El Señor Tanaka nos presentó al hombre, que se llamaba Bekku. El Señor Bekku no dijo ni una palabra, pero me examinó de cerca y pareció sorprenderse al ver a Satsu. El Señor Tanaka le dijo:
– He traído conmigo a Sugi desde Yoroido. ¿Quiere que le acompañe? El conoce a las niñas, y a mí no me importa prescindir de él uno o dos días.
– No, no -dijo Bekku, agitando la mano en el aire.
Ciertamente no me había esperado nada de esto. Pregunté adonde íbamos, pero nadie pareció haberme oído, así que me fabriqué mi propia respuesta. Decidí que al Señor Tanaka no le había gustado lo que Doña Fuguillas le había contado de nosotras, y que este hombre tan flaco, el Señor Bekku, nos llevaba a algún sitio donde nos iban a leer los astros de una forma más completa. Luego volveríamos a casa del Señor Tanaka.
Mientras yo hacía todo lo posible por tranquilizarme, Doña Fuguillas, sonriendo de oreja a oreja, nos condujo a Satsu y a mí a cierta distancia del grupo. Cuando estuvimos lo bastante alejados para que no pudieran oírnos, su sonrisa se desvaneció, y dijo:
– Ahora escuchadme bien. ¡Sois dos niñas malas! -echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie nos miraba y nos dio un cachete en la cabeza. No me hizo daño, pero pegué un grito, sorprendida-. Como hagáis algo que me ponga en evidencia -continuó-, os vais a acordar de mí. El Señor Bekku es un hombre muy severo; tenéis que prestarle mucha atención. Y si os dice que os metáis debajo del tren, lo hacéis. ¿Comprendido?
Por la expresión de la cara de Doña Fuguillas deduje que si no contestaba algo, me pegaría. Pero estaba tan asustada, que me había quedado sin habla. Y entonces, exactamente como me había temido, me agarró y empezó a pellizcarme en el cuello de tal forma que no sabía qué parte del cuerpo me dolía. Me sentía como si me hubiera caído en un barreño lleno de unos bichos que me mordían a diestro y siniestro, y me oí quejarme. Lo siguiente que vi fue al Señor Tanaka a nuestro lado.
– ¿Qué está pasando aquí? -dijo-. Si tiene que decirle algo más a las muchachas dígaselo mientras estoy aquí. No hay ninguna razón para tratarlas así.
– Claro que tendríamos muchas más cosas de las que hablar. Pero ahí llega el tren -dijo Doña Fuguillas. Y era cierto: lo vi culebrear en una curva ya bastante cerca de nosotros.
El Señor Tanaka nos volvió a llevar al andén, donde los campesinos y las ancianas reunían sus pertenencias. Enseguida el tren se detuvo delante de nosotros. El Señor Bekku, con su rígido kimono, se metió como una cuña entre Satsu y yo y, agarrándonos por el codo, nos hizo subir al vagón. Oí al Señor Tanaka decir algo, pero estaba demasiado confusa y triste para distinguir con claridad lo que decía. No podía fiarme de lo que había oído. Podría haber sido:
Mata yo! «¡Hasta la vista!»
O esto:
Matte yo! «¡ Espere!»
O incluso esto:
Ma… dejo! «¡Pues… vámonos ya!»
Cuando miré por la ventanilla, vi al Señor Tanaka dirigiéndose a su carro y a Doña Fuguillas limpiándose las manos en el kimono.
Pasado un momento, mi hermana dijo:
– ¡Chiyo-chan!
Escondí la cara entre las manos, y sinceramente me hubiera hundido en la desesperación. Por la forma de llamarme, no era necesario que dijera nada más.
– ¿Sabes adonde vamos? -me preguntó.
Creo que sólo quería que le contestara sí o no. Probablemente no le importaba mucho cuál era nuestro destino, mientras hubiera alguien que supiera lo que estaba pasando. Pero yo tampoco lo sabía. Le pregunté al hombre flaco, el Señor Bekku, pero no me prestó atención. Seguía mirando a Satsu como si nunca hubiera visto nada igual. Finalmente, hizo una mueca de disgusto y dijo:
– ¡Pescado! ¡Las dos apestáis a pescado!
Se sacó un peine de la bolsa y empezó a desenredarle el pelo. Estoy segura de que le estaba haciendo daño, pero me di cuenta de que a Satsu debía de dolerle aún más ver pasar el paisaje al otro lado de la ventanilla. Un momento después, hizo un puchero, como si fuera un bebé, y empezó a llorar. Si me hubiera pegado y gritado no me habría dolido más que verla llorar de aquel modo; le temblaba toda la cara. Yo tenía la culpa de todo. Una vieja campesina, dentona como un perro, se acercó y le dio a Satsu una zanahoria y luego le preguntó que adonde iba.
– Kioto -respondió el Señor Bekku.
Me sentí tan mal al oír esto que no me atreví a mirar a Satsu a los ojos. Si la ciudad de Senzuru me parecía un lugar lejano y remoto, para qué decir Kioto. Me sonaba tan extranjera como Hong Kong o Nueva York, de la que había oído hablar una vez al doctor Miura. Si me hubieran dicho que allí se comían a los niños crudos, me lo habría creído.
Estuvimos en el tren muchas horas, sin nada que comer. Por un momento atrajo mi atención ver que el Señor Bekku sacaba de su bolsa un paquetito de hoja de loto y lo desenvolvía, revelando una bola de arroz rebozada de semillas de sésamo. Pero cuando la tomó entre sus huesudos dedos y se la introdujo, apretándola, en su mezquina boquita, sin ni siquiera mirarme, sentí que no podía soportar un minuto más aquel tormento. Por fin nos bajamos del tren en una gran estación, que yo pensé que sería Kioto, pero un rato después, entró otro tren en el andén, y nos montamos en él. Éste sí que nos llevaba a Kioto. Iba mucho más lleno que el anterior, así que tuvimos que ir de pie. Para cuando llegamos, al atardecer, me sentía como una roca después de todo un día de golpearle el agua encima.
Conforme nos aproximábamos a la estación, apenas se veía nada de la ciudad. Pero entonces, para mi sorpresa, divisé una panorámica de tejados que se extendía hasta el pie de las colinas, a lo lejos. Nunca hubiera podido imaginar una ciudad tan grande. Todavía hoy, la visión de calles y edificios desde un tren me hace recordar el terrible vacío y el miedo que sentí aquel día, el día que dejé mi casa para siempre.
Por entonces, hacia 1930, todavía funcionaban en Kioto bastantes rickshaws. De hecho, había tantos alineados a la puerta de la estación que pensé que en aquella ciudad nadie iba a ningún lado si no era en rickshaw, lo que no podía estar más lejos de la verdad. Unos quince o veinte descansaban en sus varas, con los conductores acuclillados al lado, fumando o comiendo; algunos de los conductores incluso dormían hechos un ovillo sobre la sucia calle.
El Señor Bekku nos volvió a agarrar por los codos, como si estuviera acarreando un par de cubos desde el pozo. Probablemente pensaba que si me soltaba un momento me escaparía; pero yo no lo habría hecho. Nos llevara adonde nos llevara, lo prefería a verme sola en aquella inmensa maraña de calles y edificios, tan desconocida para mí como el fondo del mar.
Nos montamos en un rickshaw, con el Señor Bekku apretado entre las dos. Era más huesudo de lo que imaginaba. Nos fuimos hacia atrás cuando el conductor subió las varas, y entonces el Señor Bekku dijo:
– Tominagaho, en Gion.
El conductor no contestó, pero dio un tirón al rickshaw para ponerlo en movimiento, y luego empezó a correr al trote. Cuando habíamos recorrido una o dos cuadras, me armé de valor y le pregunté al Señor Bekku:
– ¿Será tan amable de decirnos, por favor, adonde nos lleva?
No pareció que fuera a responder, pero un momento después, dijo:
– A vuestro nuevo hogar.
Al oír esto, se me llenaron los ojos de lágrimas. Oí llorar a Satsu al otro lado del Señor Bekku, y yo misma estaba a punto de dejar escapar un sollozo cuando el Señor Bekku le dio un golpe a Satsu, que ahogó un grito. Me mordí el labio y contuve el llanto tan instantáneamente que creo que las lágrimas se pararon en seco a medio camino de mis mejillas.
Читать дальше