El viajero de
los tiempos
Maryta Berenguer
Ilustraciones:
Anita Dominoni
Índice de contenido
El Viajero de los Tiempos
Portada El viajero de los tiempos Maryta Berenguer Ilustraciones: Anita Dominoni
Capítulo 1: En Monte Hermoso
Capítulo 2: En el campo
Capítulo 3: En camino
Capítulo 4: El tornado
Capítulo 5: El Monte del Indio
Capítulo 6: El viaje
Capítulo 7: El regreso del Viajero
Capítulo 8: El Viajero del mar salado
Capítulo 9: A la búsqueda de Lucinda
Capítulo 10: A bordo
Capítulo 11: Se descubre el misterio
Capítulo 12: Viaje en barril
Capítulo 13: El Dique Paso de las piedras
Capítulo 14: Un viaje en el tiempo
Capítulo 15: En el espacio
Capítulo 16: El regreso
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
1. En Monte Hermoso
Con el comienzo del verano coincidían mis vacaciones en el campo y en la playa de Monte Hermoso.
El abuelo terminaba la cosecha de trigo y mi papá cerraba su consultorio médico en Bahía Blanca, lo que nos permitía a todos, por diferentes razones, sentirnos felices de ir a veranear cerca del mar.
Mamá guardaba por dos meses su guar-dapolvo de maestra y llenaba un bolsón con cremas, bronceadores y libros que durante el año formaban una pequeña montaña sobre la mesa de luz. Ella siempre prometía leerlos en vacaciones.
Papá, cirujano infantil, decía que un médico tiene que estar actualizado, por eso llevaba conferencias y videos sobre su especialidad, material que indefectiblemente todos los años terminaba en el baúl del auto sin ver la luz del sol hasta que volvíamos de vacaciones.
En cuanto a mi abuelo, todos los años afirmaba que la cosecha no había rendido lo que tenía que rendir y, por lo tanto, siempre decidía “tomarse la vida con tranquilidad yendo a la playa a disfrutar del mar y la pesca para olvidar el mal tiempo y el bajo precio del trigo”.
Me gustaba ir al campo porque estaba muy cerca de Monte Hermoso. En Monte yo podía disfrutar de salidas nocturnas con permiso, juegos electrónicos, tejo en la playa con amigos y, sobre todo, pescar en lancha.
A veces dormíamos a orillas del mar en una cabaña de madera construida por mi abuelo, en medio de un pinar, desde donde se podía divisar un faro muy alto y elegante llamado Faro Recalada. Un sendero de arena gruesa y dorada nos comunicaba con el río Sauce Grande, en cuya desembocadura se encontraba una típica cabaña de pescadores de chapa y madera. Era la casa de White, el inglés.
Yo lo llamaba “Blanco” por dos razones: primero porque en inglés, white significa blanco y segundo, porque él, vestido de ese color, acostumbraba caminar por la playa tanto en invierno como en verano. Tenía una barba tan blanca como su nombre y era quien me había enseñado todo lo que yo conocía sobre navíos a vela. Cuando salíamos de pesca y después de un buen número de remadas, enganchaba el ancla en algún lugar conocido solamente por él, abría la caja donde guardaba cuchillos, anzuelos, sogas, camarones, almejas, cangrejos y anchoas. Lo primero que hacíamos era preparar la carnada que, según Blanco, la mejor para la corvina era el cangrejo y el calamar, “si es posible juntos” decía con una seriedad que parecía mi papá preparándose para una operación de amígdalas.
Después tirábamos las líneas con la esperanza de pescar alguna corvina rubia ideal para la parrilla.
La sensación que produce pescar una corvina no se compara con nada, sobre todo, cuando es de buen tamaño porque cuando pica da un tirón que te puede tirar al agua. A lo mejor el tiempo en que lucha y tironea son cuatro o cinco minutos, pero hay veces que parece durar horas por la pelea que da en el agua. Uno de los lugares preferidos para encontrar la corvina suelen ser los pozos que se producen con las corrientes laterales de la playa. Todo eso lo sabíamos muy bien Blanco, el abuelo y yo, pero más de una vez terminábamos la tarde solamente con uno o dos congrios distraídos.
Mi abuelo solía acompañarnos. En cuanto dejábamos la costa comenzaba Blanco a cantar viejas canciones de mar en inglés mientras que el abuelo, esperaba estar lejos de la costa para contarme historias de Monte Hermoso. Mi preferida era la historia de Ernestina, la jirafa, que él contaba así:
Cuando Ernestina llegó a Monte Hermoso todo le pareció diferente. Las casas, los autos, la gente y ese olor a sal que inundaba el aire hasta hacerla marear. La trajeron en un carromato.
Mientras el vehículo se desplazaba, sus ojos miraban sin reconocer y el vaivén de la marcha iba adormeciendo sus músculos. Ella se dejaba llevar por esa grata ensoñación. Ahora ya no veía casas, ni autos, ni gente.
Sus recuerdos eran verdes. Verde claro. Verde oscuro. Verde vida.
Un golpe seco la trajo repentinamente a la realidad. El carromato en que viajaba se detuvo. Ernestina levantó sus párpados y vio que muchos ojos la miraban con curiosidad.
Un hombre abrió la puerta y la empujó hacia el exterior. Afuera, miró a su alrededor. Unos chicos gritaban señalándola:
—¡Mirá, se mueve... es de verdad! –le dijo Rafa a Valentín.
—¡Córranse que molestan! –dijo el hombre alto y gordo mirando a los chicos–. Si quieren ver a la jirafa, vengan hoy a la tarde que hay función.
La ataron a un árbol y la jirafa entonces quedó sola mirando el cielo azul que le recordaba su hogar.
—¡Y ahora, señoras y señores, el espectáculo esperado! ¡Llegada desde el otro lado del océano: Ernestina... la jirafa, recién traída de África, deleitará a todos ustedes con una danza zulú!
La llevaron hasta el centro de la carpa. Una multitud de ojos la miraban. El sonido de los timbales le recordó una realidad lejana. Miró hacia delante, una línea azul se colaba por una abertura. Ernestina sintió ganas de correr y entonces corrió, corrió y corrió.
De pronto se encontró en un lugar extraño. Sus largas patas se hundían en la arena y un inmenso mar se extendía frente a ella. Miró hacia atrás. Nadie la seguía.
Comenzó a caminar mar adentro, del otro lado estaba su hogar, su selva, su verde, ¡tenía que llegar!
Las olas rompían contra su cuerpo haciéndola tambalear, pero Ernestina seguía avanzando. En un momento quiso apoyar una de sus patas, pero no pudo. A pesar de su altura el agua estaba por cubrirla, ¿le haría daño? Ella no conocía el mar ni el peligro, solo pequeños arroyos donde calmaba su sed junto a otros animales.
Un manto salado y espumoso la envolvió; lo último que vio fue un retazo azul que se colaba por sus ojos ardientes de sal. Los cerró y no sintió nada más.
Rafa y Valentín jugaban en la playa, cuando de pronto divisaron una gran mancha tornasolada.
—¡Miren, chicos! ¡Esa cosa avanza hacia la orilla!
Sobre la cresta de una ola, indefensa, la jirafa se debatía como un jinete herido.
Después Ernestina cayó, inerte, echada sobre la arena tibia que se desparramaba sobre sus manchas.
Los chicos se acercaron y acariciaron su largo cuello; a ella le pareció que era la lengua de su mamá.
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