que estamos viviendo y como nos hemos convertido en lo que actualmente somos, de la cultura occidental en general. Es también un ensayo personal en el cual Kundera discute la experiencia del exilio – y el ataque apasionado de los juicios moral cambiantes y las persecusiones del artista y su arte.

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Contradicción intrínseca de la música del segundo tiempo (clasicismo y romanticismo): ve su razón de ser en la capacidad de expresar emociones, pero a la vez elabora sus puentes, sus códigos, sus desarrollos, que son pura exigencia de la forma, resultado de una habilidad que nada tiene de personal, que se aprende, y que difícilmente puede prescindir de la rutina y de las fórmulas musicales comunes (que encontramos a veces incluso en los más grandes, Mozart o Beethoven, pero que abundan en la obra de sus contemporáneos menores). Así la inspiración y la técnica corren continuamente el riesgo de disociarse; nace una dicotomía entre lo que es espontáneo y lo que es elaborado; entre lo que quiere expresar directamente una emoción y lo que es un desarrollo técnico de esa misma emoción puesta en música; entre lo que es un núcleo de la composición y lo que es relleno (término despectivo, pero también del todo objetivo: ya que hay que «rellenar», horizontalmente, el tiempo entre los temas y, verticalmente, la sonoridad orquestal).

Se cuenta que mientras Musorgski tocaba al piano una sinfonía de Schumann se detuvo ante el desarrollo y exclamó: «¡Aquí empieza la matemática musical!». Este aspecto calculador, pedante, docto, escolar, no inspirado, fue el que indujo a Debussy a decir que, según Beethoven, las sinfonías se convierten en «ejercicios estudiosos y petrificados» y que la música de Brahms o la de Chaikovski «se disputan el monopolio del tedio».

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Esta dicotomía intrínseca no convierte a la música del clasicismo y del romanticismo en inferior a la de otras épocas; el arte de todas las épocas lleva en sí sus propias dificultades estructurales; éstas son las que inducen al autor a buscar soluciones inéditas y ponen así en marcha la evolución de la forma. La música del segundo tiempo era por otra parte consciente de esta dificultad. Beethoven: insufló a la música una intensidad expresiva jamás conocida antes de él y, al mismo tiempo, es él quien como nadie modeló la técnica compositiva de la sonata: esta dicotomía debía, pues, pesarle particularmente; para superarla (sin que pueda decirse que lo haya conseguido siempre) inventó distintas estrategias: por ejemplo, imprimiendo una insospechada expresividad a la materia musical que se encuentra más allá de los temas, a una escala, a un arpegio, a una transición, a una coda; o, por ejemplo, otorgando otro sentido a la forma de las variaciones, que antes de él no era más que virtuosismo técnico, el virtuosismo más frivolo, además: como si se dejara a una única modelo desfilar en la pasarela con distintos vestidos; Beethoven le dio la vuelta al sentido de esa forma para preguntarse: ¿cuáles son las posibilidades melódicas, rítmicas, armónicas, ocultas en un tema? ¿Hasta dónde puede llegarse en la transformación sonora de un tema sin traicionar su esencia? Y, por lo tanto, ¿cuál es, pues, esta esencia? Al plantearse, musicalmente, estas preguntas, Beethoven no necesita nada de lo aportado por la forma sonata, ni puentes, ni códigos, ni desarrollos; ni un segundo se encuentra fuera de lo que para él es esencial, fuera del misterio del tema.

Sería interesante examinar toda la música del siglo XIX como un intento continuo de superar esta dicotomía estructural. Sobre este asunto, pienso en lo que yo llamaría la estrategia de Chopin. Del mismo modo que Chéjov no escribe novelas, Chopin le pone mala cara a la «gran composición» al componer casi exclusivamente fragmentos reunidos en recopilaciones (mazurcas, polonesas, nocturnos, etc.). (Algunas excepciones confirman la regla: sus conciertos para piano y orquesta son flojos.) Actuó en contra del espíritu de su tiempo, que consideraba la creación de una sinfonía, un concierto, un cuarteto, como el criterio obligado para valorar la importancia de un compositor. Pero precisamente por sustraerse a este criterio Chopin creó una obra, tal vez la única de su época, que no ha envejecido en absoluto y que permanecerá enteramente viva, prácticamente sin excepciones. La «estrategia de Chopin» me explica por qué, en la obra de Schumann, Schubert, Dvorak, Brahms, las piezas de menor envergadura, de menor sonoridad, me han parecido más vivas, más hermosas (muy hermosas, con frecuencia) que sus sinfonías y conciertos. Porque (importante comprobación) la dicotomía intrínseca de la música del se gundo tiempo es un problema exclusivo de la gran composición.

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Al criticar el arte de la novela, ¿ataca Bretón sus debilidades o su esencia? Digamos, ante todo, que ataca la estética de la novela que nace con los comienzos del siglo XIX, con Balzac. La novela vivió entonces su mejor época, afirmándose por primera vez como una inmensa fuerza social; provista de un poder de seducción casi hipnótico, prefigura el arte cinematográfico: en la pantalla de su imaginación, el lector ve las escenas de la novela tan reales que está a punto de confundirlas con las de su propia vida; para cautivar a su lector, el novelista dispone entonces de todo un aparato para fabricar la ilusión de lo real; pero este aparato produce al mismo tiempo para el arte de la novela una dicotomía estructural comparable a la que ha conocido la música del clasicismo y del romanticismo: ya que es la minuciosa lógica causal la que hace que los hechos sean verosímiles, no debe omitirse ni una partícula de ese encantamiento (por muy carente de interés que esté de por sí); ya que los personajes deben parecer «vivos», hay que dar sobre ellos toda la información posible (incluso si es todo menos sorprendente); y está la Historia: antaño, su andar lento la hacía casi invisible, pero aceleró el paso y repentinamente (ésta es la gran experiencia de Balzac) todo se pone a cambiar en tomo a los hombres durante sus vidas, las calles en las que se pasean, los muebles de sus casas, las instituciones de las que dependen; el fondo de las vidas humanas ya no es un decorado inmóvil, conocido de antemano, pasa a ser cambiante, su aspecto de hoy está condenado a ser olvidado mañana, hay, pues, que captarlo, pintarlo (por más aburridos que puedan ser esos cuadros del tiempo que pasa).

El fondo : la pintura lo descubrió en la época del Renacimiento, con la perspectiva, que dividió el cuadro en lo que se encuentra delante y en lo que se encuentra en el fondo. Se desprendió de ello el particular problema de la forma: por ejemplo, el retrato: el rostro concentra mayor atención e interés que el cuerpo, y aún más que los ropajes del fondo. Es del todo normal, así es como vemos el mundo a nuestro alrededor, pero lo que es normal en la vida no responde por ello a las exigencias de la forma en el arte: el desequilibrio, en un solo cuadro, entre los lugares privilegiados y otros que apriori son inferiores, era algo que aún quedaba por resolver, por cuidar, por reequilibrar. O también por dejar radicalmente de lado mediante una nueva estética que anulara esa dicotomía.

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Después de 1948, durante los años de la revolución comunista en mi país natal, comprendí el eminente papel que desempeña la ceguera lírica en tiempos del Terror, que, para mí, era la época en la que «el poeta reinaba junto al verdugo» ( La vida está en otra parte ). Pensé entonces en Maiakovski; para la revolución rusa, su genio había sido tan indispensable como la policía de Dzerginski. Lirismo, lirización, discurso lírico, entusiasmo lírico forman parte integrante de lo que llamamos el mundo totalitario; ese mundo, no el gulag, es el gulag de muros exteriores tapizados de versos y ante los cuales se baila.

Más que el Terror, la lirización del Terror fue para mí un trauma. Quedé vacunado para siempre de toda tentación lírica. Lo único que entonces deseaba profunda, ávidamente, era una mirada lúcida y desengañada. La encontré por fin en el arte de la novela. Por eso ser novelista fue para mí algo más que practicar un «género literario» entre otros; fue una actitud, una sabiduría, una posición; una posición que excluía toda identificación con una política, con una religión, con una ideología, con una moral, con una colectividad; una no-identificación consciente, obstinada, rabiosa, concebida no como evasión o pasividad, sino como resistencia, desafío, rebeldía. Terminé por tener extraños diálogos: «¿Es usted comunista, señor Kundera?». – «No, soy novelista.» – «¿Es usted disidente?» «No, soy novelista.» – «¿Es usted de izquierdas o de derechas?» – «Ni lo uno ni lo otro. Soy novelista.»

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