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Arthur Golden: Memorias De Una Geisha

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Arthur Golden Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– El doctor Miura me contó que tu madre estaba enferma -dijo-. Y ahora tú me dices que tu hermana no sabe ni hacer una infusión. Y con un padre tan viejo como el tuyo, ¿qué va a ser de ti, Chiyo-chan? ¿Quién se ocupa de ti ahora?

– Supongo que me cuido sola.

– Conozco a un hombre que hoy ya es mayor, pero cuando era un muchacho de tu edad, perdió a su padre. Al año siguiente murió su madre, y luego su hermano mayor se fue a Osaka y lo dejó solo. ¿Suena un poco como tu historia, no te parece?

El Señor Tanaka me miró como si me estuviera diciendo que no me atreviera a llevarle la contraria.

– Pues bien, ese hombre se llama Tanaka Ichiro -continuó diciendo-. Sí, yo… aunque por entonces mi nombre era Morihashi Ichiro. A los doce años me acogió la familia Tanaka. Cuando me hice un poco más mayor, me casaron con la hija y me adoptaron. Hoy ayudo a llevar el negocio familiar. Así que todo acabó bien para mí, como ves. Tal vez a ti también te suceda algo así.

Me quedé mirando las canas del Señor Tanaka y los surcos de su frente, que parecían los de la corteza de un árbol. Me parecía el hombre más sabio y más erudito de la tierra. Creía que él sabía cosas que yo nunca sabría, que tenía una elegancia que yo no tendría nunca, y que su kimono azul era más fino que cualquier prenda que yo pudiera llegar a ponerme. Estaba agachada delante de él, en el camino, con el pelo enredado, la cara sucia y el olor al agua del estanque en la piel.

– No creo que nadie quiera adoptarme nunca -dije.

– ¿Ah, no? Pero si eres una chica lista. ¡Mira que decir que tu casa «está piripi» y que la cabeza de tu padre parece un huevo!

– ¡Pero si es verdad que parece un huevo!

– Has dado la mejor explicación que se podía dar. Ahora, corre, Chiyo-chan -dijo-. Quieres comer, ¿no? Tal vez, si tu hermana se toma una sopa, podrás echarte en el suelo y aprovechar la que ella derrame.

Desde ese mismo momento empecé a hacerme ilusiones de que el Señor Tanaka me adoptaba. A veces me olvido de lo angustiada que me sentía durante esa época. Supongo que me agarraba a cualquier cosa que me consolara. Con frecuencia, cuando me sentía atormentada, me encontraba volviendo a la misma imagen de mi madre, muy anterior a que empezara a gemir de dolor por las mañanas. Yo tenía cuatro años, y estábamos celebrando las fiestas del obon de nuestro pueblo, el momento del año en que dábamos la bienvenida al espíritu de los muertos. Después de varias noches de ceremonias en el cementerio y de encender las hogueras a las puertas de las casas para guiar a los espíritus, nos reuníamos la última noche del festival en el Santuario Shinto, que se alzaba sobre las rocas, dominando toda la bahía. Nada más pasar las verjas del santuario había un claro, que aquella noche estaba decorado con farolillos de papel de todos los colores, colgados de cordeles entre los árboles. Mi madre y yo bailamos juntas mucho rato con el resto del pueblo al son de la música de la flauta y el tamboril; pero luego yo me cansé, y ella me tomó en brazos y se sentó al borde del claro. De pronto sopló una ráfaga de viento desde el acantilado y uno de los farolillos se prendió fuego. Vimos cómo se quemaba el cordel y empezaba a caer en llamas el farolillo. Y entonces volvió a soplar otra ráfaga, que lo dirigió hacia donde estábamos nosotras, dejando un reguero de polvo dorado en el aire. Pareció que la bola de fuego había caído al suelo, pero, de nuevo, mi madre y yo vimos cómo volvía a ser empujada por el viento directamente hacia nosotras. Sentí que mi madre me soltaba, y un instante después se abalanzaba a apagarla con las manos. Por un momento nos vimos rodeadas de chispas y llamaradas; pero enseguida las pavesas encendidas volaron hacia los árboles, donde terminaron apagándose, y nadie -ni siquiera mi madre- resultó herido.

Más o menos una semana después, cuando mis fantasías de ser adoptada habían tenido tiempo sobrado para madurar, volví a casa una tarde y me encontré al Señor Tanaka sentado frente a mi padre en la mesita de nuestra casa. Me di cuenta de que estaban hablando de algo importante, porque ni siquiera se percataron de mi presencia cuando entré. Me quedé inmóvil escuchándolos.

– ¿Qué piensas entonces de mi propuesta, Sakamoto?

– No sé, Señor Tanaka -dijo mi padre-, no puedo imaginarme a mis hijas viviendo en otro lugar.

– Le entiendo, pero piense que podrían estar mucho mejor; lo mismo que usted. Sólo ocúpese de que mañana por la tarde bajen al pueblo…

Tras esto, el Señor Tanaka se levantó para irse. Yo fingí que acababa de llegar cuando nos cruzamos en la puerta.

– Le estaba hablando de ti a tu padre, Chiyo-chan -me dijo-. Vivo al otro lado de la loma, en la villa de Senzuru. Es más grande que Yoroido. Creo que te gustará. ¿Por qué no venís tú y Satsu-san mañana? Veréis mi casa y conoceréis a mi hijita. Tal vez hasta os gustaría pasar la noche. Sólo una noche, no te preocupes; y luego yo os traería de vuelta a casa. ¿Qué te parece?

Dije que me parecía estupendo. E intenté por todos los medios hacer como si todo me pareciera tan normal. Pero en mi cabeza se había producido una explosión. No podía hilar un pensamiento con otro. No cabía duda de que una parte de mí deseaba fervientemente ser adoptada por el Señor Tanaka después de la muerte de mi madre; pero otra parte de mí estaba muy, muy asustada. Me avergonzaba horriblemente sólo imaginarme que podría vivir en otro lugar que no fuera mi casita piripi. Después de que se fuera el Señor Tanaka, traté de atarearme en la cocina, pero me sentía un poco como Satsu, pues no veía lo que tenía delante de mis narices. No sé cuánto tiempo pasó. Por fin oí suspirar a mi padre, y me pareció que estaba llorando, lo que me sonrojó de vergüenza. Cuando finalmente me obligué a mirarlo, ya tenía las manos enredadas en una de sus redes de pescar, pero estaba de pie en el umbral del cuarto de atrás, donde mi madre yacía al sol con la sábana pegada a ella, como la piel.

Al día siguiente, en preparación para la cita con el Señor Tanaka en el pueblo, me froté bien los sucios tobillos y estuve a remojo un buen rato en nuestro baño, que había sido en tiempos la caldera de una vieja máquina de vapor que alguien había abandonado en el pueblo; le habían serrado la parte superior y forrado de madera. Sentada en el baño, mirando al mar, me sentí muy independiente, pues por primera vez en mi vida estaba a punto de ver algo del mundo fuera de nuestro pueblo.

Cuando Satsu y yo llegamos a la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, vimos a los pescadores descargando la pesca en el muelle. Mi padre estaba entre ellos, agarrando los pescados con sus huesudas manos y echándolos en cestas. En un momento determinado miró hacia donde estábamos Satsu y yo y luego se limpió la cara con la manga de la camisa. Sus rasgos parecían más graves de lo normal. Los hombres transportaban las cestas llenas hasta el carro del Señor Tanaka y las colocaban detrás. Yo me subí a la rueda a mirar. Las mayoría de los peces tenían los ojos muy abiertos y vidriosos, pero de vez en cuando uno movía la boca, y a mí me parecía que estaba dando un gritito. Yo intentaba tranquilizarlos diciéndoles:

– Vais a la ciudad de Senzuru, pescaditos. No os pasará nada.

No veía qué se ganaba diciéndoles la verdad.

Por fin, el Señor Tanaka salió a la calle y nos dijo a Satsu y a mí que nos subiéramos con él al carro. Yo me senté en el medio, lo bastante pegada al Señor Tanaka para tocar con la mano la tela de su kimono. Me sonrojé. Satsu me miró fijamente, pero no pareció notar nada, igual de aturdida que de costumbre.

Me pasé gran parte del viaje mirando al pescado bullir en las cajas. Al subir la loma, dejando atrás Yoroido, una rueda pasó sobre una gran roca, y el carro se inclinó de pronto hacia un lado. Una de las lubinas cayó al camino y revivió con el golpe. Verla aletear, boqueando, era más de lo que yo podía soportar. Me volví con lágrimas en los ojos, y aunque intenté ocultárselas al Señor Tanaka, él se dio cuenta. Después de recoger el pescado y cuando ya estábamos de nuevo en camino, me preguntó qué me pasaba.

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