Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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– ¡Pobrecito pescado! -dije yo.

– Te pareces a mi mujer. Cuando ve los pescados ya están muertos, pero si tiene que cocinar un cangrejo todavía vivo, se le llenan los ojos de lágrimas y les canta una canción.

El Señor Tanaka me enseñó una cancioncilla -en realidad casi una pequeña oración- que pensé que se habría inventado su mujer.

Ella se la cantaba a los cangrejos, pero nosotros adaptamos la letra a la lubina:

Suzuki y o suzuki!

Jobutso shite kure!

¡Lubinita, oh lubinita,

corre, corre, enseguida serás Buda!

Luego me enseñó otra, una nana que yo no conocía. Se la cantamos a una platija que ocupaba sola una cesta, con sus ojos, como botones, girando a ambos lados de la cabeza.

Nemure yo, iikereiyo!

Niwa ya makiba ni

Tort mo hitsuji mo

Minna nemureba

Hoshi wa mado kara

Gin hikari o

Sosogu, kono yoru!

¡Duerme, duerme, platija buena!

Cuando todos estén dormidos,

también los pájaros y los corderos

en los huertos y en los prados,

las estrellas de la noche

verterán su luz dorada

desde la ventana.

Un momento después coronamos la loma y la villa de Senzuro se hizo visible a nuestros pies. Era un día gris. Era la primera vez que veía el mundo fuera de Yoroido, y me pareció que no me había perdido nada. Veía los oscuros cerros, poblados con los tejados de paja del pueblo, rodeando una pequeña bahía, y el mar metálico, veteado de blanco. Tierra adentro, el paisaje podría haber sido atractivo de no ser por la vías del tren que lo recorrían como cicatrices.

Senzuro era una población sucia y maloliente. Incluso el mar despedía un terrible hedor, como si todos los peces se estuvieran pudriendo. Alrededor de los postes del muelle flotaban trozos de fruta y verduras, como las medusas de nuestra bahía. Los barcos tenían la pintura saltada y parte de la madera agrietada; parecía que se habían estado peleando unos con otros.

Satsu y yo esperamos largo rato sentadas en el muelle, hasta que por fin el Señor Tanaka nos llamó y nos dijo que entráramos en las oficinas centrales de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, donde nos condujo por un largo pasillo. No creo que dentro de un pez huela más a tripas de pescado que en aquel pasillo. Pero, para mi sorpresa, al fondo, había un despacho, que a mis ojos de niña de nueve años pareció muy bonito. Satsu y yo nos quedamos en el umbral, descalzas en el resbaladizo suelo de piedra. Frente a nosotras había un escalón, y, subiéndolo, una tarima cubierta con tatamis. Tal vez eso fue lo que me impresionó: la elevación del suelo hacía que todo pareciera más grande. En cualquier caso, me pareció la habitación más bonita que había visto nunca, aunque ahora me hace reír pensar que el despacho de un asentador de pescado de un pequeño puerto del Mar de Japón pudiera impresionar tanto a nadie.

Sobre un cojín en la tarima había una mujer de edad, que se levantó al vernos y se acercó al borde y se puso de rodillas. Era vieja y tenía pinta de chiflada; no paraba quieta ni un momento. Cuando no estaba alisándose el kimono, estaba quitándose algo del ojo o rascándose la nariz, al tiempo que suspiraba continuamente, como si lamentara tener que hacer todos aquellos movimientos.

El Señor Tanaka le dijo:

– Estas son Chiyo-chan y su hermana mayor, Satsu-san.

Yo hice una pequeña reverencia, a la que Doña Fuguillas respondió con una inclinación de cabeza. Entonces suspiró aún más profundamente y empezó a pellizcarse una zona del cuello llena de costras. Me hubiera gustado mirar hacia otro lado, pero tenía los ojos fijos en mí.

– Entonces tú eres Satsu-san, ¿no? -dijo. Pero seguía mirándome a mí.

– Yo soy Satsu -dijo mi hermana.

– ¿Cuándo naciste?

Satsu no parecía todavía muy segura de a cuál de las dos se estaba dirigiendo Doña Fuguillas, así que respondí en su lugar.

– Es del año de la vaca -dije.

La vieja se acercó a mí y me acarició. Pero lo hizo de la forma más rara que se pueda uno imaginar, hundiendo la yema de los dedos en mi mejilla. Me di cuenta de que pretendía acariciarme porque su expresión era bondadosa.

– Ésta es bastante bonita. ¡Qué ojos! Y se nota que es lista. Basta con verle la frente -aquí se volvió a mi hermana y dijo-: Así que del año de la vaca; entonces tienes quince años; el planeta Venus… seis, blanco. A ver, a ver… Acércate un poco más.

Satsu hizo lo que le decían. Doña Fuguillas empezó a examinarle la cara, no sólo con la vista, sino también con las yemas de los dedos. Se pasó un largo rato comprobando la nariz de Satsu desde ángulos diferentes, y sus orejas. Le pellizcó los lóbulos varias veces, y luego empezó a gruñir para indicar que había terminado con Satsu y se volvió hacia mí.

– Tú tienes que ser del año del mono. Basta con mirarte. ¡Cuánta agua tienes! Ocho, blanco; el planeta Saturno. Y eres una chica muy atractiva. Acércate.

Entonces procedió a hacer lo mismo conmigo, pellizcándome las orejas y todo lo demás. Yo no podía dejar de pensar que hacía un momento se había estado rascando las costras del cuello con la misma mano. Enseguida se puso en pie y se bajó al suelo, donde estábamos nosotras. Le llevó un rato meter los pies en los zori, pero finalmente se volvió hacia el Señor Tanaka y le dirigió una mirada que él pareció entender de inmediato, porque salió de la habitación, cerrando la puerta tras él.

Doña Fuguillas desabrochó el blusón campesino que llevaba Satsu y se lo quitó. Le estuvo moviendo los pechos, le miró debajo de los brazos, y luego la giró y le examinó la espalda. Yo estaba tan sorprendida que apenas me atrevía a mirar. Claro que había visto a Satsu desnuda antes, pero la forma de tocarla de Doña Fuguillas me pareció más indecente que cuando Satsu se había subido el bañador para que la manoseara el muchacho Sugi. Entonces, como si no fuera ya bastante, Doña Fuguillas le bajó las bragas de un tirón, la observó de arriba abajo y volvió a ponerla de frente.

– Sal de las bragas -le dijo.

Hacía mucho tiempo que no veía a Satsu tan avergonzada, pero dio un paso y dejó las bragas en el suelo fangoso. Doña Fuguillas la tomó por los hombros y la sentó en la tarima. Satsu estaba totalmente desnuda; y estoy segura de que no tenía más idea que yo de lo que estaba haciendo allí sentada. Pero tampoco tuvo mucho tiempo de preguntárselo, porque un instante después, Doña Fuguillas le había puesto las manos en las rodillas, separándoselas. Y sin vacilar un momento, metió la mano entre las piernas de Satsu. Después de esto, no pude seguir mirando. Supongo que Satsu debió de resistirse porque Doña Fuguillas dio un grito y al mismo tiempo oí un sonoro azote: Doña Fuguillas había pegado a Satsu en el muslo, como pude darme cuenta luego por la señal roja que le había dejado. Un momento después Doña Fuguillas había terminado y le dijo a Satsu que se vistiera. Mientras se vestía, Satsu soltó un profundo suspiro. Puede que estuviera llorando, pero yo no me atreví a mirarla.

Seguidamente, Doña Fuguillas vino directa hacia mí, y en un segundo me había bajado las bragas hasta las rodillas y me había quitado el blusón, como había hecho con Satsu. Yo no tenía pecho que la vieja pudiera toquetear, pero me examinó debajo de los brazos, igual que a mi hermana, y también me dio la vuelta, antes de sentarme en la tarima y terminar de quitarme las bragas. Estaba horriblemente asustada pensando en lo que vendría después. Cuando intentó separarme las rodillas, tuvo que darme un azote en el muslo, como a Satsu, y a mí se me hizo un nudo en la garganta intentando contener las lágrimas. Me puso un dedo entre las piernas; y sentí como un pellizco, tan intenso que solté un grito. Cuando me dijo que me vistiera, me sentía como deben de sentirse las compuertas de un pantano al detener las aguas de un río. Pero me daba miedo que el Señor Tanaka nos mirara mal si cualquiera de las dos se echaba a llorar como una niña pequeña.

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