Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Parecía que el Señor Tanaka no sabía qué hacer con aquella información.

– Bueno, Sugi, sube hasta esa casa piripi y busca al doctor Miura. No te costará encontrarlo. Guíate por los gritos que dan sus pacientes cuando los palpa.

Me imaginé que el Señor Tanaka volvería a su trabajo al salir Sugi; pero se quedó junto a la mesa sin quitarme ojo. Sentí que la cara me empezaba a arder. Finalmente dijo algo que me pareció muy inteligente.

– Tienes la cara como una berenjena, pequeña Sakamoto.

Se acercó a un cajón y sacó un espejito para que me viera. Tenía el labio hinchado y amoratado, como había dicho él.

– Pero lo que realmente quiero saber -continuó- es por qué tienes unos ojos tan extraordinarios y por qué no te pareces en nada a tu padre.

– Son los ojos de mi madre -respondí yo-. Pero mi padre tiene tantas arrugas que nunca he podido saber cómo es realmente.

– Tú también tendrás arrugas algún día.

– Pero algunas de sus arrugas se deben a cómo está hecho -dije yo-. La parte de atrás de su cabeza es tan vieja como la de delante, y, sin embargo, es tan lisa como un huevo.

– No es lo más respetuoso que se puede decir de un padre -me dijo el Señor Tanaka-. Pero supongo que será cierto.

Luego dijo algo que me sonrojó tanto, que estoy segura de que mis labios empalidecieron.

– ¿Y entonces cómo un viejo arrugado con cabeza de huevo ha podido tener una hija tan guapa como tú?

En los años que siguieron me han dicho guapa más veces de las que puedo recordar. Aunque, claro, a las geishas siempre se las llama guapas, incluso a las que no lo son. Pero cuando el Señor Tanaka me dijo aquello, mucho antes de que yo supiera lo que es una geisha, casi creí que era cierto.

Después de que el doctor Miura me curara el labio, compré el incienso que mi padre me había encargado, y volví a casa en un estado tal de agitación que no creo que hubiera habido más actividad dentro de mí si, en lugar de un niña, hubiera sido un hormiguero. Me habría resultado más fácil si mis emociones me empujaran todas en la misma dirección, pero la cosa no era tan sencilla. Me habían dejado al azar del viento, como un trozo de papel. En algún lugar, entre los diversos pensamientos que me inspiraba mi madre -en algún lugar más allá del dolor del labio- había anidado en mí un pensamiento placentero, que intentaba una y otra vez poner en claro. Tenía que ver con el Señor Tanaka. Me Daré en el acantilado v contemplé el mar, donde aun después de la tormenta, las olas seguían siendo como piedras afiladas, y el cielo había tomado un color pardusco, de barro. Me aseguré de que no había nadie por allí mirándome, y entonces, apretando el incienso contra mi pecho, grité al viento el nombre del Señor Tanaka, una y otra vez hasta que escuché, satisfecha, la música de cada sílaba. Ya sé que debe de sonar a locura por mi parte, y lo era. Pero yo sólo era una muchacha confusa.

Después de cenar y de que mi padre se hubiera ido al pueblo a ver cómo jugaban los otros pescadores al ajedrez, Satsu y yo limpiamos la cocina en silencio. Intenté recordar cómo me había hecho sentir el Señor Tanaka, pero en el frío silencio de la casa, la sensación se había evaporado. Lo que sentía era un terror gélido y persistente ante la idea de la enfermedad de mi madre. Me encontré calculando cuánto tiempo quedaría para que fuese enterrada en el cementerio del pueblo junto a la otra familia de mi padre. ¿Qué sería de mí luego? Con mi madre muerta, Satsu actuaría en su lugar, suponía yo. Observé a mi hermana fregar la olla de hierro en la que hacíamos la sopa; pero aunque la tenía delante de sus narices, aunque parecía mirarla, me di cuenta de que no la estaba viendo. Siguió fregándola mucho después de que ya estuviera limpia. Por fin, le dije:

– Satsu-san, no me siento bien.

– Sal y calienta el baño -me contestó, apartándose de los ojos los encrespados cabellos con la mano mojada.

– No quiero bañarme -dije-. Satsu, Mamá se va a morir…

– Esta olla está rajada. ¡Mira!

– No lo está -dije yo-. Siempre ha tenido esa marca.

– Pues entonces, ¿por qué se sale el agua?

– No se sale. La has salpicado tú. Te estaba viendo.

Durante un momento batsu pareció profundamente emocionada, lo que se tradujo en su cara en una expresión de asombro extremo, tal como sucedía con otros muchos de sus sentimientos. Pero no dijo nada más. Se limitó a quitar la olla del fogón y se dirigió a la puerta para tirarla fuera.

Capítulo dos

A la mañana siguiente, para no pensar en mis preocupaciones, me fui a bañar a un estanque que había un poco más allá de nuestra casa, entre un bosquecillo de pinos. Los niños del pueblo iban a bañarse allí casi todas las mañanas cuando hacía buen tiempo. Satsu también venía a veces, con un traje de baño que se había hecho con unas ropas de pescar de mi padre, que ya estaban prácticamente inservibles. No era exactamente un buen traje de baño, porque cuando se inclinaba se le aflojaba en el pecho, y los muchachos gritaban: «¡Mirad, se le ven los Montes Fujis!». Pero a ella le daba igual.

Hacia mediodía, decidí volver a casa a buscar algo de comer. Satsu se había ido mucho antes con el chico Sugi, que era el hijo del ayudante del Señor Tanaka. Le seguía como un perrito. Cuando iba a algún sitio, el chico miraba hacia atrás para indicarle que debía seguirle, y ella siempre lo hacía. No esperaba volver a verla hasta la hora de cenar, pero al acercarme a la casa la vi en el camino delante de mí, apoyada en un árbol. Si hubieras visto lo que estaba pasando lo hubieras entendido enseguida, pero yo no era más que una niña. Satsu se había subido el traje de baño hasta los hombros, y el muchacho Sugi estaba jugueteando con sus dos «Montes Fuji», como les llamaban los chicos.

Desde que nuestra madre había caído enferma, mi hermana se había puesto bastante gordita. Sus pechos eran tan hirsutos como sus cabellos. Lo que me sorprendía más era que parecía que era precisamente su indocilidad lo que fascinaba al chico Sugi. Los meneaba y los soltaba para ver cómo volvían a su sitio balanceándose. Yo sabía que no debía estar espiando, pero tampoco sabía qué hacer mientras tuviera el camino bloqueado por ellos. Y entonces de pronto oí la voz de un hombre detrás de mí.

– Chiyo-chan, ¿qué haces ahí agachada detrás de un árbol?

Teniendo en cuenta que era una niña de nueve años, que venía de bañarse en un estanque y que todavía no tenía en mi cuerpo ni formas ni texturas que ocultar de la vista de nadie… es fácil imaginar lo que llevaba encima.

Cuando me volví -todavía en cuclillas y cubriendo mi desnudez lo mejor que podía con las manos- vi al Señor Tanaka. No podría haber sentido más vergüenza.

– Esa de ahí debe de ser tu famosa «casita piripi» -dijo-. Y ese de ahí parece el hijo del Señor Sugi. ¡Y por lo que se ve está muy ocupado! ¿Quién es la chica que está con él?

– Pues mi hermana, Señor Tanaka. Estoy esperando a que se vayan.

El Señor Tanaka hizo una bocina con las manos y dio un grito; entonces oí que el chico Sugi se echaba a correr camino abajo. Mi hermana debió de salir corriendo también, porque el Señor Tanaka me dijo que podía ir a casa y vestirme.

– Cuando veas a tu hermana -me dijo- quiero que le des esto.

Me dio un paquetito envuelto en papel de arroz del tamaño de una cabeza de pescado.

– Son una hierbas chinas -me dijo-. No le hagáis caso al doctor Miura si os dice que no valen para nada. Que tu hermana prepare con ellas una infusión y se la dé a tu madre para aliviarle el dolor. Son unas hierbas muy apreciadas. No las malgastéis.

– Entonces, en ese caso, más vale que haga yo misma la infusión. A mi hermana no se le dan muy bien esas cosas.

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