María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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37

Alguien llamó a la puerta y entró sin esperar a que le diera permiso. Con los ojos aún entrecerrados, en la penumbra pude distinguir a una camarera de uniforme con una bandeja en las manos. La depositó en algún sitio fuera de mi campo visual y descorrió las cortinas. La estancia se llenó de pronto de luz y yo me cubrí la cabeza con la almohada. A pesar de que ésta amortiguaba el volumen de los ruidos, los oídos se me llenaron de pequeñas señales que me permitieron seguir el quehacer de la recién llegada. La porcelana de la taza al chocar contra el plato, el borboteo del café caliente al salir de la cafetera, el raspear del cuchillo contra una tostada al untar la mantequilla. Cuando todo estuvo preparado, se acercó a la cama.

– Buenos días, señorita. El desayuno está listo. Tiene que levantarse, la espera un coche en la puerta dentro de una hora.

Le respondí con un gruñido. Quería decir gracias, me doy por enterada, déjame en paz. La chica no acabó de descifrar mi intención de seguir durmiendo e hizo caso omiso.

– Me han pedido que no me vaya hasta que se quede usted levantada.

Hablaba español con acento español. Tánger se había llenado de republicanos al terminar la guerra, probablemente fuera hija de alguna de aquellas familias. Volví a refunfuñar y me di la vuelta.

– Señorita, por favor, levántese. Se le van a enfriar el café y las tostadas.

– ¿Quién te manda? -inquirí sin sacar la cabeza de su refugio. Mi voz sonó como salida de una caverna, tal vez por la barrera de plumas y tela que me separaba del exterior, tal vez por efecto de la catastrófica noche previa. En cuanto terminé de formularla, me di cuenta de lo ridículo de la pregunta. Cómo podría saber aquella muchacha quién la enviaba hasta mí. Yo, en cambio, no tenía la menor duda.

– Me han dado la orden en la cocina, señorita. Soy la camarera de esta planta.

– Pues ya te puedes ir.

– No hasta que usted se quede levantada.

Era terca la joven camarera, con la perseverancia del bien mandado. Saqué la cabeza por fin y me retiré el pelo de la cara. Al apartar las sábanas, me di cuenta de que llevaba puesto un camisón de color albaricoque que no era mío. La joven me esperaba con una bata a juego en la mano; decidí no preguntarle por su proveniencia, qué iba ella a saber, intuí que, de alguna manera, Rosalinda se las había arreglado para hacer llegar ambas prendas hasta la habitación. No había, en cambio, zapatillas, así que, descalza, me dirigí hacia la pequeña mesa redonda preparada para el desayuno. Mi estómago lo recibió con un crujir de tripas.

– ¿Le sirvo leche, señorita? -preguntó mientras me sentaba.

Asentí con la cabeza, no pude con palabras: tenía la boca llena ya de tostada. Estaba hambrienta como un lobo; recordé entonces que no había cenado la noche previa.

– Si da su permiso, voy a prepararle el baño.

Volví a asentir mientras masticaba y a los pocos segundos oí el agua salir con fuerza de los grifos a borbotones. La chica regresó a la habitación.

– Ya puedes irte, gracias. Di a quien corresponda que estoy levantada.

– Me han dicho que me lleve su traje para plancharlo mientras desayuna.

Di un nuevo bocado a la tostada y volví a asentir sin palabras. Recogió ella entonces mi ropa caída en desorden sobre un pequeño sillón.

– ¿Manda algo más la señorita? -preguntó antes de salir.

Con la boca aún llena me llevé un dedo a la sien, como simulando un tiro sin pretenderlo. Me miró asustada y me di cuenta entonces de que apenas era una chiquilla.

– Algo para el dolor de cabeza -aclaré cuando pude por fin tragar.

Confirmó que me había entendido con un gesto enfático y se escabulló sin una palabra más, deseando huir lo antes posible del cuarto de aquella loca que debí de parecerle.

Di fin a las tostadas, a un zumo de naranja, un par de croissants y un bollo suizo. Me serví después una segunda taza de café y, al levantar la jarra de la leche, rocé con el dorso de la mano el sobre que reposaba contra un pequeño búcaro con un par de rosas blancas. Noté con el contacto algo parecido a un calambrazo, pero no lo cogí. No tenía nada escrito, ni una letra, pero yo sabía que era para mí y sabía quién lo enviaba. Terminé el café y me dirigí al cuarto de baño lleno de vaho. Cerré los grifos e intenté distinguir mi imagen en el espejo. Estaba tan empañado que, para verme, hube de secarlo con una toalla. Lamentable, fue la única palabra que me vino a la boca al contemplar mi reflejo. Me desnudé y entré en el agua.

Cuando salí, los restos del desayuno habían desaparecido y el balcón estaba abierto de par en par. Las palmeras del jardín, el mar y el cielo azul intenso del Estrecho parecían quererse meter en la habitación, pero apenas les hice caso, tenía prisa. A los pies de la cama encontré la ropa planchada: el traje, la combinación y las medias de seda, todo listo para volver a mi cuerpo. Y en la mesilla de noche, sobre una pequeña bandeja de plata, una garrafa con agua, un vaso y un tubo de Optalidón. Tragué dos pastillas de un golpe; lo pensé mejor y me tomé una más. Volví después al baño y me recogí el pelo húmedo en un moño bajo. Me maquillé mínimamente, no llevaba conmigo más que la polvera y una barra de rouge . Después me vestí. Todo listo, murmuré al aire. Rectifiqué inmediatamente. Todo listo, casi. Faltaba un pequeño detalle. El que me esperaba en la mesa donde media hora antes había desayunado: el sobre color crema sin destinatario aparente. Suspiré y, cogiéndolo con apenas dos dedos, lo guardé en el bolso sin volverlo a mirar.

Me fui. Atrás dejé un camisón ajeno y el hueco de mi cuerpo entre las sábanas. El miedo no quiso quedarse, se vino conmigo.

– La cuenta de mademoiselle ya está pagada, un auto la está esperando -me dijo discretamente el jefe de recepción. Ni el vehículo ni el conductor me resultaron familiares, pero no pregunté de quién era el primero ni para quién trabajaba el segundo. Tan sólo me acomodé en el asiento trasero y, sin que de mi boca saliera una palabra, dejé que entre ambos me llevaran a casa.

Mi madre no me preguntó cómo me había ido la fiesta ni dónde había pasado la noche. Supuse que quien fuera que le trasladara el mensaje la noche anterior lo hizo con tal convencimiento que apenas dejó resquicio para la preocupación. Si se fijó en mi mala cara, no dio muestras de que ésta le causara la menor intriga. Tan sólo levantó la vista de la prenda que estaba montando y me dio los buenos días. Ni efusiva ni molesta. Neutra.

– Se nos ha acabado el cordón de seda -anunció-. La señora de Aracama quiere que le pasemos la prueba del jueves al viernes y Frau Langenheim prefiere que cambiemos la caída del vestido de shantung.

Mientras seguía cosiendo y comentando las últimas incidencias, coloqué una silla frente a ella y me senté, tan cerca que mis rodillas quedaron casi rozando las suyas. Comenzó entonces a contarme algo acerca de la entrega de unas piezas de satén que habíamos pedido la semana anterior. No la dejé terminar.

– Quieren que vuelva a Madrid y que trabaje para los ingleses; que les pase información sobre los alemanes. Quieren que espíe a sus mujeres, madre.

La mano derecha se le paró en alto, sosteniendo la aguja enhebrada entre pespunte y pespunte. La frase se quedó a medias, la boca abierta. Inmóvil en la postura, levantó los ojos por encima de las pequeñas gafas que ya entonces usaba para coser y me clavó una mirada llena de desconcierto.

No seguí hablando inmediatamente. Antes tomé aire y lo expulsé un par de veces: con fuerza, con grandes bocanadas, como si me faltara la respiración.

– Dicen que España está llena de nazis -continué-. Los ingleses necesitan gente para informarles sobre lo que hacen los alemanes: con quién se reúnen, dónde, cuándo, cómo. Han pensado en ponerme un taller y que yo cosa para sus esposas, para que después les cuente lo que vea y oiga.

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