Daniel Carazo Sebastián - Lola, memorias de una perra

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Lola, memorias de una perra: краткое содержание, описание и аннотация

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"Parece mentira que aún tenga recuerdos de mi nacimiento. Por lo que tengo entendido, vosotros, los humanos, no los podéis tener; nosotros, los perros, sí".
Así empieza Lola, una perrita que afronta la recta final de su vida con los recuerdos de su existencia. A lo largo de ellos, Lola, en primera persona, nos hace un repaso de sus vivencias, de cómo ha ido conociendo y aceptando nuestro mundo, de sus relaciones con nosotros: «los humanos» —como ella nos llama—, de cómo ha conseguido entendernos, disfrutarnos y ayudarnos a tener una vida mejor. Pero también describe situaciones que, siendo para nosotros cotidianas, para ella —o para cualquier otra mascota— son a veces incomprensibles,
y a pesar de ello tiene que aprender a sobrellevarlas.
Este libro aporta una visión nueva respecto a nuestra relación con las mascotas; o mejor dicho, la relación de las mascotas con nosotros y nuestra sociedad al estar escrito desde la perspectiva de Lola en primera persona.
Todo aquel que tenga, o haya tenido, y ame a las mascotas debe leerlo, y seguro que después tendrá, si cabe, más pasión todavía por ellas.

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—Toma, hija, no vaya a coger frío.

Ojos Marrones entonces apuntó hacia mí con aquel aparato que empezó a hacer un ruido terrible. Me asusté mucho. Había disfrutado tanto del baño y de las mantas nuevas que no entendí la finalidad de aquella acción. El ruido me aturdía y me provocaba dolor de oídos; parecía que aquel aparato iba a acabar conmigo. Pensé que no podía ser todo tan bueno con los nuevos humanos y que había llegado el momento de escabullirme. Aproveché un despiste de Ojos Marrones para dar un salto y escapar de aquel ruido antes de que me pasara algo.

—¡Cuidado! —chilló Dani.

Después de saltar me di cuenta de que no había suelo cerca para caer, que me habían colocado a una altura considerable. Por suerte, antes de llegar a darme el golpe, agradecí que me apresaran las grandes manos de Dani y me colocara una vez más en la mesa.

—Puf… casi se cae —suspiró—. Venga, Bea, termina que te ayudo a sujetarla.

Aquella fue la primera vez que escuché el nombre propio de Ojos Marrones: Bea. Ella se convirtió en mi nueva madre, la que me daba tanto gusto cuando me sujetaba, me frotaba o acariciaba; más viva que Dani, más decidida en sus movimientos, con un gesto feliz y una sonrisa contagiosa que alegraba su rostro. Bea destiló toda la vida un cariño hacia mí que se me hizo evidente desde el principio, incluso sin que me dijera nada.

Bea me devolvió a la realidad cuando de nuevo puso en marcha aquel ruido infernal, y con mucha paciencia —para que me acostumbrara a ello mientras Dani me sujetaba con cuidado— terminó de secarme por completo. Aprendí así otra cosa más: aguantando aquel estruendo podía disfrutar del aire calentito que expelía tan extraño aparato.

Cuando finalizó todo ese proceso, reconozco que me quedé como nueva, tuve una sensación de limpieza muy agradable que jamás había sentido antes, y dudo mucho que mi madre la conociera. Pobrecita. Ahora, desde mis recuerdos, soy consciente de que aquel baño fue uno de los primeros lujos de los que posteriormente he disfrutado en mi vida y a los que ella nunca tuvo acceso.

Mientras acababan la tarea y recogían el barreño, las mantas y el aparato del ruido infernal, escuché hablar a mis nuevos humanos.

—¿Nos ha dicho su nombre? —preguntó Bea.

—Duquesa —respondió Dani—. Al menos, es lo que ponía en el anuncio. ¿Te gusta?

—¿Duquesa?… No mucho, la verdad. Mejor que elijamos otro nosotros… —Y, tras un momento de reflexión, en el que aprovechó para secarme un poco más el interior del muslo, prosiguió—: ¿Qué te parece Lola?

—¡Qué chulo! ¡Me gusta!… Lola. Así te llamarás —me dijo Dani mirándome a los ojos.

Aquel fue el tercer nombre que escuché por primera vez ese día: Lola, mi propio nombre. Unos padres no pueden ofrecer un bautizo más bonito y original que el que me dieron a mí los míos.

Finalizada la tarea de la higiene me sentí tan cansada y relajada que ya solo me quedaron fuerzas para buscar un sitio tranquilo y dormirme por fin un rato. Limpia, calentita, masajeada, mimada… ¿Qué más podía pedir?

Tampoco fue posible. Dani se despidió de Bea y de la otra humana; que, por cierto, había dejado de arrugar la nariz. Aquella mujer se acercó para plantarme un par de sonoros besos y dijo:

—¡Qué cosita, por Dios! Ahora sí que da gusto tocarla.

Entonces, Dani me cogió en brazos y me metió en una extraña caseta, muy diferente y bastante más grande de la que teníamos en el patio de Ramón. Me depositó en el suelo, encima de una alfombra suave, seca y algo vieja, me acarició y cerró la puerta por la que me había introducido. No me dio tiempo a pensar dónde estaba cuando le vi aparecer por otra pared de la caseta, en la que había otra puerta. Entró y se sentó a mi lado, en un sitio más alto, no en el suelo. Ya me iba a levantar para intentar subirme encima de él cuando escuché un ruido extraño y, de repente, aquella caseta empezó a moverse. ¡Qué susto! No entendía qué estaba pasando. El instinto me hizo aplacarme contra el suelo para no caerme, no quise ni mirar a mi alrededor. Por segunda vez durante ese día, empecé a sentir un horrible de mareo; prácticamente igual al que había tenido cuando Ramón movió tanto la caja de cartón en la que me había metido al salir de su patio y me trajo a casa de Bea. Me daba pánico vomitar y mancharme otra vez; sobre todo, estando tan limpia como me habían dejado. Menos mal que, con mucho esfuerzo, conseguí controlarme y evitar el desastre. Al no estar a oscuras como dentro de la caja, pude fijar la vista en uno de los cristales de la extraña y móvil caseta y concentrarme en observar cómo pasaban por allí los árboles y las nubes del cielo. Eso debió de ser lo que me dio algo de tranquilidad, y por eso no me descompuse. Aun así, no me moví en todo el rato en el que la caseta lo hacía por mí. Llegué a pensar que era el propio Dani quien la movía, porque vi que él se agarraba a una cosa redonda y movía los brazos a un ritmo parecido al bamboleo del habitáculo. De vez en cuando, Dani me miraba y me hablaba, o me acariciaba rápidamente; lo cual me tranquilizaba un poco. Además, el hecho de que él estuviera allí dentro conmigo me hacía pensar que no nos podía pasar nada malo: él, al contrario que yo, se había metido dentro de aquella caseta voluntariamente.

Seguramente aquel sufrimiento no duró mucho, aunque a mí se me hiciera una eternidad. La caseta se movía y se paraba constantemente. Cada vez que se detenía, yo pensaba que ya iba a ser la definitiva; pero, cuando me quería despegar de la alfombra para levantarme, reanudaba el movimiento y me veía obligada a retornar a mi efectiva posición para evitar el mareo. Por eso, cuando por fin se paró por última vez, no me fie del todo y me mantuve muy quieta. Dani me miró y sonrió. Soltó la cosa redonda a la que se agarraba tanto y me acarició una vez más.

—Pobrecita, ¿te has mareado? Ya te acostumbrarás, no te preocupes.

Salió de la caseta por su puerta y reapareció por la puerta de mi lado. Yo seguía tumbada. Me cogió en brazos y, silbando tranquilamente, echó a andar como si no hubiera pasado nada.

—Ahora vas a conocer a todos… pórtate bien —me dijo—, que nunca hemos tenido perro en casa.

Capítulo 5

Familia

Me relajé en sus brazos —pensando que no había entendido realmente lo que me había dicho Dani— hasta que me sobresaltó un grito:

—¡Aaaah! ¿Qué llevas ahí?… No me digas que es…

Yo estaba medio dormida; agotada y mecida por mi nuevo humano había vuelto a encontrar un momento de tranquilidad. Desde que salimos de la extraña caseta ni me fijé por dónde habíamos ido. Solo quería descansar. Por eso aquel grito me asustó y me puso en guardia, de una manera tan brusca que casi caigo de mi refugio.

—¡Mamá, que la asustas! —intervino Dani cogiéndome una vez más en el aire.

Cuando me repuse del sobresalto, miré a mi alrededor. Estaba en una estancia totalmente desconocida. Adiviné que era dentro de una casa porque no se veía el cielo. Enseguida me llamaron la atención los dos humanos nuevos que estaban allí y me observaban con los ojos muy abiertos.

Al fondo de la sala, sentada en una silla —que, por cierto, parecía muy cómoda—, una humana no podía quitar su mirada de mí; ni pestañeaba, estaba como hipnotizada. Curiosamente, tenía la boca abierta, pero no decía nada. Creo que fue ella la que había gritado anteriormente. Por fin se levantó y se acercó a nosotros. Hizo algún ademán de acariciarme; aunque, en cuanto yo movía un milímetro mi cuerpo, ella retiraba la mano asustada y se reía nerviosa. Me di cuenta de que Dani se reía con ella y, como vi que el momento parecía relajado, intenté lamerle la mano en uno de sus tímidos acercamientos. No debí de interpretar bien aquel juego, porque lo único que conseguí a cambio fue otro grito y que volviera rápido a su silla.

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