Por fin mi padre me llamó en un susurro. Me acerqué y me arrodillé a su lado.
– Algo muy importante -me dijo.
Tenía la cara más seria de lo normal, con los ojos en blanco, casi como si no pudiera controlarlos. Pensé que se debatía, intentando decirme que mi madre no tardaría en morir, pero todo lo que me dijo fue:
– Baja al pueblo y compra incienso para el altar.
Nuestro pequeño altar budista estaba dispuesto en un viejo cajón a la entrada de la cocina; era lo único de valor en nuestra casita piripi. Delante de una figura toscamente tallada de Amida, el Buda del Paraíso Occidental, había unas pequeñas tablillas mortuorias con los nombres budistas de nuestros antepasados.
– Pero, padre… ¿eso es todo?
Esperaba que me contestara algo, pero se limitó a hacer un gesto con la mano que indicaba que me fuera.
El camino de nuestra casa bordeaba el acantilado antes de meterse tierra adentro, hacia el pueblo. Andar por él en un día como aquél no era fácil, pero recuerdo que agradecí que el feroz viento barriera de mi mente todo lo que me atormentaba. El mar estaba embravecido, con unas olas cortantes como piedras afiladas. Me pareció que el mundo entero se sentía como me sentía yo. ¿Es que la vida era sólo una tempestad que arrasaba con todo, dejando tras ella sólo algo yermo e irreconocible? Nunca había tenido pensamientos así. Para escapar de ellos, me eché a correr por el camino hasta que vi el pueblo a mis pies. Yoroido era un pueblecito situado a la entrada de una ensenada. Por lo general, el agua estaba plagada de barcos de pesca, pero ese día sólo se veían algunos barcos que volvían y que, como siempre, me parecieron pulgas de agua saltando por la superficie. La tempestad venía en serio; la oía rugir. Los barcos de Desea eme Quedaban en la bahía empezaron a difuminarse hasta desaparecer tras la cortina de agua. Vi que la tormenta avanzaba hacia mí. Me golpearon las primera gotas, del tamaño de huevos de codorniz, y en cuestión de segundos estaba tan mojada como si me hubiera caído al mar.
Yoroido sólo tenía una carretera, que llevaba directamente a la entrada principal de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco y estaba flanqueada por una hilera de casas, cuya habitación delantera se utilizaba como tienda. Crucé la calle corriendo hacia la Casa Okada, donde vendían artículos de mercería; pero entonces me sucedió algo -una de esas nimiedades con consecuencias gigantescas, como tropezar y caer delante de un tren-. La carretera de tierra estaba resbaladiza, y mis pies siguieron andando sin mí. Me caí de frente y me di en un lado de la cara. Supongo que el golpe debió de aturdirme, porque sólo recuerdo una especie de entumecimiento y la sensación de que quería escupir algo que tenía en la boca. Oí voces y sentí que me daban la vuelta; me levantaban y me transportaban. Me di cuenta de que me entraban en la Compañía Japonesa del Pescado y del Marisco, porque me envolvió el olor a pescado. Oí un golpe seco cuando dejaron caer al suelo un gran pescado y me echaron a mí sobre la viscosa superficie de la mesa que éste había ocupado. Sabía que estaba empapada, que estaba sangrando y que iba descalza, sucia y vestida con ropas de campesina. Lo que no sabía era que aquél era el momento que iba a cambiarlo todo. Pues fue en semejante situación en la que me encontré mirando a la cara del Señor Tanaka Ichiro.
Había visto al Señor Tanaka muchas veces en el pueblo. Vivía en una ciudad cercana, pero venía todos los días, pues su familia era la propietaria de la Compañía Japonesa del Pescado y del Marisco. No iba vestido de campesino como el resto de los hombres, sino que llevaba un kimono masculino, con unos pantalones que me recordaban a esas ilustraciones de los samuráis que tal vez conozcas. Tenía la piel suave y tersa como un tambor; sus mejillas eran brillantes crestas, como la piel tirante y crujiente de un pescado a la parrilla. Siempre me había parecido fascinante. Cuando estaba jugando en la calle con los otros niños, y acertaba a pasar por allí el Señor Tanaka, siempre dejaba de hacer lo que estuviera haciendo para mirarlo.
Me dejaron tumbada en aquella pringosa superficie mientras el Señor Tanaka me examinaba el labio, estirándomelo al tiempo que me giraba la cabeza a un lado y al otro. De pronto se fijó en mis ojos grises, que estaban clavados en él con tal fascinación que me resultó imposible fingir que no lo estaba mirando. No sonrió burlón como diciéndome que era una descarada, ni tampoco apartó la vista; se diría que le daba igual adonde mirara yo o lo que pensara. Nos miramos durante un largo rato, tan largo que me dio un escalofrío a pesar del bochorno que hacía dentro del edificio de la Compañía.
– Te conozco -dijo finalmente-. Eres la pequeña del viejo Sakamoto.
Ya de niña me daba cuenta de que el Señor Tanaka veía el mundo como era realmente; nunca tenía la expresión aturdida de mi padre. A mí me parecía que aquel hombre veía correr la savia por los pinos y el círculo brillante en el cielo, donde las nubes tapan el sol. Vivía en un mundo visible, aun cuando no siempre le agradara estar en él. Me di cuenta de que se fijaba en los árboles, en el barro y en los niños que jugaban en la calle, pero no tenía ninguna razón para pensar que se hubiera fijado en mí.
Tal vez por eso, cuando me habló, se me saltaron las lágrimas.
El Señor Tanaka me sentó. Creí que me iba a decir que me fuera, pero en lugar de ello dijo:
– No te tragues esa sangre, muchachita. A no ser que quieras que se te haga una piedra en el estómago. Si yo fuera tú, la escupiría en el suelo.
– ¿La sangre de una muchacha, Señor Tanaka? -dijo uno de los hombres-. ¿Aquí, donde traemos el pescado?
Los pescadores son terriblemente supersticiosos, ya sabes. Especialmente no quieren que las mujeres tengan nada que ver con la pesca. Un hombre del pueblo, el Señor Yamamura, encontró a su hija jugando en su barco una mañana. Le dio una paliza con una vara y luego fregó el barco con sake y lejía con tal fuerza que levantó la pintura. Pero esto tampoco le pareció suficiente, y el Señor Yamamura hizo que el sacerdote shinto viniera a bendecirlo. Todo ello simplemente porque su hija había estado jugando donde se pesca. Y hete aquí que el Señor Tanaka estaba sugiriendo que escupiera la sangre en el suelo de la nave donde se limpiaba el pescado.
– Si lo que os asusta es que lo que escupa estropee las tripas del pescado -dijo el Señor Tanaka-, llevároslas a casa. Tengo muchas más.
– No es por las tripas del pescado, señor.
– Y yo les digo que su sangre será lo más limpio que haya tocado este suelo desde que nacimos vosotros y yo. Venga -dijo el Señor Tanaka, dirigiéndose a mí-. Escupe.
Sentada sobre las babas que cubrían la mesa, no sabía qué hacer. Pensaba que sería terrible desobedecer al Señor Tanaka, pero no estoy segura de que hubiera tenido el valor de escupir si uno de los hombres no se hubiera echado a un lado y se hubiera sonado en el suelo. Tras ver aquello no pude soportar tener nada en la boca ni un minuto más, y escupí la sangre como el Señor Tanaka me había dicho. Todos los hombres se alejaron asqueados, salvo el ayudante del Señor Tanaka, que se llamaba Sugi. El Señor Tanaka le dijo que fuera a buscar al doctor Miura.
– No sé dónde encontrarlo -dijo Sugi, aunque para mí que lo que realmente quería decir era que no le apetecía ir.
Yo le dije al Señor Tanaka que el doctor había pasado por nuestra casa hacia unos minutos.
– ¿Dónde está tu casa? -me preguntó el Señor Tanaka.
– Es la casita piripi que está encima del acantilado.
– ¿Qué es eso de «casita piripi»?
– Es la que está inclinada, como si hubiera bebido demasiado.
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