– Esta historia daría de sí para escribir un culebrón. -Los dos rieron a la vez-. Gracias por tu paciencia. Debo confesarte que, durante algún tiempo, tuve unas ideas espantosas… -confesó avergonzada.
– ¿Qué clase de ideas?
– Llegué a pensar que era él la persona a quien veía en mis sueños. -Señaló con un gesto de la cabeza el cuadro de Andrés Cifuentes situado sobre la chimenea-. Lo siento.
– No hay nada que disculpar. Estabas desorientada, dispersa. Tus recuerdos son confusos y tiendes a aumentarlos con la imaginación.
– Regina también me habló de Agustín… Por lo visto, era un hombre violento y conflictivo; mi madre sufrió mucho con sus desmanes. Sin embargo, yo tenía una idea totalmente opuesta sobre él. En su carta mostraba una gran sensibilidad, y mis recuerdos a su lado son tan agradables…
Antonio la escuchaba en silencio, pensativo.
– A lo largo de la vida vas descubriendo que nadie es lo que parece. Todos tenemos una zona oculta que nadie conoce.
– ¿Tú también la tienes?
– Todos la tenemos -sentenció.
– Yo he ido descubriendo paso a paso la de mi abuelo. Jamás habría sospechado algo así de él y aún me cuesta trabajo asimilar todo lo que he sabido hoy.
– Hoy has hallado la auténtica verdad, Elena; a partir de ahora se acabaron las incertidumbres. No vuelvas a dudar de mí.
– Palabra de honor -bromeó levantando su palma izquierda en un gracioso gesto.
– Y como prueba de que yo también confío en ti, te daré la clave telefónica para que llames a España. No tienes que intentarlo a escondidas… -La miró divertido, observando su expresiva mirada al verse sorprendida en una falta.
– Yo… necesitaba hablar con Jean Marc… Solo quería decirle que estoy bien… -explicó azorada, con las mejillas encendidas.
Se acercó a ella y, sin dejar de mirarla, apartó un mechón de su rostro para colocárselo detrás de la oreja, en un gesto muy tierno.
– Puedes llamarle cuando quieras, solo tienes que marcar en primer lugar el número ochenta y dos. Es el año en que nació mi hijo.
– Gracias, eres… muy bueno conmigo… Y te doy mi palabra de que no volveré a hacer nada que pueda molestarte. Yo también quiero que confíes en mí… -pidió con ingenua lealtad.
Antonio comprobó con satisfacción que Elena iniciaba un tímido acercamiento hacia él. Había esperado con paciente obstinación aquel cambio de actitud, y constató que lo que al principio era gratitud por sus desvelos había mudado a una vacilante confianza que él debía cuidar con especial mimo. Cualquier paso en falso, cualquier gesto de prisa podría provocar un retroceso en el escaso camino recorrido. Concluyó al fin que quería a Elena. La quería y punto. Jamás estuvo tan seguro de algo en toda su vida y no escatimaría medios para conseguir que ella también le amara.
Y si debía mentir, mentiría, y si tenía que callar, callaría. Al fin y al cabo, ¿qué era un silencio?
Amaneció en soledad. Antonio había partido muy temprano hacia la ciudad, pero Elena aún sentía su mirada sobre ella. Tenía el sueño ligero y solía oír las clandestinas visitas que él realizaba a su dormitorio cada mañana. Ya no le provocaban miedo, más bien todo lo contrario: era para ella un extraño placer sentirse observada por él mientras aparentaba estar dormida, y elegía cada noche un diferente atuendo de ropa interior para resultarle atractiva.
Aquella mañana estaba despierta cuando le oyó entrar, de espaldas a la puerta común, y gozó sintiendo sus ojos sobre su cuerpo casi desnudo. Esperó escuchar sus pasos de regreso a su dormitorio, y cuando le oyó salir, se giró entre las sábanas con la mente perdida. Recordó la agradable velada que le había dedicado la noche anterior. Era atento y protector, y había hecho todo cuanto podía para que ella se sintiese cómoda. Toda la apariencia de hombre frío y soberbio desaparecía cuando le dedicaba aquella mirada seductora que la dejaba fuera de juego. Jamás se había sentido tan halagada, tan deseada.
Incluso las pesadillas parecían haber firmado una tregua durante aquellos días. El rumor del exterior ejercía de bálsamo relajante para Elena: el trote de los caballos, los gritos de los mozos… Hasta los olores a paja mojada y a estiércol le resultaban agradables, creando una atmósfera acogedora que le infundía paz y sosiego. Amaba aquel lugar donde parecía haber vivido siempre, y por primera vez desde su llegada sentía que era donde quería estar.
Pero era la cercana presencia de Antonio lo que realmente le infundía bienestar. Él había ido deslizándose poco a poco hasta instalarse en lo más profundo de sus sentimientos, y concluyó que sus fantasías sobre el amor se habían hecho realidad y que nunca encontraría la felicidad junto a otro hombre, ni en otro lugar que no fuera aquella casa. Se había instalado en su vida y ella le acogió al fin, haciendo que sus reservas hacia él desaparecieran.
Pero Antonio aún no lo sabía.
Y aprovechando su ausencia, decidió regresar al viejo establo antes de que fuera definitivamente demolido. Tenía que enfrentarse al miedo que la invadía cada vez que se acercaba a aquel lugar, así que después del desayuno se dirigió caminando hacia los restos del viejo cobertizo seguida por Lucía, quien siempre la acompañaba en sus salidas, aunque Elena estaba segura de que ella no entraría allí.
Al llegar, se introdujo en la única cuadra que quedaba en pie y se sentó en un rincón sobre un montón de paja seca y polvorienta. Cerró los ojos y evocó sus recuerdos entre tablones amontonados y cascotes. Viejos pasajes de su infancia estaban allí, dormidos entre aquellos muros de madera carcomida y perforada por el paso de los años.
Y de repente, como por arte de magia, las imágenes comenzaron a desfilar frente a ella, como en las películas que proyectaba en la pared con el aparato de cine que los Reyes Magos le regalaron de niña. En aquellos momentos tenía cuatro años y estaba acurrucada en aquel mismo lugar, relajada y feliz. Agustín tarareaba una canción mientras pasaba un cepillo tan grande como su mano sobre el lomo de un caballo, lanzándole de vez en cuando puñados de paja para hacerla reír. Escuchaba también el rumor de los vaqueros por los pasillos del establo, y el olor a estiércol inundaba el ambiente. Se quedó dormida acompañada de aquellas bellas imágenes y soñó que estaba en su playa, sentada sobre la arena junto a unas rocas; su hermano montaba un soberbio caballo blanco y paseaba por la orilla. La vista se perdía en el horizonte, donde el cielo se fundía con el mar y un sol anaranjado dibujaba la sombra del solitario faro al final de la pequeña cala que se adentraba en el agua. Jamás se cansó de gozar de aquel sereno espectáculo.
Súbitamente sintió una terrible oscuridad. El mar inundó las rocas y quedó sumergida. Intentó mover las manos hacia arriba, pero algo la sacudía por los hombros, impidiéndole salir a flote «¡Ayúdame!», pidió desesperada a Agustín, quien minutos antes estaba frente a ella. Sus manos fueron inmovilizadas. «¡Despierta de una vez!», decía una voz proveniente de la superficie. «¡Socorro! ¡Me ahogo!», gritaba Elena luchando con todas sus fuerzas para liberarse de aquellas garras que la aprisionaban. «¡Despierta ya!», escuchó con claridad al tiempo que sentía un suave golpe en su mejilla. Al fin abrió los ojos e identificó aquella negrura.
– ¿Estás bien? -preguntó Antonio.
– Sí… ahora sí. Me has asustado.
– Solo trataba de despertarte, estabas profundamente dormida. ¿Era otra pesadilla? ¿De qué se trataba?
– No era una pesadilla, era un sueño muy agradable.
– Pues parecía que te ahogabas, pedías ayuda… ¿Se trataba de esa sombra que te persigue para estrangularte?
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