– Es imposible, señora -dijo con un hilo de voz el ama de llaves-. Esa niña, Yolanda… Yoly, nunca estuvo en estas habitaciones.
– ¿La conoce usted, Lucía? -preguntó entusiasmada.
La criada bajó los ojos sin responder.
– Era su hija -respondió Antonio con gravedad.
– ¿Era?
– Murió hace unos años.
– Lo siento, Lucía… No sabía nada… Pero ella sí estuvo en esta sala -insistió con delicadeza.
– Vamos, salgamos ya -ordenó el dueño de la casa.
Pero Elena no se rendía; recorrió con la mirada la sala, y se inclinó para levantar otro trozo de cortina y descubrir un nuevo tesoro.
– ¡La caja! ¡La caja de juguetes!
Abrió aquel rectángulo de gruesa madera y extrajo una muñeca de plástico. Le faltaba un brazo, y el pelo rubio de fibra de esparto estaba áspero y enredado. Vestía una camisa de raso brillante azul turquesa y una pequeña falda imitando el terciopelo negro, y sus gruesos pies estaban desnudos.
– Es doña… doña… -Trataba de recordar su nombre.
– Doña Lupita -respondió Lucía alargando la mano con expresión suplicante para recobrar el viejo juguete-. Disculpe, señor -dijo saliendo de la estancia con los ojos húmedos.
Elena miró a Antonio con aprensión al descubrir el desconcierto en su cara.
– Vamos, regresemos ya -ordenó él.
En el camino de vuelta Elena se detuvo junto a una pequeña puerta situada en la parte trasera de la capilla.
– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó con desagrado al observar la brusca parada de Elena.
– Nada -dijo reanudando el paso.
Mentía. Sí que pasaba: ella sabía lo que había detrás de aquella puerta.
Cenaron en un tenso silencio.
– Antonio, ¿estás molesto conmigo?
– ¿Por qué iba a estarlo? -respondió tratando de aparentar normalidad.
– No sé, creo que he despertado recuerdos dolorosos en Lucía. También te noto extraño a ti -dijo observando con ansiedad su reacción.
– Reconocerás que no es normal esta situación… Todos estamos un poco alterados con tus repentinos recuerdos.
– A partir de ahora no volveré a hablar de ellos. No quiero incomodarte. Y a Lucía tampoco.
– No… -Reaccionó con energía tomando su mano-. No me ocultes tus sueños, necesito saber qué sientes cada mañana al despertar.
Ella volvió al silencio y al limbo de sus recuerdos.
– Antonio, ¿qué pasó con el marido de Lucía?
– Ella nunca se casó.
– ¿Quién era el padre de su hija?
– No lo sé -dijo tras reflexionar unos instantes.
– Dime la verdad, te lo ruego. A veces creo que todavía me ocultas secretos…
– ¿Qué quieres decir? ¿Qué te figuras que estoy ocultando? ¿Acaso crees que debería conocer todos los enredos de la servidumbre? Es su vida, y nunca he sentido interés por conocerla. Madura de una vez, pequeña.
– Yo no soy una niña -protestó levantándose y apartándose bruscamente de la mesa para acercarse al ventanal.
Antonio percibió su respiración entrecortada provocada por el llanto. Se acercó despacio y le acarició el hombro.
– Lo siento. No quise ofenderte, pero no he mentido sobre Lucía. Te aseguro que no sé quién era el padre de esa niña. ¿Por qué es tan importante para ti? ¿Tiene relación con tus sueños?
– Hoy he recordado muchas cosas…
– ¿Qué cosas? Cuéntamelas. -La abrazaba desde atrás, pegado a su espalda, rodeando con los brazos su cintura.
– No puedo. Tengo miedo… -Seguía llorando con desconsuelo.
– ¿Qué es lo que te asusta? Déjame ayudarte, habla conmigo, dime qué te atormenta. Vamos, cuéntame tus recuerdos. -La hizo girar para hacer frente a su mirada.
– No puedo… no quiero que sean reales, me duelen demasiado…
– ¿Por qué? -preguntaba angustiado-. ¿Qué has recordado?
Antonio insistió tenazmente tratando de romper el hermetismo impuesto, pero se rindió sin conseguirlo. Elena se había encerrado de nuevo en su caparazón y esta vez no pudo obtener ninguna respuesta, así que la dejó marchar.
Elena estaba dormida cuando Antonio la visitó en su dormitorio por la mañana. Tenía el cabello suelto y extendido sobre el almohadón; estaba tendida de costado con una mano bajo la mejilla, y su perfume de nardos flotaba aún en el aire. Se sentó en el borde de la cama y esta vez se atrevió a acariciar su melena rubia mientras examinaba la inocente expresión que el sueño le ofrecía. Besó su frente con cuidado y advirtió que se despertaba muy despacio, ofreciéndole una dulce sonrisa.
– Adiós, mi Bella Durmiente. Volveré en unos días -dijo en voz baja-. Piensa en mí.
– Vuelve pronto, por favor. -Elena se incorporó para abrazarle y sintió sus fuertes manos en la espalda. No quería que se marchara, lo único que deseaba era que aquel hombre pudiera estrecharla de ese modo para siempre.
– Eres preciosa -le dijo besando sus labios con suavidad. Se separó despacio y salió de la habitación con desgana, lanzando desde el umbral una última mirada para retener en la memoria aquella hermosa imagen.
Elena salía a pasear en soledad cada amanecer. Caminaba sin rumbo fijo, mareada por la deliciosa sensación de libertad que la hacía sentir viva entre aquel olor a hierba recién cortada y el azul profundo del cielo de la fresca mañana. Aquel día comenzó a caminar cada vez más deprisa hacia un lugar determinado. Su mente se concentraba en la idea de llegar, con la única obsesión de trasladarse a otro mundo, su mundo. ¿Habría alguien que la llamaba y la estaba esperando allí?
Al fin alcanzó la meta; recorrió despacio el solar donde aún permanecían las huellas de su pasado. El viejo pozo era el único vencedor en aquel terreno, testigo mudo de un ayer cercano en el tiempo. Se inclinó hacia su interior y el reflejo en las plateadas aguas le devolvió el rostro de una niña desconocida que sonreía en brazos de un chaval moreno. El lugar se llenó de mujeres, de niños, de olor a comida, de gritos de hombres a caballo…
Y de pronto se hizo el silencio.
Las cabañas habían desaparecido; la huella de la hoguera donde todos sus recuerdos habían sucumbido estaba allí, callada, oscura, regocijándose por el festín que le habían proporcionado los lacayos del señor de aquellas tierras. Pero ella mantenía el empeño de conservar aquel pasado, jamás lo olvidaría. En su mente se ordenaban con detalle los juegos, colores y olores de su niñez… había regresado para siempre.
Aprovechó las horas de soledad para plasmar sus recuerdos y dibujó en un cuaderno la cabaña y todo el interior, sin olvidar el estampado de flores de las cortinas de la alacena. También dibujó en el papel el plano del establo, señalando con una cruz el rincón donde ella se encontraba, paralizada de miedo, cuando aquellas manos se acercaban peligrosamente. Jamás podría olvidarlo; en su memoria estaban intactos todos los lugares de su niñez, y allí no podría acceder Antonio para hacerlos desaparecer como hizo con el establo y las cabañas; era un acto de rebeldía contra aquel cuyo empeño era borrar sus vivencias por la fuerza.
Antonio la telefoneaba a diario y ella intuía su inquietud por los nuevos recuerdos que día a día iba recuperando. La memoria seguía enviándole imágenes, estancias cerradas, sombras, gritos… Y José Peralta aparecía por todos lados, moviéndose a su alrededor.
Lucía había nacido en aquella casa y tenía la clave de su pasado. Era una mujer reservada, a veces incluso antipática, pero Elena necesitaba su valiosa información y tenía que abordarla otra vez. Esperó el momento adecuado e inició el paso con sigilo.
– Lucía ¿Puedo hacerle una pregunta… personal? -Estaban en el comedor, tras el desayuno.
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