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Arthur Golden: Memorias De Una Geisha

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Arthur Golden Memorias De Una Geisha

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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Apasionante y sorprendente, Memorias de una geisha ha batido récords de permanencia en las listas de superventas de todo el mundo y conquistado a lectores en más de veintiséis idiomas. Su publicación en Suma coincide con el estreno en España de la superproducción basada en esta novela.

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Aunque estaba deseosa de dejar por escrito su biografía, Sayuri insistió en varias condiciones. Quería que el manuscrito se publicara después de su muerte y la de algunos hombres que habían ocupado una posición prominente en su vida. Todos murieron antes que ella. A Sayuri le preocupaba mucho que sus revelaciones pudieran poner a alguien en evidencia. Siempre que me ha sido posible he dejado los nombres reales de las personas, aunque Sayuri me ocultó incluso a mí la identidad de ciertos hombres, mediante la convención, común entre las geishas, de referirse a los clientes con sus apodos. El lector que al encontrarse con personajes como el Señor Copito de Nieve -cuyo mote vino sugerido por su caspa- crea que Sayuri sólo está tratando de ser graciosa puede no haber comprendido su verdadera intención.

Cuando le pedí permiso a Sayuri para utilizar una grabadora, mi intención era que fuera sólo una garantía contra los posibles errores de trascripción por parte de la secretaria. Pero después de su muerte, acaecida el año pasado, me digo a mí mismo si en el fondo no tendría otro motivo: el de preservar su voz, una voz con una expresividad que pocas veces se encuentra. Por lo general habla con un tono suave, como se puede esperar de una mujer cuya profesión ha sido entretener a los hombres. Pero cuando quería dar vida a una escena, podía hacerme creer sólo con su voz que había seis u ocho personas en la habitación. A veces, por la noche, solo en mi despacho, vuelvo a oír las casetes, y entonces me cuesta creer que ya no está entre nosotros.

JACOB HAARHUIS Catedrático de japonés de la Universidad de Nueva York

Capítulo uno

Imagínate que tú y yo estuviéramos sentados en una apacible estancia con vistas a un jardín, tomando té y charlando sobre unas cosas que pasaron hace mucho, mucho tiempo, y yo te dijera «el día que conocí a fulano de tal… fue el mejor día de mi vida y también el peor». Supongo que dejarías la taza sobre la mesa y dirías: «¿En qué quedamos? ¿Fue el mejor o el peor?». Tratándose de otra situación, me habría reído de mis palabras y te habría dado la razón. Pero la verdad es que el día que conocí al señor Tanaka Ichiro fue de verdad el mejor y el peor día de mi vida. Me fascinó, incluso el olor a pescado de sus manos me pareció un perfume. De no haberlo conocido, nunca hubiera sido geisha.

No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido, un pueblecito de la costa del Mar de Japón. En toda mi vida, no habré hablado de Yoroido, ni tampoco de la casa en la que pasé mi infancia o de mis padres o de mi hermana mayor, ni desde luego de cómo me hice geisha o de cómo te sientes siéndolo, con más de media docena de personas. La mayoría de la gente prefiere seguir imaginándose que mi madre y mi abuela fueron también geishas y que yo empecé a prepararme para serlo en cuanto me destetaron, y otras fantasías por el estilo. En realidad, un día, hace muchos años, le estaba sirviendo sake a un hombre que mencionó de pasada que había estado en Yoroido la semana anterior. Me sentí como se debe de sentir un pájaro al encontrarse al otro lado del océano con una criatura que conoce su nido. Me quedé tan sorprendida que no pude contenerme y le dije:

– ¡ Yoroido! De ahí soy yo.

¡Pobre hombre! Su cara se convirtió en un muestrario de muecas. Hizo todo lo posible por sonreír, sin conseguirlo, porque no podía dejar de mostrar una turbada sorpresa.

– ¿Yoroido? Seguro que no estamos hablando del mismo lugar.

Para entonces ya hacía mucho tiempo que yo había desarrollado mi «sonrisa Noh»; la llamo así porque cuando la pongo parezco una máscara del teatro Noh, de esas que son totalmente hieráticas. La ventaja que tiene es que los hombres la interpretan como quieren; no te puedes imaginar lo útil que me ha sido. En ese momento pensé que lo mejor sería usarla, y como era de esperar, funcionó. El hombre suspiró profundamente y se bebió de un trago la copa de sake que acababa de servirle. Luego soltó una enorme carcajada, de alivio, creo yo, más que de otra cosa.

– ¡Qué idea! -dijo, soltando otra carcajada-. ¡Tú de un poblacho como Yoroido! Eso sería como pensar en hacer té en un cubo -y cuando volvió a reírse, me dijo-: Por eso eres tan divertida, Sayuri-san. A veces casi consigues que me tome en serio las bromitas que me haces.

No es que me guste mucho pensar que soy como un cubo de té, pero supongo que en cierta medida es cierto. Después de todo, me crié en Yoroido, y nadie se atrevería a decir que es un lugar con glamour. Casi nunca va nadie por allí. Y la gente de allí no tiene muchas oportunidades de irse. Probablemente te estés preguntando cómo lo conseguí yo. Ahí empieza mi historia.

La casa en la que vivíamos en el pequeño puerto de Yoroido era una «casita piripi», corno la llamaba yo entonces. Estaba junto a un acantilado donde soplaba constantemente el viento del océano. De niña, pensaba que el mar estaba siempre acatarrado, porque jadeaba constantemente, salvo cuando se quedaba como sin respiración, antes de soltar uno de sus grandes estornudos -lo que equivale a decir que de pronto soplaban ráfagas tremendas acompañadas de agua de mar pulverizada-. Decidí que nuestra casita se habría ofendido que el océano le estornudara en la cara cada dos por tres y empezó a torcerse para quitarse del medio. Probablemente hubiera terminado derrumbándose de no ser porque mi padre la apuntaló con un madero que rescató de un barco de pesca naufragado. De este modo, la casa parecía un viejo borracho apoyado en una muleta.

Mi vida en la casita piripi también estaba un poco torcida. Como desde muy niña me parecí mucho a mi madre y apenas nada a mi padre o a mi hermana mayor, mi madre decía que estábamos hechas iguales -y era verdad que las dos teníamos unos ojos peculiares, de un color que casi nunca se ve en Japón-. En lugar de castaño oscuro, los ojos de mi madre eran de un gris translúcido, y los míos son exactamente iguales. Siendo niña le dije una vez a mi madre que alguien le había hecho un agujerito en los ojos y que se les había salido toda la tinta, y ella pensó que era una ocurrencia la mar de graciosa. Los videntes decían que sus ojos eran tan pálidos porque había demasiada agua en su personalidad, tanta que los otros cuatro elementos apenas estaban presentes, y por eso, explicaban, combinaban tan mal sus rasgos. La gente del pueblo decía que tendría que haber sido extremadamente atractiva, porque sus padres habían sido muy guapos. Pues bien, los melocotones tienen un sabor exquisito, lo mismo que las setas, pero no se pueden combinar; esa era la jugarreta que le había gastado la naturaleza. Tenía la boquita bien formada de su madre, pero la angulosa mandíbula de su padre, lo que daba la impresión de una delicada pintura enmarcada con un marco demasiado pesado. Y sus hermosos ojos grises estaban cercados por unas pestañas extremadamente espesas que en el caso de su padre debían de ser sorprendentes, pero en el suyo hacían que pareciera siempre espantada.

Mi madre siempre decía que se había casado con mi padre porque ella tenía demasiada agua en su personalidad y mi padre demasiada madera en la suya. La gente que conocía a mi padre enseguida entendía a qué se refería mi madre. El agua mana veloz de un lugar a otro y siempre encuentra una rendija por la que salir. La madera, por su parte, se agarra fuerte a la tierra. En el caso de mi padre esto era bueno, porque era pescador, y un hombre con madera en su personalidad se encuentra cómodo en el mar. En realidad, mi padre se encontraba mejor en el mar que en cualquier otro sitio, y nunca se alejaba mucho de él. Olía a mar incluso después de lavarse. Cuando no estaba pescando, se sentaba en el suelo de nuestra oscura casita y remendaba las redes. Y si la red hubiera sido una criatura dormida ni siquiera la habría despertado, tal era la lentitud con la que trabajaba. Lo hacía todo así de despacio. Incluso cuando intentaba poner cara de concentración, podías salir fuera y vaciar el barreño en el tiempo que le llevaba a él recolocar sus rasgos. Tenía la cara llena de arrugas, y en cada arruga había escondido una preocupación u otra, de modo que había dejado de ser su cara y más bien parecía un árbol con nidos de pájaros en todas las ramas. Tenía que luchar constantemente para dominarla, y siempre parecía agotado por el esfuerzo.

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