Sara Gruen - La casa de los primates

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Isabel Duncan, investigadora del Laboratorio de Lenguaje de Grandes Primates, no entiende a la gente pero sí comprende a los simios, especialmente a los chimpancés Sam, Bonzo, Lola, Mbongo, Jelani y Makena, que tienen la capacidad de razonar y de comunicarse en el lenguaje de signos americano.
Isabel se siente más cómoda con ellos de lo que nunca se ha sentido entre los hombres, hasta que un dia conoce a John Thigpen, un periodista centrado en su matrimonio que está escribiendo un artículo de interés social.
Sin embargo, cuando una detonación hace volar el laboratorio por los aires, el reportaje de John se convierte en el artículo de su vida e Isabel se ve forzada a interactuar con los de su propia especie para salvaguardar a
su grupo de primates de una nueva forma de abuso por parte de los humanos.

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– ¿Y el refugio? -preguntó, cogiéndolo del brazo. Fue un gesto inesperado, y John sintió que el corazón le daba un vuelco.

– En la carretera había baches lo suficientemente grandes como para tragarse el todoterreno y atravesamos un montón de tierras de labranza pobres y polvorientas, pero el refugio en sí es maravilloso. Era la casa de vacaciones de Mobutu Sesse Seko, el antiguo dictador. Hay estanques llenos de lirios, un río que se precipita en una cascada y un montón de mosquitos. Son como pequeños bombarderos sigilosos -dijo, imitando uno de ellos con la mano que tenía libre-: silenciosos, indoloros y mortales. ¿Sabías que hay un tipo de malaria que te puede dejar tieso en cuatro días?

– Pues sí -respondió Isabel-. Malaria cerebral fulminante. Supongo que te habrás vacunado.

– Claro. Contra la malaria, la hepatitis A y B, la fiebre amarilla, el tifus, el tétanos, la gripe, la meningitis, la polio… Hasta de la rabia, por aquello de los perros asilvestrados -dijo, sacudiendo la cabeza-. ¿Por dónde iba?

– ¿Por lo de la malaria? -sugirió Isabel.

– Eso, la malaria -dijo John-. Y oímos a los bonobos nada más llegar. Estaban por todas partes. Parecían pájaros trinando a voz en grito. Vinieron a echarnos un vistazo de inmediato y lo primero que hicieron fue robarle la cámara a Philippe. Fue un trabajo en grupo: uno de ellos le agarró las piernas mientras otro desabrochaba la cinta. Luego, un tercero cogió la cámara y se la llevó a lo alto de un árbol. Creí que Philippe se iba a echar a llorar. Al final, logramos cambiarla por manzanas verdes, pero no antes de que los bonobos hicieran una docena de fotos. Hay una que vamos a publicar junto con el artículo en la que sale Philippe mirando directamente a cámara, suplicando con cara de desesperación total. Es genial.

Isabel dejó caer la cabeza hacia atrás y se rio.

– Muy típico de los bonobos. Me gustaría ir algún día -comentó con un suspiro.

– Estoy seguro de que lo harás.

– Yo también -dijo ella con tanta confianza que hizo que John la mirara de nuevo de reojo. Nunca la había visto tan relajada y feliz. Hasta el día que la había conocido, antes de la explosión, se mostraba un poco ansiosa y reservada. Pero ahora de eso ya no quedaba ni rastro. Incluso su lenguaje corporal era diferente: la antigua Isabel nunca lo habría cogido así del brazo.

La zona arbolada se acabó, dando paso a un claro en el que se alzaba una enorme estructura cuadrada. En uno de los extremos había una torre alta con las paredes de reja. Estaba cubierta de arriba abajo de mangueras y hamacas, llena de estructuras para trepar, de juguetes y de piscinas infantiles.

Isabel le soltó el brazo a John.

– Ese es el patio de recreo exterior -le explicó, señalándolo con evidente orgullo -. Van y vienen a su antojo. También pueden adentrarse en el bosque, siempre y cuando los acompañe uno de nosotros. Les encanta. Ponemos determinados premios en diferentes lugares. Ahí, por ejemplo -dijo señalando hacia un árbol-, siempre hay una nevera con huevos cocidos. Y en ese otro siempre hay M &M's. Sin azúcar, claro. Todavía estamos intentando solucionar los daños producidos por las pizzas y las hamburguesas con queso.

Nada más entrar en la estructura había una gran zona de observación, separada de los aposentos de los primates por un tabique de cristal en curva. Aunque los bonobos no estaban a la vista, Gary se acercó al cristal y se quedó allí de pie, expectante. Philippe se unió a él, cámara en ristre. Celia y Nathan se quedaron un poco por detrás de ellos, también observando el recinto de los primates.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Isabel, mirándolo ilusionada.

– Es magnífico -respondió John-. ¿Dónde están los bonobos?

– En la sala común, probablemente viendo vídeos de La casa de los primates. Están un poco obsesionados.

– ¿Habéis recibido el paquete que os mandé?

– No lo sé -dijo Isabel-. ¿Celia?

– Sí -respondió esta, girando su cabeza fucsia-. Y tiene una pinta buenísima. Gracias, Pigpen.

John levantó dos dedos para hacer el símbolo de la paz.

– ¿Qué es? -quiso saber Isabel.

– Una tarta de zanahoria, para celebrarlo -dijo John.

Vio que ella vacilaba.

– Bueno, no sé…

– La ha hecho Amanda -añadió él, al momento-. Con zanahorias orgánicas endulzada con zumo de manzana, y la cobertura es de crema de queso desnatado. Aquí tienes la lista de ingredientes -dijo, sacando un trozo de papel arrugado del bolsillo y tendiéndoselo a Isabel.

Esta se rio.

– Está bien, si la ha hecho Amanda…

– Genial -dijo Celia-. Vamos a decirles que se la vamos a llevar.

Ella y Nathan desaparecieron por un pasillo. Isabel bajó la vista y luego levantó la mirada hacia John.

– Me gustaría darte las gracias.

– Por favor, no ha sido nada -dijo él, restándole importancia con un ademán-. Un periodista siempre protege sus fuentes.

– Celia quería confesar -dijo Isabel-. Tuve que recordarle que también estabas protegiendo a Joel, a Jawad y a Ivanka.

– Y a ti -añadió él.

– Sí, y a mí.

Se quedaron en silencio mientras se miraban a los ojos.

– Por cierto -dijo bajando la voz-, me ha parecido que hay algo entre tú y… -Inclinó discretamente la cabeza hacia Gary.

– Puede ser. Más o menos -reconoció, poniéndose colorada-. En fin -dijo, mirando hacia otro lado-, ¿cómo está Amanda?

– Ya no tiene náuseas por las mañanas, ni sale corriendo cuando huele a café. Isabel se rio.

– Qué bien. ¿Cuándo sale de cuentas?

– Dentro de tres meses, casi exactamente. Cuatro días después que Ivanka, aunque parezca mentira.

– Debes de estar muy emocionado.

– Emocionado y muerto de miedo a partes iguales -dijo con la esperanza de que la expresión de su cara no revelara el porcentaje real.

– ¡Y lo del libro nuevo! -exclamó Isabel, dando una palmada-. Me alegré muchísimo cuando me enteré. ¿Cuándo lo publican?

– Dentro de cuatro meses. -Dile que estoy deseando leerlo. -Por supuesto.

– Y dile también que siento lo de la serie, a no ser que aún esté un poco sensible, claro.

– En absoluto. Se quedó encantada de que la echaran. Odiaba Los Angeles con todas sus fuerzas, que no son pocas.

– Y a ti ¿cómo te va?

– Voy tirando. Yo también me alegro de haber vuelto a Nueva York, aunque ahora tenemos el apartamento lleno de gatos que Amanda ha acogido de un refugio del barrio y, como ella está embarazada, soy yo el que tiene que limpiar el arenero. Eso cuando Booger no se ocupa de él. -John la vio estremecerse, y no pudo evitar añadir-: Sorpresa de arena de gato. Mmm, es su comida preferida.

– ¡Déjalo ya! -exclamó Isabel, arrugando la cara. Y tras un prolongado escalofrío, dijo-: Y cuando tú no estabas, ¿quién lo hacía?

– Una recua de amigos, respaldados por un vecino que es un santo.

Tras unos instantes de silencio, Isabel miró a Philippe.

– Así que The Atlantic, ¿eh? Estoy impresionada.

– Es de esas cosas que pasan una vez en la vida, pero aun así… Por lo visto, haber estado en la cárcel ha obrado maravillas en mi carrera laboral. -Él miró también a Philippe -. Si lo llego a saber, hace años que habría atracado una licorería. Isabel se rio.

– Dudo que hubiera tenido el mismo efecto.

Los bonobos aparecieron en la zona de observación emitiendo pitidos, chillando y corriendo de aquí para allá delante de la ventana. Philippe empezó a hacerles fotos.

¡DAME REGALO BUENO! ¡BONZI COMER DAME TÚ!, dijo Bonzi emocionada.

– Lo ha traído el invitado -dijo Isabel, señalando a John.

¡BONZI AMAR INVITADO!

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