LOLA
memorias
de una
perra
Título original: Lola, memorias de una perra
© Daniel Carazo Sebastián
© Edición electrónica: Petit Camagroc S.L.U., 2020
© Diseño de la cubierta: Underthecoconut ( info@underthecoconut.com)
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ISBN: 978-84-12122-2-0
www.loslibrosdelola.es
A todas las mascotas,
por ser un ejemplo constante
de amor incondicional.
Y por supuesto a Lola,
gracias a quien aprendí
a mirar la vida con otros ojos.
Este libro pretende ser la historia de mi perra, Lola, la primera que tuve y que, como toda primera experiencia, me marcó para siempre.
Lola llegó a nuestra vida y nos lo dio todo: amor, cariño y fidelidad sin límites. Lola nos enseñó unos valores que nosotros, las personas —o humanos, como ella nos llama—, nos vemos incapacitados para ofrecer, con esa constancia, durante toda nuestra vida.
Lola se merecía un homenaje, y eso he pretendido hacer otorgándole el protagonismo de estos recuerdos. Pero no solo ella se lo ha ganado. A lo largo de mi ya dilatada experiencia profesional como veterinario, he podido comprobar que, el cien por cien de las mascotas aportan un beneficio tal a sus propietarios que jamás, y por mucho que lo intentemos, se podrán ver del todo correspondidas. Nosotros, los humanos, somos variables, tenemos poca capacidad para impedir que nuestro estado anímico influya en la relación con los que nos rodean; inevitablemente, nuestras alegrías, penas, enfados, éxitos o fracasos alteran nuestra convivencia diaria, y son nuestros seres queridos y cercanos los que más sufren esos cambios. Curiosamente, podemos disimular y mostrarnos estables con personas ajenas a nuestra rutina diaria y, sin embargo, pagamos esos vaivenes emocionales con quien compartimos nuestra vida, para bien o para mal.
Las mascotas también tienen estados anímicos. Sus mismas alegrías, penas, enfados, éxitos o fracasos son estados similares a los nuestros… Aunque nunca permitirán que esos sentimientos, positivos o negativos, eclipsen el amor incondicional que nos profesan. Para nuestras mascotas prima por encima de todo el cultivar la relación con nosotros: sus propietarios, a quienes ellas consideran su familia.
Precisamente porque he podido comprobar que la virtud que yo atribuyo a Lola —que me ha animado a rendirle este homenaje— es común para todas las mascotas es por lo que finalmente decidí novelar estos recuerdos y abrirlos así a cualquier otro animal de compañía, no solo a mi querida compañera.
En estos recuerdos novelados dejo de ser veterinario y paso a ser uno más de la familia de Lola; en concreto, su padre humano. Con este giro quiero darle todo el protagonismo a ella y que sean sus experiencias las que dirijan el libro, incluso en sus visitas a mi lugar de trabajo diario: la clínica veterinaria.
Espero haber conseguido transmitir cómo ve la vida un perro. He elegido esta especie por Lola, pero podría haber elegido cualquier otra. Todo el que convive, o ha convivido, con una mascota entenderá a lo que me refiero.
Me parece importante que nos paremos a reflexionar y que, entendiendo mejor la vida a través de la de Lola, analicemos nuestra propia existencia, valoremos lo realmente importante, aprendamos de ella —y del resto de mascotas— para que podamos mejorar como personas.
Disfrutad de la lectura.
Daniel Carazo Sebastián
Parece mentira que aún tenga recuerdos de mi nacimiento. Por lo que tengo entendido, vosotros, los humanos, no podéis tenerlos; nosotros, los perros, sí. No sé por qué, pero es así; quizá porque nuestra vida es más corta y la aprovechamos mejor, quizá porque nacemos más desarrollados y conscientes, quizá porque no malgastamos tanto la mente como vosotros… por lo que sea.
El caso es que yo recuerdo que nací, para mí, un día cualquiera; para vosotros los humanos, un 25 de enero de 1997. Lo hice en el seno de una familia humilde. Mi madre vivía en Coslada, una población cercana a Madrid; en concreto, en el patio de una casa baja, cerca de la denominada Cañada Real. Para ella, aquel era su mundo.
Mi madre fue una perra excepcional, o al menos eso decía Ramón, su humano. Por lo visto, cuando era joven la sacaba del patio para que corriera con otros animales —creo que realmente los perseguía— y debía de ser una de las mejores. También creo que, antes de que naciéramos mis hermanos y yo, fue profesora. Reconozco nunca lo he sabido a ciencia cierta, lo deduzco porque a menudo oía a Ramón comentarlo con otros humanos.
—Esta perra ha sido de puta madre. ¡Cómo corría tras los conejos! La envidia de todos. Anda que no me la han pedido veces para que enseñe a otros… Si lo hubiera cobrado, hoy sería rico, ¡ja, ja, ja!
Cuando nacimos nosotros debía de estar retirada, porque casi nunca la vimos salir del patio, y Ramón exclamaba continuamente:
—Ya estás vieja, perra, no vales para nada, solo para comer… ¡Con lo que has sido! A ver si al menos saco unos cuartos de estos cachorros antes de que te vayas.
Por aquel entonces yo no entendía aquellos comentarios, pero con el tiempo —y la experiencia adquirida— sí que los he ido comprendiendo, y eso me ha hecho admirar todavía más a mi madre. En la poca vida que compartí con ella, jamás la escuché quejarse, sino todo lo contrario: a pesar de que Ramón no le expresaba prácticamente cariño, yo creo que ella le quería y sentía admiración por él. Se intuye que debieron pasar unos años muy buenos juntos y que aquello la dejó marcada. Cuando Ramón aparecía por el patio, ella se alegraba: le movía efusivamente el rabo, intentaba por todos los medios agradarle y siempre se mostraba contenta. Daba igual que hubiera venido para —por fin— llenarle el plato de comida, o para cambiarle la raída manta de la caseta por otra igualmente vieja, aunque seca. En las pocas ocasiones en que Ramón la sacó del patio, ella volvía más feliz todavía, y se pasaba las horas posteriores rememorando aquellos días de carreras en el campo y excusando a Ramón porque, seguramente, ya no tenía tiempo de salir tanto como antes.
El caso es que los escasos dos meses que pasé en el patio, con ella y mis hermanos, para mí fueron estupendos.
De mi llegada a la vida recuerdo vagamente un suelo frío e incómodo, el charco sucio donde caí, el calor agradable de la lengua de mi madre aliviando la fría espera mientras salían mis hermanos, y las paredes sucias y desconchadas que limitaban nuestro primer espacio vital. Más tarde me percaté de que eran parte de la caseta de madera descascarillada donde nos guarecíamos los días fríos o lluviosos.
También recuerdo una sensación que experimenté a los pocos minutos de mi nacimiento. ¡Impresionante! Es una pena que vosotros no podáis recordar esos primeros momentos. Yo estaba tumbada en aquel charco producido por las secreciones de mi madre previas a mi salida, me estaba quedando helada y dormida, apagándome. Fue entonces cuando tomé consciencia de que era yo misma la que tenía que reaccionar para poder vivir; era como si me hubieran quitado la cubierta protectora que me envolvía, y había pasado de estar calentita, acolchada y protegida dentro de mi madre a encontrarme expuesta al mundo exterior, tumbada en aquel suelo frío y rugoso. En aquel momento, lo que me hizo no dejarme llevar —y detectar esa necesidad de reacción— fue algo áspero y húmedo que empezó a frotarme.
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