Sven Hassel - Gestapo

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Esta novela, quinta del autor, nos introduce en el infamante mudo de la tan famosa organización policíaca. Una anciana, ajena a toda actividad política, es detenida y ahorcada. Para lograr su imposible declaración los miembros de la gestapo muestran con ella toda una gama de su estudiada amabilidad. El viejo, Porta, Hermanito y el Legionario – de la 5º Compañía – vengan a la anciana y el Bello paul – jefe del grupo de la Gestapo – se enfrenta con tortuosa habilidad a las dificultades que se le crean.

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– ¿De veras? -gritó el comandante, sonriendo-. Ya lo verá. Me permito llamar su atención sobre el hecho de que si no ejecutan mis órdenes, recurriremos a medidas de excepción.

Agitó su servilleta para indicar que la conversación había terminado, volvió a sentarse a la mesa y sonrió a los atildados oficiales que le rodeaban.

– A su salud, caballeros.

Se saboreó el vino. Era aterciopelado y tenía un delicioso perfume.

El teniente avanzó en la oscuridad hasta encontrar la posición de la Compañía.

«Querido Iván -rogaba-, envía unos cuantos cohetes a esa banda de cretinos. Sólo tres o cuatro, aunque no sean muy grandes.»

Pero nada se movió. Iván guardaba silencio. La piadosa oración del teniente Ohlsen no fue escuchada.

El teniente saltó al interior del agujero del grupo de mando.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó el Viejo, mientras apretaba el tabaco de su pipa.

– Ese comandante es un puerco -dijo el teniente Ohlsen, con los dientes apretados-. Está loco de atar. Ha ordenado que mañana, a las diez, reúna a la Compañía para pasar revista.

– ¿Qué? -gritó Porta, sin dar crédito a lo que oía.-¿Se ha vuelto sordo, Porta? Revista. Revista reglamentaria.

Porta se echó a reír.

– Es lo más gracioso que he oído en mucho tiempo. Por lo menos, necesitamos un año para limpiarnos.

Salió del agujero y empezó a canturrear.

– Hermanito, tienes que barrer tu agujero. Vamos a pasar revista.

– ¿Qué agujero? -preguntó la voz de Hermanito desde la oscuridad-. ¿El del trasero?

La risa debió de oírse en varios kilómetros.

– Callaros -gruñó el teniente Ohlsen-. Tenemos a Iván ahí delante.

– ¡Oh, válgame Dios! -cuchicheó Porta, fingiendo temor-. Esto debe de ser peligroso.

Las tinieblas rodearon aún más las montañas. Desapareció la luna. No se oía ni un solo rumor. Todo estaba tranquilo.

El teniente Ohlsen se instaló en el agujero, entre el teniente Spät y el Viejo.

– Tienen que ayudarme -dijo-. El comandante quiere que ejecutemos a los prisioneros antes de mañana a las diez. ¿Cómo hacerles desaparecer sin ponernos en peligro?

El Viejo mordisqueaba su pipa.

– No es fácil. Hay que esconderlos y procurarse seis cadáveres.

– ¿Y si nos limitáramos a dejarles escapar? -propuso el teniente Spät-. Me parece que Boris exagera. No puedo creer lo que afirma: que serán liquidados si vuelven a sus líneas, después de haber sido hechos prisioneros.

– Hazle venir, Spät -dijo el teniente Ohlsen-. Es preciso que nos eche una mano; entre otras cosas, está en juego su cabeza.

Poco después, el joven teniente ruso saltó dentro del agujero.

– Nuestro comandante exige que le ahorquemos a usted y a sus hombres antes de mañana a las diez -empezó a decir el teniente Ohlsen -. De lo contrario, me ahorcarán a mí. Si tiene alguna idea, expóngala. Es urgente.

El ruso mostró sus blancos dientes.

– Tengo varias, pero no valen nada, querido colega. Como ya le he dicho, si escapamos, moriremos también. En todo caso, es muy probable. Hay una ley que nos prohíbe formalmente dejarse hacer prisionero. Un soldado debe luchar hasta el último cartucho y hasta el último aliento. Si nos ven regresar tan tranquilos, lo considerarán, pura y sencillamente, como una insubordinación. El padrecito Stalin en persona ha hecho la ley.

– ¿Y los partisanos que hay por el sector? -propuso el Viejo.

– Es una posibilidad, pero no me parece buena -le contestó el ruso-. Todos los grupos de partisanos están en contacto con una unidad superior mandada por un comisario. Éste no tardará en saber que nuestro sitio no está en este sector del frente. Nuestra unidad está a centenares de kilómetros de aquí. Y, además, no hay que olvidar que nos veremos obligados a ocultar que hemos sido prisioneros. Sólo nos queda una posibilidad; asegurar que hemos quedado aislados durante un ataque y que hemos permanecido ocultos tras el frente enemigo. Pero lo mismo que les ocurre a ustedes, tampoco nosotros podemos hacerlo durante mucho tiempo. Los partisanos tienen los nervios a flor de piel. Primero disparan y después preguntan. Si nuestra explicación presenta el menor fallo, nos eliminarán por miedo a que seamos espías. No sería la primera vez que ocurre. En esta guerra, se han visto todas las formas de traición.

El teniente Spät encendió un cigarrillo, ocultando la llama con la mano.

– Tal vez sea un juego del escondite perfecto, pero va en ello sus vidas y sólo podemos pensar en el presente. Deben ponerse uniformes alemanes, ocultarse entre los soldados y esperar a que llegue el día en que puedan marcharse.

– ¿Y dejarnos capturar con uniformes alemanes? -contestó el ruso, sarcástico-. Nadie creerá la verdad. Nos tomarían por Hiwis y nos ahorcarían. Incluso nuestros compañeros lo harían sin vacilar.

– Entonces, ¿qué propone usted? -dijo el teniente Ohlsen, impaciente.

– No se me ocurre nada -murmuró el ruso-. No hay más que dejarnos ahorcar. Aquí o allí, ¿qué diferencia hay?

– Hablemos con Porta -propuso el Viejo.

– ¡Esta sí que es buena! -exclamó el teniente Ohlsen-. Estamos tres oficiales y un Feldwebel y vamos a pedir consejo a un indisciplinado Obergefreiter. Está bien, llámenle. No me sorprendería que se le ocurriera alguna idea.

Porta se deslizó dentro del agujero.

– ¿Me invita alguien a fumar? -pregunto irrespetuosamente.

El teniente Spät le ofreció un cigarrillo.

– Al pelo. De este modo, me ahorro los míos.

– Porta -empezó a decir el teniente Ohlsen-, tenemos un problema. Deberemos separarnos de nuestros seis colegas.

– Toda la Compañía lo sabe. Cuando le ha visitado usted hace un rato, el comandante ha cuchicheado: Cuelgue a los seis prisioneros rusos si no quiere que le cuelguen a usted Y esto no le hace gracia, ¿verdad? Heide no quiere saber nada. Ha decidido cargarse a los prisioneros cuando traten de atravesar la línea. Y usted no podrá hacer nada contra él, mi teniente. Al contrario, habrá que darle las gracias, si explica que usted le ha ordenado que dispare, ya que, de esta manera, le salvará la cabeza.

– Cállate, Porta -intervino el Viejo -. Te hemos, llamado para que nos ayudes. Veo que ya estás al corriente. Ya sabes, también, que ellos no pueden atravesar las líneas sin más.

– Sí, mi tocayo de Moscú hace bien las cosas. Con su ley, ha conseguido interrumpir completamente las deserciones desde 1941. Ni a mí se me hubiese ocurrido nada mejor. Aquel viejo granuja me gusta. Tiene imaginación.

– Guárdese sus simpatías para usted -rezongó el teniente Ohlsen.

– ¿Tal vez prefiere al señor jefe del Partido, en Berlín, mi teniente?

– No prefiero a ninguno de los dos.

– En la actualidad, no se tiene derecho a decir esto, mi teniente. En pro o en contra, de lo contrario se te cargan. ¿Qué le resulta más fácil decir: Frente Rojo o Heil Hitler?

– Entre los nuestros, a un tipo como éste le habrían liquidado hace ya mucho tiempo -interrumpió el teniente ruso.

Porta le lanzó una mirada de reojo.

– Es una suerte que aquí no ocurra lo mismo, mi oficial russki. De lo contrario, mañana, le pondrían un bonito collar.

– ¡Vamos! ¡Ideas, Porta! -exclamó el teniente Ohlsen, exasperado.

– Paciencia, mi teniente, paciencia.

– ¡Cretino! – gruñó el teniente Spät,

Porta le miró.

– ¡Ah! ¿Conque sí, mi teniente? Bien, voy a retirarme al agujerito personal de Hermanito y mío.

Sacó a medias el cuerpo del agujero.

– Vamos, no te sulfures, Porta. Es una manera de hablar -se disculpó el teniente Spät.

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