Con Félix no perdí el contacto, pero la llegada de mi madre trajo aparejada el fin de sus visitas nocturnas y con ello acabó el trasiego de puerta a puerta, las estrafalarias lecciones de cultura general y su compañía desbordada y entrañable.
Mi relación con Rosalinda también cambió: la presencia de su marido se alargó mucho más de lo previsto, absorbiendo su tiempo y su salud como una sanguijuela. Felizmente, al cabo de casi siete meses, Peter Fox aclaró sus ideas y resolvió regresar a la India. Nadie supo nunca cómo los efluvios del alcohol permitieron que se abriera en su mente un resquicio de lucidez, pero el caso fue que él mismo tomó la decisión una mañana cualquiera, cuando su mujer estaba ya al borde del colapso. No obstante, poca cosa buena acarreó su marcha más allá del alivio infinito. Por supuesto, jamás se convenció de que lo más sensato sería tramitar el divorcio de una vez y terminar con aquella farsa de matrimonio. Se suponía, al contrario, que iba a liquidar sus negocios en Calcuta y a regresar después para instalarse definitivamente con su esposa y su hijo, a disfrutar junto a ellos de una jubilación anticipada en el pacífico y barato Protectorado español. Y para que no se fueran acostumbrando a la buena vida antes de tiempo, decidió que, tras años sin modificaciones, tampoco aquella vez iba a subirles la pensión ni una sola libra esterlina.
– En caso de necesidad, que te ayude tu querido amigo Beigbeder -sugirió a modo de despedida.
Por fortuna para todos, nunca más volvió a Marruecos. A Rosalinda, sin embargo, el desgaste provocado por aquella convivencia tan ingrata le costó casi medio año de convalecencia. A lo largo de los meses posteriores a la marcha de Peter, ella permaneció en cama, sin apenas salir de casa en más de tres o cuatro ocasiones. El alto comisario trasladó prácticamente su lugar de trabajo a su dormitorio y allí solían pasar ambos largas horas, ella leyendo entre almohadones y él trabajando con sus papeles en una pequeña mesa junto a la ventana.
La exigencia médica de permanecer en cama hasta recuperar la normalidad no limitó del todo su ajetreo social, pero sí lo disminuyó en gran manera. Con todo, tan pronto como su cuerpo comenzó a mostrar los primeros síntomas de recuperación, se esforzó por seguir abriendo su casa a los amigos, dando pequeñas fiestas sin salir de entre las sábanas. A casi todas asistí, mi amistad con Rosalinda se mantenía sin fisuras. Pero nada nunca fue ya igual.
El de abril de 1939 se publicó el último parte de guerra; a partir de entonces ya no hubo bandos ni dineros ni uniformes que dividieran al país. O, por lo menos, eso nos contaron. Mi madre y yo recibimos la noticia con sensaciones confusas, incapaces de anticipar lo que aquella paz iba a traer consigo.
– ¿Y qué va a pasar ahora en Madrid, madre? ¿Qué vamos a hacer nosotras?
Hablábamos casi en susurros, inquietas, observando desde un balcón el bullicio del gentío echado en manadas a la calle. Llegaban cercanos los gritos, la explosión de euforia y nervios desatados.
– Qué más quisiera yo que saberlo -fue su sombría respuesta.
Las noticias volaban alborotadas. Se decía que iban a reinstaurar el tránsito de barcos de pasajeros en el Estrecho, que los trenes se estaban preparando para llegar otra vez a Madrid. El camino hasta nuestro pasado empezaba a despejarse, ya no había razón alguna que nos obligara a seguir en África.
– ¿Tú quieres volver? -me preguntó por fin.
– No lo sé.
En verdad no lo sabía. De Madrid guardaba un baúl lleno de nostalgia: estampas de niñez y juventud, sabores, olores, los nombres de las calles y recuerdos de presencias. Pero, en lo más profundo, no sabía si aquello tenía peso suficiente como para forzar un regreso que implicaría desmontar aquello que con tanto esfuerzo había construido en Tetuán, la ciudad blanca donde estaban mi madre, mis nuevos amigos y el taller que nos daba de comer.
– Quizá, en principio, será mejor que nos quedemos -sugerí.
No me respondió: tan sólo asintió, dejó el balcón y volvió al trabajo, a refugiarse entre los hilos para no pensar sobre el alcance de aquella decisión.
Nacía un nuevo Estado: una Nueva España de orden, dijeron. Para unos llegó la paz y la victoria; ante los pies de otros se abrió, sin embargo, el más negro de los pozos. La mayoría de los gobiernos extranjeros legitimaron el triunfo de los nacionales y reconocieron su régimen sin dilación. Los tinglados de la contienda comenzaron a desmantelarse y las instituciones del poder fueron despidiéndose de Burgos y preparando su regreso a la capital. Empezó a tejerse un nuevo tapiz administrativo. Se inició la reconstrucción de todo lo devastado; se aceleraron los procesos de depuración de indeseables y los coadyuvantes de la victoria se pusieron en cola para recibir su porción del pastel. El gobierno de tiempos de guerra se mantuvo todavía unos meses ultimando decretos, medidas y ordenanzas: su remodelación hubo de esperar hasta bien entrado el verano. De ella, sin embargo, supe yo en julio, apenas llegó la noticia a Marruecos. Y antes de que el rumor trepara por los muros de la Alta Comisaría y se extendiera por las calles de Tetuán; mucho antes aún de que el nombre y la fotografía aparecieran en los diarios y toda España se preguntara quién era aquel señor moreno de bigote oscuro y gafas redondas; antes de todo eso, ya tenía yo conocimiento de quién había sido designado por el Caudillo para sentarse a su derecha en las sesiones de su primer Consejo de Ministros en tiempo de paz: don Juan Luis Beigbeder y Atienza en calidad de nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el único integrante militar del gabinete con rango inferior al de general.
Rosalinda recibió la inesperada noticia con emociones encontradas. Satisfacción por lo que para él suponía tal cargo; tristeza al anticipar el abandono definitivo de Marruecos. Sentimientos revueltos en unos días frenéticos que el alto comisario pasó a caballo entre la Península y el Protectorado, abriendo asuntos allí, cerrando asuntos acá, dando carpetazo definitivo al estado de provisionalidad generado por los tres años de contienda y empezando a montar los andamios de las nuevas relaciones externas de la patria.
El día 10 de agosto se produjo el anuncio oficial y el 11, a través de la prensa, se hizo pública la formación del gabinete destinado a cumplir los destinos históricos bajo el signo triunfante del general Franco. Todavía conservo, amarillentas y a punto de deshacerse en pedacitos entre los dedos, un par de páginas arrancadas del diario Abc de aquellos días con las fotografías y el perfil biográfico de los ministros. En el centro de la primera de ellas, como el sol en el universo, aparece Franco orondo en un retrato circular. A su izquierda y su derecha, ocupando puestos preferentes en las dos esquinas superiores, Beigbeder y Serrano Suñer: Exteriores y Gobernación, las mejores carteras en sus manos. En la segunda de las páginas se desgranan todos los detalles de filiación y se loan los atributos de los recién nombrados con la retórica grandilocuente de la época. A Beigbeder le definieron como ilustre africanista y profundo conocedor del islam; se alabó su dominio del árabe, su sólida formación, su larga residencia en pueblos musulmanes y su magnífica labor como agregado militar en Berlín. «La guerra ha revelado al gran público el nombre del coronel Beigbeder -decía Abc -. Organizó el Protectorado y, en nombre de Franco y siempre acorde con el Caudillo, consiguió la colaboración espléndida de Marruecos, que tanta importancia ha tenido.» Y, como premio, pum: el mejor ministerio para el señor. De Serrano Suñer se alababa su prudencia y energía, su enorme capacidad de trabajo y su bien probado prestigio. Para él, por los méritos acumulados, el Ministerio de Gobernación: el encargado de todos los asuntos internos de la patria en su nueva era.
Читать дальше