—¡Pobre jirafa! No quiere estar encerrada en un circo –dijo Rafa.
El sol de enero calentó su cuerpo, Ernestina entreabrió los ojos y se encontró con dos chicos que la miraban ansiosos.
Rafa y Valentín le recordaron los niños que desnudos en su lejana tierra, jugaban con ella y eso le gustó.
—¡Está viva! –exclamó Rafa–. ¡Hurra! ¡Bravo! –los amigos saltaban de alegría.
—Tenemos que esconderla para que no la encuentre el dueño del circo –propuso Valentín–conozco un lugar secreto detrás del faro.
—¡Vamos, Ernestina! ¡Vení con nosotros!
La jirafa, ayudada por los chicos, se puso de pie trabajosamente. Llegaron a un lugar donde los árboles y arbustos hacían más difícil la marcha, y allí la dejaron.
—Aquí vas a estar segura, mañana venimos a verte –dijeron los dos y corrieron hacia el pueblo.
Ernestina mordisqueó unas hojas de las copas de los árboles y se quedó dormida.
Todos los días, cuando salían del colegio, Rafa y Valentín iban a verla acompañados de sus amigos. Le llevaban pasto fresco, acariciaban su cuello, jugaban en el mar, corrían por la playa.
Una tarde, cuando estaban jugando en la playa se acercó un grupo de gente.
—¡Miren, ahí está! –dijo un hombre petiso y con barba–. Es la jirafa del circo, vamos a llevársela a su dueño.
El miedo oscureció la mirada de Ernestina y de sus nuevos amigos.
—¡No! –gritaron los chicos, poniéndose delante de la jirafa–, ella no quiere volver al circo, quiere vivir en libertad, no dejaremos que se la lleven.
—La playa no es un lugar adecuado para una jirafa –dijo otro hombre que tenía un niño pequeño a su lado, mirándolos fijamente–, este tipo de animales trabaja en el circo o vive en los zoológicos –prosiguió.
—Nosotros podemos ocuparnos de ella –dijeron los chicos–. La cuidaremos, le daremos de comer.
—¡Esto no puede ser! –comentaron los adultos entre ellos–. ¿Dónde se ha visto una jirafa en la playa?
Sin embargo, desde ese día, Ernestina vive en Monte Hermoso detrás del faro en absoluta libertad.
Rafa, Valentín y sus amigos, van a verla todos los días, a la tardecita.
Después, Ernestina, la jirafa, se duerme escuchando cómo conversan las olas; eso le gusta mucho y la hace muy feliz.
Siempre que el abuelo terminaba este cuento tenía los ojos enrojecidos y cuando uno le preguntaba por qué, él aseguraba que le había entrado un bichito en un ojo.
2. En el campo
La mañana en que comenzó esta historia se presentó bastante complicada.
—Juan, ¡levantate que ya está la leche lista y tenés que ir a Monte a comprar algunas cosas! –exclamó mi mamá mientras me zamarreaba sin ninguna consideración a mis vacaciones.
Abrí los ojos como pude. Un riquísimo aroma a café con leche y tostadas recién hechas terminó de despertarme. Era una mañana ventosa como suelen ser a veces en las costas de la Provincia de Buenos Aires.
El viento soplaba y se hacía sentir. Mi mamá decía, en defensa del viento, que gracias a él el cielo se mantenía limpio y celeste, pero en el fondo ni a ella ni a mí ni a nadie le gustaban los días ventosos. Yo prefería los días apacibles porque podía ir a pescar o manejar la camioneta (cosa que hasta ahora no había logrado), pese a que ya tenía doce años y sabía manejar muy bien.
Salté de la cama al segundo aviso. Mi madre no acostumbraba a llamarme más de dos veces y yo, de ninguna manera, quería quedarme sin las tostadas y el café con leche.
Mientas me cepillaba los dientes pensé en lo hermoso que debe ser levantarse a la hora que uno quiere sin tener la obligación de hacer los mandados, y menos, en un día de viento.
—Juan, por favor, traeme el azúcar que está en la despensa.
La despensa era el lugar más atractivo de la casa. Al menos, a mí, me tenía fascinado. Los jamones colgaban en la penumbra como si fueran seres extraterrestres listos para emprender un vuelo, sobre los platos que colgaban debajo de ellos y que, en realidad, eran para recoger la grasa que soltaban durante el tiempo de curado.
También formaban fila los frascos de aceitunas negras y verdes, los morrones llamados por mi abuelo pimientos piquillos. Además, se alineaban los quesos con sus formas redondeadas ocupando estanterías de madera que iban de punta a punta de la despensa y las bolsas de galleta de campo que a medida que pasaban los días, se hacían más y más crujientes, ideales para embadurnarlas con manteca y dulce de leche. También colgaban, desde las vigas del techo, chorizos que los llamaban pecheras porque se parecían a un collar, bondiolas, salchichones y mortadelas.
Las botellas de vino dormían acostadas apuntando con sus corchos a quien entrase a la despensa.
Papá, como buen médico, vivía aconsejando a todos cómo se debe comer y lo que se debe evitar, pero aseguraba que un vaso de vino al mediodía y otro a la noche eran buenos para la salud, sobre todo, si el vino es tinto.
Yo tomaba gaseosas porque todavía era chico para tomar vino. Mi comida preferida era el asado que preparaba mi abuelo los sábados al terminar de reunir la hacienda en el corral.
La parrilla entonces parecía chirriar al ritmo de las brasas que lentamente iban dorando los chinchulines, las morcillas, los chorizos colorados y blancos, el vacío, las costillitas de ternera y el cordero que mi abuelo hacía siempre a la cruz.
—Cordero, eso es lo que vamos a comer esta noche porque vienen los Larsson a cenar –dijo mi madre como si hubiera adivinado mis pensamientos–. Vas a traerme una bolsa de papas porque a ellos les gustan mucho las papas fritas como yo las preparo y veo que se están terminando.
Me sonrojé pensando en Ingrid Larsson, la menor de la familia. Ingrid vivía con sus padres y su hermano en el campo vecino, lindero al Monte del Indio. Teníamos la misma edad y era hermosa. Era de mi estatura y a diferencia de mis cabellos lacios castaño oscuro, ella tenía su cabeza cubierta de rulos color oro, ojos muy celestes y dos hoyuelos que se le marcaban cada vez que sonreía. Nos veíamos solamente en el verano y, a veces, en las vacaciones de invierno. También coincidíamos en septiembre cuando se festejaba el día de la primavera. Este año Ingrid estaba muy cambiada. Me trataba con frialdad y se hacía la que no me veía.
—Tu abuelo necesita que le compres un martillo y una pinza. Decile a don Antonio que lo anote en la cuenta. Juan, tratá de no olvidarte de nada porque cada vez estás más distraído.
Miré a mamá y ella me miró. Luego de algunos segundos me contestó sin que yo le hubiera preguntado nada. Era su especialidad: contestarte antes de que le preguntes.
—Juan, desde ya te digo que no podés manejar solo la camioneta. Te prometo que la semana que viene vas a conducirla si tenemos que ir por el camino que bordea el campo que tiene poco tráfico. Hoy vas a usar el sulky. Llevátelo a Max que ya lo escucho que está rascando la puerta para entrar.
3. En camino
Max era mi mascota, mi perro, mi amigo. Mi abuelo lo había encontrado de cachorro en el monte, medio muerto de hambre. Era el típico perro criollo, de pelaje marrón y con algunos manchones negros y blancos. Flaco, de mirada aparentemente mansa, incansable y muy ágil, era capaz de hacerle frente a cualquier animal. Yo lo había visto luchar con un enorme dogo argentino y si no hubiera sido porque los separaron, el dogo hubiera pasado a mejor vida. Era muy veloz para saltar y morder la yugular del enemigo, pero también era rápido para demostrar su cariño y su fidelidad.
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