– ¿Quién lo recogerá?
– Alguien de nuestra confianza, no se preocupe. Alguien que esa misma tarde, muy poco después de que usted salga, entrará en el salón para peinarse igual que usted lo habrá hecho con anterioridad y utilizará su mismo armario.
– Y ¿si está ocupado?
– No suele estarlo porque es el último. No obstante, si se diera el caso, utilice el anterior. Y, si éste también lo estuviera, el siguiente. Y así sucesivamente. ¿Le queda claro? Repítamelo todo, por favor.
– Peluquería los miércoles a primera hora de la tarde. Utilizaré el último armario, abriré la puerta y, mientras dejo mis cosas dentro, del bolso o del sitio donde lo lleve guardado sacaré un tubo en el que habré liado todos los patrones que tengo que entregarle.
– Sujételos con una cinta o una banda elástica. Disculpe la interrupción; prosiga.
– Dejaré entonces el tubo en el estante más alto y lo empujaré hasta que toque el fondo. Después, cerraré el armario e iré a peinarme.
– Muy bien. Vamos ahora con la entrega de los sábados. Para estos días hemos previsto trabajar en el Museo del Prado. Tenemos un contacto infiltrado entre los encargados del guardarropa. Para estas ocasiones, lo más conveniente es que llegue al museo con una de esas carpetas que utilizan los artistas, ¿sabe a qué me refiero?
Recordé la que utilizaba Félix para sus clases de pintura en la escuela de Bertuchi.
– Sí, me haré con una de ellas sin problemas.
– Perfecto. Llévela consigo y meta dentro útiles de dibujo básicos: un cuaderno, unos lápices; en fin, lo normal, podrá conseguirlos en cualquier parte. Junto a eso, deberá introducir lo que tenga que entregarme, esta vez dentro de un sobre abierto de tamaño cuartilla. Para hacerlo identificable, prenda sobre él un recorte de tela de algún color vistoso pinchado con un alfiler. Irá al museo todos los sábados sobre las diez de la mañana, es una actividad muy común entre los extranjeros residentes en la capital. Llegue con su carpeta cargada con su material y con cosas que la identifiquen dentro, por si hubiera algún tipo de vigilancia: otros dibujos previos, bocetos de trajes, en fin, cosas relacionadas una vez más con sus tareas habituales.
– De acuerdo. ¿Qué hago con la carpeta cuando llegue?
– La entregará en el guardarropa. Deberá dejarla siempre junto con algo más: un abrigo, una gabardina, alguna pequeña compra; intente que la carpeta vaya siempre acompañada, que no resulte demasiado evidente ella sola. Diríjase después a alguna de las salas, pasee sin prisa, disfrute de las pinturas. Al cabo de una media hora, regrese al guardarropa y pida que le devuelvan la carpeta. Vaya con ella entonces a una sala y siéntese a dibujar durante al menos otra media hora más. Fíjese en las ropas que aparecen en los cuadros, simule que está inspirándose en ellos para sus posteriores creaciones; en fin, actúe como le parezca más convincente pero, ante todo, confirme que el sobre ha sido retirado del interior. En caso contrario, tendrá que regresar el domingo y repetir la operación, aunque no creo que sea necesario: la cobertura del salón de peluquería es nueva, pero la del Prado ya la hemos utilizado con anterioridad y siempre ha dado resultados satisfactorios.
– ¿Tampoco aquí sabré quién va a llevarse los patrones?
– Siempre alguien de confianza. Nuestro contacto en el guardarropa se encargará de traspasar el sobre desde su carpeta hasta otra pertenencia dejada por nuestro enlace en la misma mañana, es algo que puede realizarse con gran facilidad. ¿Tiene hambre?
Miré la hora. Era más de la una. No sabía si tenía hambre o no: había estado tan abstraída en absorber cada sílaba de las instrucciones que apenas había percibido el paso del tiempo. Volví a contemplar el mar, parecía haber cambiado de color. Todo lo demás seguía exactamente igual: la luz contra las paredes blancas, las gaviotas, las voces en árabe desde la calle. Hillgarth no esperó mi respuesta.
– Seguro que sí. Venga conmigo, por favor.
Comimos solos en una dependencia de la misma Legación Americana a la que llegamos recorriendo de nuevo tramos de pasillo y escaleras. Por el camino me explicó que las instalaciones eran el resultado de varios añadidos a una antigua casa central; aquello aclaraba su falta de uniformidad. La estancia a la que llegamos no era exactamente un comedor; se trataba más bien de un pequeño salón con escasos muebles y numerosos cuadros de batallas antiguas encajadas en marcos dorados. Las ventanas, cerradas a cal y canto a pesar del magnífico día, se asomaban a un patio. En el centro de la habitación habían dispuesto una ternera para dos. Un camarero con corte de pelo militar nos sirvió una ternera poco hecha acompañada de patatas asadas y ensalada. En una mesa auxiliar dejó dos platos con fruta troceada y un servicio de café. En cuanto terminó de llenar las copas con vino y agua, desapareció cerrando la puerta tras de sí sin hacer el menor ruido. La conversación volvió entonces a su cauce.
– A su llegada a Madrid se alojará durante una semana en el Palace, hemos hecho una reserva a su nombre; a su nuevo nombre, quiero decir. Una vez allí, entre y salga constantemente, hágase ver. Visite tiendas y acérquese a su nueva residencia para familiarizarse con ella. Pasee, vaya al cine; en fin, muévase como le apetezca. Con un par de restricciones.
– ¿Cuáles?
– La primera, no traspase los límites del Madrid más distinguido. No se salga del perímetro de las zonas elegantes ni entre en contacto con personas ajenas a ese medio.
– Me está diciendo que no pise mi antiguo barrio ni vea a mis viejos amigos o conocidos, ¿verdad?
– Exactamente. Nadie debe asociarla con su pasado. Usted es una recién llegada a la capital: no conoce a nadie y nadie la conoce a usted. En el caso de que alguna vez se encontrara a alguien que por casualidad llegara a identificarla, arrégleselas para negarlo. Sea insolente si hace falta, recurra a cualquier estrategia, pero no deje que nunca se sepa que usted no es quien pretende ser.
– Lo tendré en cuenta, descuide. ¿Y la segunda restricción?
– Cero contacto con cualquier persona de nacionalidad británica.
– ¿Quiere decir que no puedo ver a Rosalinda Fox? -dije sin poder disimular mi desencanto. A pesar de que sabía que nuestra relación no podría ser pública, confiaba en apoyarme en ella en privado; en poder recurrir a su experiencia y su intuición cuando me viera en apuros.
Terminó Hillgarth de masticar un bocado y volvió a limpiarse con la servilleta mientras se acercaba la copa de agua a la boca.
– Me temo que así debe ser, lo siento. Ni a ella ni a ningún otro inglés, con excepción de mí mismo y sólo en las ocasiones del todo imprescindibles. La señora Fox está al tanto: si por casualidad coincidieran alguna vez, ya sabe que no podrá aproximarse a usted. Y evite también en lo posible el acercamiento a ciudadanos norteamericanos. Son nuestros amigos, ya ve cómo nos están tratando de bien -dijo abriendo las manos y simulando abarcar con ellas la estancia-. Lamentablemente, no son igual de amigos de España y de los países del Eje, así que intente mantenerse alejada de ellos también.
– De acuerdo -asentí. No me agradaba la restricción de no poder ver asiduamente a Rosalinda, pero sabía que no tenía más remedio que acatarla en principio.
– Y hablando de sitios públicos, me gustaría aconsejarle algunos en los que conviene que se deje ver -prosiguió.
– Adelante.
– Su hotel, el Palace. Está lleno de alemanes, así que siga yendo a menudo con cualquier excusa aun cuando ya no se aloje allí. A comer en su grill, que está muy de moda. A tomar una copa o a reunirse con alguna clienta. En la Nueva España no está bien visto que las señoras salgan solas, ni que fumen, beban o vayan vestidas de manera vistosa. Pero recuerde que usted ya no es española, sino una extranjera procedente de un país un tanto exótico recién llegada a la capital, así que compórtese según ese patrón. Pásese también a menudo por el Ritz, es otro nido de nazis. Y, sobre todo, vaya a Embassy, el salón de té del paseo de la Castellana, ¿lo conoce?
Читать дальше