Arthur Golden - Memorias De Una Geisha

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Memorias De Una Geisha: краткое содержание, описание и аннотация

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Cuando me había hecho una idea de la peculiar disposición de todas las pequeñas edificaciones, reparé en la elegancia de la casa principal. En Yoroido, las estructuras de madera eran más grises que marrones y estaban agrietadas por el aire salino. Pero aquí los suelos y las vigas de madera brillaban a la luz amarilla de las lámparas eléctricas. En el vestíbulo principal se abrían unas ligeras puertas correderas y arrancaba una escalera recta. Una de las puertas correderas estaba abierta, y vi una pequeña habitación forrada de madera en la que había un altar budista. Estas habitaciones eran para el uso de la familia y también de Hatsumono, aunque ésta, como supe después, no formaba parte de ella. Cuando los miembros de la familia querían salir al patio, no pasaban por el pasaje, como las sirvientas, sino que tenían su propia pasarela de madera pulida adosada a un lado que la casa. Incluso había retretes separados: uno arriba para la familia y otro abajo para las sirvientas.

Todavía tardaría un día o dos en descubrir todas aquellas cosas. Pero entonces me quedé un buen rato en el pasaje tratando de adivinar dónde estaba y sintiéndome muy asustada. La Tía había desaparecido en la cocina, donde la oí regañar a alguien. Por fin ese alguien salió. Resultó ser una chica más o menos de mi misma edad, que llevaba un cubo de madera en la mano, tan lleno de agua que iba regando con ella el suelo. Tenía el cuerpo muy delgado y estrecho; pero su cara era regordeta y casi totalmente redonda, así que me pareció una sandía clavada en un palo. Con el esfuerzo de llevar el cubo, sacaba la lengua, que parecía así el rabito de la sandía. No tardé en darme cuenta de que era un tic suyo. Sacaba la lengua cuando revolvía la sopa de miso o se servía arroz o incluso cuando se abrochaba el vestido. Y su cara era en verdad tan gordinflona y tan lisa, casi siempre con la lengua fuera, curvada como el tallito de una calabaza, que al cabo de unos cuantos días era así como la llamaba, y con el apodo de «Calabaza» llegó a ser conocida por todo el mundo, incluso muchos años después, ya como geisha de Gion, por sus clientes.

Cuando hubo dejado el cubo a mi lado, Calabaza metió la lengua, y luego se atusó el peló detrás de la oreja, mientras me miraba de arriba abajo. Creí que iba a decirme algo, pero se limitó a seguir mirándome, como si estuviera decidiendo dónde iba a darme el bocado. Realmente parecía que tenía hambre. Por fin, se inclinó y me susurró:

– Pero ¿de dónde has salido tú?

Pensé que no la ayudaría mucho decir que venía de Yoroido; estaba segura de que no iba a reconocer el nombre de mi pueblo, pues su acento me sonaba tan extraño como el del resto. Así que le dije simplemente que acababa de llegar.

– Creí que nunca volvería a ver una chica de mi edad -me dijo-. Pero ¿qué te pasa en los ojos?

En ese momento la Tía salió de la cocina y después de mandar a Calabaza a otra parte, tomó el cubo y un trapo y me llevó al patio. El patio era bastante lindo, todo cubierto de musgo y con un caminito de guijarros que conducía al almacén; pero olía fatal debido a los retretes, que estaban en una pequeña edificación en uno de sus lados. La Tía me dijo que me desnudara. Yo temía que me hiciera algo parecido a lo que me había hecho Doña Fuguillas, pero sólo me echó agua por encima y me frotó con el trapo. Luego me dio un vestido que, pese a ser del más tosco algodón azul marino, era lo más elegante que había llevado en mi vida. Una anciana que resultó ser la cocinera se acercó por el pasillo con varias criadas más, todas entradas en años, a verme. La Tía les dijo que tendrían todo el tiempo del mundo para mirarme cualquier otro día y las mandó irse por donde habían venido.

– Ahora escúchame bien, pequeña -me dijo la Tía cuando nos volvimos a quedar solas-. No quiero ni aprenderme tu nombre hasta que no decidan quedarse contigo. La última chica que tuvimos no fue del agrado de Mamita y de la Abuela, y sólo duró un mes. Soy demasiado vieja para andar aprendiéndome tantos nombres nuevos.

– ¿Y qué me pasará si no quieren quedarse conmigo? -le pregunté.

– Será mejor para ti que quieran guardarte.

– Le puedo preguntar… ¿qué es este lugar?

– Es una okiya -me respondió-. Es el lugar donde viven las geishas. Si trabajas mucho, de mayor tú también serás geisha. Pero si no me escuchas con atención, no pasarás aquí más de una semana. Mamita y la Abuela van a bajar a verte dentro de un momento. Y más vale que lo que vean sea de su agrado. Lo que se espera de ti es que les hagas la reverencia más profunda que puedas y que no las mires directamente a los ojos. La mayor, a la que llamamos Abuela, no ha apreciado a nadie en su vida, así que no te preocupes por lo que te diga. Y, sobre todo, si te hace alguna pregunta, ¡no se te ocurra contestarle! Yo lo haré por ti. A la que tienes que impresionar es a la Mamita. No es mala persona, pero sólo le preocupa una cosa.

No tuve la oportunidad de saber cuál era esa cosa, pues en ese momento oí un crujido proveniente del vestíbulo, y enseguida aparecieron las dos mujeres, deslizándose por la pasarela hacia donde estábamos nosotras. No me atreví a mirarlas. Pero por lo que pude ver por el rabillo del ojo, me parecieron dos lindos fardos de seda flotando en la corriente. Un momento después revoloteaban en la pasarela encima de nosotras, y acto seguido bajaron y se alisaron el kimono a la altura de las rodillas.

– ¡Umeko-san! -gritó la Tía, pues éste era el nombre de la cocinera-. Traiga té a la Abuela.

– No quiero té -oí decir a una voz enfadada.

– Venga, venga, Abuela -dijo una voz más áspera, que supuse que sería la de Mamita-. No tienes que bebértelo. La Tía sólo quería estar segura de que estás a gusto.

– No hay manera de estar a gusto con estos huesos míos -refunfuñó la anciana. La oí tomar aliento antes de seguir hablando, pero la Tía la interrumpió.

– Esta es la nueva chica, Mamita -dijo, al tiempo que me daba un pequeño empujón, que yo tomé como una señal para que hiciera una reverencia. Me arrodillé y bajé tanto el cuerpo que me llegó el aire mohoso que corría entre la casa y el lecho de piedra sobre el que estaba levantada. Entonces volví a oír la voz de Mamita.

– Levántate y acércate. Quiero examinarte de cerca.

Estaba segura de que iba a decirme algo más, pero en lugar de ello se sacó de debajo del obi una pipa con la cazoleta de metal y una larga boquilla de bambú. La depositó a su lado, en la pasarela, y luego se sacó del bolsillo que llevaba en la manga una bolsita de seda, de la que extrajo una buena pulgarada de tabaco. Cargó la pipa, apretando bien el tabaco con un dedo meñique manchado de un denso color naranja, como el de una batata asada; se la puso en la boca y la encendió con una cerilla que sacó de una cajita de metal.

Entonces me observó detenidamente, exhalando el humo, mientras la anciana suspiraba a su lado. No podía mirar a la Mamita, pero tenía la impresión de que el humo salía de su cara como el vapor que mana de las grietas de la tierra. Me inspiraba tanta curiosidad que mis ojos tomaron vida propia y empezaron a dispararse a un lado y a otro. Cuantas más cosas veía de ella, más fascinada me quedaba. Llevaba un kimono amarillo estampado con unas ramas de sauce cargadas de bonitas hojas verdes y naranjas; era de gasa de seda, tan delicado como una tela de araña. El obi me pareció igual de sorprendente. Tenía también una linda textura de gasa, pero más pesada, y era de color asalmonado y marrón, entretejido con hilos dorados. Cuanto más miraba su ropa, más me olvidaba de que me encontraba en un sitio desconocido y menos me preguntaba qué habría sido de mi hermana -y de mi madre y mi padre- y qué sería de mí. Cualquier detalle del kimono de aquella mujer bastaba para que me olvidara de mí misma. Y entonces tuve una terrible conmoción, pues sobre el cuello de aquel elegante kimono había una cara tan despareja con la ropa que era como si hubiera estado acariciando a un gato y descubriera de pronto que tenía la cara de un bulldog. Era una mujer espantosamente fea, aunque mucho más joven que la Tía, algo que yo no hubiera esperado. Resultó que, en realidad, la Mamita era hermana de la Tía, aunque se llamaban la una a la otra «Mamita» y «Tía» respectivamente, como lo hacían el resto de los habitantes de la okiya. Tampoco eran hermanas de verdad, como lo éramos Satsu y yo. No habían nacido en la misma familia; pero la Abuela las había adoptado a las dos.

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