El hotel es cutre. Su anuncio de neón está estropeado. Tomé una habitación como quien se toma la vida con resignación. Tras una ducha muy caliente, fui a cenar a una taberna y luego me emborraché en un bar sórdido. Tardé horas en desandar el camino. Una vez en la habitación, me hundí en el abismo sin previo aviso.
Tengo que apoyarme en la pared para poder llegar al cuarto de baño. Los miembros sólo me responden a medias. Siento continuas náuseas, tengo la vista borrosa y estoy muerto de hambre. Es como si me moviera sobre una nube. ¡Dos días durmiendo en esta astrosa habitación, sin sueños ni recuerdos; dos días pudriéndome en unas sábanas que parecen un sudario!… ¿Dios mío, qué me está pasando?
El espejo me devuelve una cara atormentada, aún más desfigurada por una barba incipiente. La blancura de mis ojos contrasta con unas ojeras violáceas, ahuecándome aún más las mejillas. Parezco un demente al despertar de su delirio.
Sacio mi sed directamente del grifo, prolongadamente; me meto en la ducha y me quedo inmóvil bajo el chorro de agua hasta recuperar el equilibrio.
El director golpetea la puerta de mi habitación para asegurarse de que no he vuelto a caer en coma etílico. Queda aliviado al oírme gruñir y se va sin rechistar. Me visto, derrengado, y salgo del hotel para comer algo.
Me he quedado dormido sobre el banco de un parque soleado, mecido por el rumor del follaje.
Cuando despierto, ha anochecido. No sé dónde ir ni qué hacer con mi soledad. Me dejé en casa el móvil y el reloj. Temo enfrentarme a mí mismo. Desconfío del hombre que no supo pronosticar su desgracia. Al mismo tiempo, no estoy preparado para soportar la mirada de los demás. Me digo a mí mismo que ha sido una suerte haberme olvidado el móvil. No me veo hablando con alguien en el estado en que me encuentro. Kim podría ahondar en la herida; Naveed darme el consejo menos apropiado. Sin embargo, el silencio me mata. En este parque desierto me siento solo en el mundo, como los restos de un naufragio azotados por el oleaje en una funesta orilla.
De regreso al hotel me doy cuenta de que he olvidado la bolsa de aseo y mis pastillas. El teléfono me tienta pero no sé a quién llamar. ¿Qué hora es? Mi jadeo resuena en toda la habitación. No me encuentro bien, siento que algo se me escapa…
Nuevamente en la calle. De repente. No recuerdo cómo he salido del hotel, ni sé cuánto tiempo llevo vagabundeando por el barrio. No hay una ventana encendida a mi alrededor. Sólo un zumbido de motor a lo lejos, y luego la noche recupera sus prerrogativas sobre todo lo que duerme… Allá, cerca del quiosco, una cabina telefónica. Mis pasos me llevan tiránicamente hacia ella, mi mano descuelga el aparato, mis dedos marcan un número. ¿A quién estoy llamando? ¿Qué voy a contarle? La llamada suena cinco, seis, siete veces. Descuelgan y una voz soñolienta rezonga… «¿Diga? ¿Quién es? ¿Tienes idea de la hora que es? Yo trabajo mañana…» Reconozco la voz de Yaser. Me sorprende oírlo. ¿Por qué él?
– Soy Amín…
Un silencio; luego la voz salivosa de Yaser se afianza:
– ¿Amín? ¿Pasa algo grave?
– ¿Dónde está Adel? -me oigo preguntarle.
– Por favor, son las tres de la mañana.
– ¿Dónde está Adel?
– ¿Cómo quieres que lo sepa? Estará donde lo hayan llevado sus negocios. Hace semanas que no lo veo.
– ¿Me vas a decir dónde está o voy a tener que ir a esperarlo a tu casa?
– No -exclama-, no se te ocurra pisar Belén. Los tipos del otro día te andan buscando. Dicen que los has engañado y que trabajas para el Shin Beth.
– Yaser, ¿dónde está Adel?
Un nuevo silencio, más largo que el anterior, y Yaser acaba soltando, exacerbado.
– Yenín… Adel está en Yenín.
– Ése no es el lugar más adecuado para montar una empresa, Yaser. Yenín está asolado.
– Escucha, te aseguro que la última vez que tuve noticias suyas estaba en Yenín. No tengo motivos para mentirte. Si quieres, te avisaré cuando regrese… ¿Puedo saber de qué va todo esto? ¿Qué pasa con mi hijo para que me llames a esta hora?
Cuelgo.
No sé por qué, pero me encuentro algo mejor.
El vigilante nocturno no se alegra de que lo saque de la cama a las tres de la mañana. El hotel cierra a las doce y se me ha olvidado el código de entrada. Es un joven famélico, probablemente un universitario que pasa las noches custodiando el sueño ajeno para costearse los estudios. Me abre sin entusiasmo, busca mi llave y no la encuentra.
– ¿Está seguro de haberla entregado antes de salir?
– ¿Por qué tendría que cargar con una llave?
Sigue buscando tras el mostrador de la recepción, rebusca entre los papeles y las revistas que hay alrededor de un teléfono con fax y fotocopiadora y se incorpora sin haberla encontrado.
– ¡Qué raro!
Intenta recordar, sin conseguir despertarse del todo, dónde se encuentran las copias.
– ¿Ha buscado en su ropa, señor?
– Le digo que no la llevo -contesto llevándome las manos a los bolsillos.
El brazo se detiene: la llave está en mi bolsillo. La saco, confundido. El vigilante contiene un suspiro, a todas luces horrorizado. Se rehace y me desea buenas noches.
Como el ascensor está estropeado, subo por una escalera estrecha hasta el quinto para caer en la cuenta de que me alojo en el tercero. Vuelvo sobre mis pasos.
No enciendo la luz.
Me desvisto, me tumbo sin abrir la cama y miro el techo, que poco a poco me va aspirando como si fuera un agujero negro.
A partir del quinto día me doy cuenta de que mis duendes me están abandonando uno tras otro. Mis reflejos se adelantan a mis intenciones y mis torpezas las empeoran. Durante el día permanezco enclaustrado en la habitación, encogido sobre una silla o tumbado en la cama, con los ojos en blanco como si tratase de pillar por atrás mis pensamientos, pues no dejan de acosarme extrañas ideas: pienso poner en venta mi casa recurriendo a una agencia inmobiliaria, hacer borrón y cuenta nueva y exiliarme en Europa o en Estados Unidos… Por la noche, salgo como un depredador y frecuento tugurios sospechosos, seguro de no toparme, en esos lugares que jamás he pisado, con ningún conocido o ex colega. La penumbra de esos bares que apestan a tabaco y a efluvios rancios me insufla un extraño sentimiento de invisibilidad. A pesar de la promiscuidad de borrachos y mujeres de mirada embrujadora, nadie se fija en mí. Me siento a una mesa apartada, donde las jóvenes achispadas apenas se aventuran, y me dedico a soplar tranquilamente hasta que vienen a avisarme de que es hora de cerrar. Entonces me voy con mi borrachera al mismo parque, al mismo banco, y no vuelvo al hotel hasta la madrugada.
Hasta que, en una cervecería, todo se me va de las manos. La ira que llevaba días incubando acaba imponiéndose. Me lo esperaba. Con la susceptibilidad a flor de piel, sabía que tarde o temprano se me iban a fundir los plomos. Me expresaba con brutalidad y replicaba expeditivamente, carecía de paciencia y reaccionaba muy mal cada vez que me miraban. Sin duda, me estaba convirtiendo en otra persona, a la vez imprevisible y fascinante. Pero esta noche, en la cervecería, me paso. De entrada, no me ha gustado la mesa que me han dado. Quería un lugar discreto, pero no quedaban mesas disponibles. He puesto mala cara y he cedido. Luego, la camarera me informa de que no queda hígado a la plancha. Parece sincera, pero no me gusta su sonrisa.
– Quiero hígado a la plancha -me empeño.
– Lo siento, no nos queda.
– Eso no es asunto mío. En el menú que tienen fuera pone que sirven hígado a la plancha y por eso he entrado, no por otra cosa.
Mis gritos interrumpen el ruido de los cubiertos. Los clientes me miran.
– ¿Por qué tenéis que mirarme así? -les aúllo.
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