– Y tú, ¿qué les has contestado?
Su voz, como la mía, fue apenas un susurro.
– Que no. Que no puedo, que no quiero. Que estoy bien aquí, contigo. Que no tengo interés en volver a Madrid. Pero me piden que me lo piense.
El silencio se extendió por toda la estancia, entre las telas y los maniquíes, rodeando las bobinas de hilo, posándose en las tablas de coser.
– ¿Y eso ayudaría a que España no entrara en guerra otra vez? -preguntó por fin.
Me encogí de hombros.
– Todo puede en principio ayudar o, al menos, eso creen -dije sin gran convencimiento-. Están intentando montar una trama de informadores clandestinos. Los ingleses desean que los españoles nos quedemos al margen de lo que pasa en Europa, que no nos aliemos con los alemanes y no intervengamos; dicen que será lo mejor para todos.
Bajó la cabeza y concentró la atención en la tela en la que estaba trabajando. No dijo nada a lo largo de unos segundos: se quedó pensando, reflexionando sin prisa mientras la acariciaba con la yema del pulgar. Finalmente, alzó la mirada y se quitó las gafas despacio.
– ¿Quieres mi consejo, hija? -preguntó.
Moví la barbilla con gesto rotundo. Sí, claro que quería su consejo: necesitaba que me confirmara que mi negativa era razonable, ansiaba oír de su boca que aquel plan era una auténtica insensatez. Quería que volviera la madre de siempre, que dijera que quién me creía yo que era para andar jugando a los agentes secretos. Quise encontrar de nuevo a la Dolores firme de mi infancia: la prudente, la resolutiva, la que siempre sabía lo que estaba bien y lo que estaba mal. La que me crió marcando el camino recto al que un mal día yo di esquinazo. Pero el mundo había cambiado no sólo para mí: los puntales de mi madre también eran ya otros.
– Ve con ellos, hija. Ayuda, colabora. Nuestra pobre España no puede entrar en otra guerra, ya no le quedan fuerzas.
– Pero, madre…
No me dejó seguir.
– Tú no sabes lo que es vivir en guerra, Sira. Tú no te has despertado un día y otro con el ruido de las ametralladoras y el estallido de los morteros. Tú no has comido lentejas con gusanos mes tras mes, no has vivido en invierno sin pan, ni carbón, ni cristales en las ventanas. No has convivido con familias rotas y niños hambrientos. No has visto ojos llenos de odio, de miedo, o de las dos cosas a la vez. España entera está arrasada, nadie tiene ya fuerzas para soportar de nuevo la misma pesadilla. Lo único que este país puede hacer ahora es llorar a sus muertos y tirar hacia delante con lo poco que le queda.
– Pero… -insistí.
Volvió a interrumpirme. Sin alzar la voz, pero tajante.
– Si yo fuera tú, ayudaría a los ingleses, haría lo que me pidieran. Ellos trabajan en su propio beneficio, de eso no te quepa duda: todo esto lo hacen por su patria, no por la nuestra. Pero si su beneficio nos beneficia a todos, bendito sea Dios. Supongo que la petición te habrá llegado de tu amiga Rosalinda.
– Estuvimos hablando ayer durante horas; esta mañana me ha dejado escrita una carta, aún no la he leído. Supongo que serán instrucciones.
– Por todas partes se oye que a su Beigbeder le quedan cuatro días de ministro. Parece que van a echarle precisamente por eso, por hacerse amigo de los ingleses. Imagino que él también tendrá algo que ver en esto.
– La idea es de los dos -confirmé.
– Pues ya podía haber puesto el mismo empeño en librarnos de la otra guerra en la que ellos mismos nos metieron, pero eso pasado está y ya no tiene remedio, lo que hay que hacer ahora es mirar al futuro. Tú verás lo que decides, hija. Me has pedido mi consejo y yo te lo he dado: con gran dolor de mi corazón, pero entendiendo que eso es lo más responsable. Para mí también será difícil: si te vas, volveré a estar sola y viviré otra vez con la incertidumbre de no saber de ti. Pero creo que sí, que debes marcharte a Madrid. Yo me quedaré aquí y sacaré el taller adelante. Buscaré a alguien para que me ayude, tú por eso no te preocupes. Y cuando todo acabe, Dios dirá.
No pude responder. No me quedaban excusas. Decidí irme, salir a la calle, dejar que me diera el aire. Tenía que pensar.
Entré en el hotel Palace un mediodía de mediados de septiembre con el andar seguro de alguien que hubiera pasado media vida taconeando por los halls de los mejores hoteles del planeta. Llevaba un tailleur de lana fría color sangre espesa y la melena recién cortada por encima del hombro. Sobre ella, un sofisticado sombrero de fieltro y plumas salido del taller de Madame Boissenet en Tánger: toda una pièce-de-résistance , como, según ella, llamaban entonces a aquellos sombreros las señoras elegantes en la Francia ocupada. Complementaba el atuendo con unos zapatos de piel de cocodrilo y altura de andamio adquiridos en la mejor zapatería del boulevard Pasteur. En las manos, un bolso a juego y un par de guantes de piel de becerro teñida en gris perla. Dos o tres cabezas se volvieron a mi paso. Ni me inmuté.
A mi espalda, un botones portaba un neceser, dos maletas de Goyard y otras tantas sombrereras. El resto del equipaje, los enseres y el cargamento de telas llegarían por carretera al día siguiente tras cruzar el Estrecho sin problemas: cómo habrían de tenerlos, si los permisos para el tránsito de aduanas iban sellados y resellados con los timbres más oficiales del universo entero, cortesía del Ministerio español de Asuntos Exteriores. Yo, por mi parte, llegué en avión, la primera vez que volé en mi vida. Del aeródromo de Sania Ramel a Tablada en Sevilla; de Tablada a Barajas. Salí de Tetuán con mi documentación española a nombre de Sira Quiroga, pero alguien se encargó de amañar la lista de pasajeros para que yo no figurara en ella como tal. A lo largo del vuelo, con las pequeñas tijeras de mi costurero de emergencia, desintegré mi viejo pasaporte en mil tiritas que guardé dentro de un pañuelo anudado: al fin y al cabo, era un documento de la República, de poco iba ya a servirme en la Nueva España. Aterricé en Madrid con un flamante pasaporte marroquí. Junto a la fotografía, un domicilio en Tánger y mi identidad recién adquirida: Arish Agoriuq. ¿Extraño? No tanto. Tan sólo era el nombre y el apellido de siempre puestos del revés. Y con la h que mi vecino Félix le había añadido en los primeros días del negocio dejada en el mismo sitio. No era un nombre árabe en absoluto, pero sonaba extraño y no resultaría sospechoso en Madrid, donde nadie tenía idea de cómo se llamaba la gente allá por la tierra mora, allá por tierra africana, como cantaba el pasodoble.
En los días previos a mi marcha seguí al pie de la letra todas las instrucciones contenidas en la larga carta de Rosalinda. Contacté con las personas indicadas para la obtención de mi nueva identidad. Elegí las mejores telas en las tiendas sugeridas y encargué que las enviaran junto con las facturas correspondientes a una dirección local que nunca supe a quién pertenecía. Fui otra vez al bar de Dean y pedí un bloody mary. Si mi decisión hubiera sido negativa, tendría que haberme decantado por una humilde limonada. Me sirvió el barman con gesto impasible. Como sin ganas comentó entretanto lo que parecían simples trivialidades: que la tormenta de la noche anterior había destrozado un toldo, que un barco de nombre Jason y pabellón estadounidense llegaría el viernes siguiente a las diez de la mañana con un cargamento de mercancía inglesa. De aquel inocuo comentario extraje los datos que necesitaba. Tal viernes y a la hora precisada, me dirigí a la Legación Americana en Tánger, un hermoso palacete moruno enclavado en plena medina. Comuniqué al soldado encargado del control de acceso mi intención de ver al señor Jason. Levantó éste entonces un pesado teléfono interior y anunció en inglés que la visita había llegado. Recibió órdenes y colgó. Me invitó a acceder a un patio árabe rodeado de arcos encalados. Allí me recibió un funcionario que, sin apenas palabras y con paso ágil, me condujo a través de un laberinto de pasillos, escaleras y galerías hasta una terraza blanca en la zona más alta del edificio.
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