María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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El valedor para la sorprendente entrada del anónimo Beigbeder en aquel gobierno fue, según supimos más tarde, el propio Serrano. En su visita a Marruecos quedó impresionado por su comportamiento con la población musulmana: el acercamiento afectivo, el dominio de la lengua, el aprecio entusiasta por su cultura, las efectivas campañas de reclutamiento e incluso, paradójicamente, las simpatías hacia los afanes independentistas de la población. Un hombre trabajador y entusiasta este Beigbeder, políglota, con buena mano para tratar con extranjeros y fiel a la causa, debió de pensar el cuñado; seguro que no nos da problemas. Al conocer la noticia, a mi mente volvió como un destello la noche de la recepción y el final de la conversación que oí escondida tras el sofá. Nunca volví a preguntar a Marcus si había trasladado al alto comisario lo que yo allí escuché pero, por el bien de Rosalinda y del hombre al que tanto quería, deseé que la confianza que Serrano tenía entonces en él hubiera ganado consistencia con el paso del tiempo.

Al día siguiente de saltar su nombre a la tinta de los papeles y a las ondas de la radio, Beigbeder se trasladó a Burgos y con ello terminó para siempre la conexión formal con su Marruecos feliz. Todo Tetuán acudió a darle su adiós: moros, cristianos y hebreos sin distinción. En nombre de los partidos políticos marroquíes, Sidi Abdeljalak Torres pronunció un sentido discurso y entregó al nuevo ministro un pergamino enmarcado en plata en el que se hacía constar su nombramiento de hermano predilecto de los musulmanes. Él, visiblemente emocionado, respondió con frases llenas de afecto y gratitud. Rosalinda derramó unas lágrimas, pero éstas duraron poco más de lo que el bimotor tardó en despegar del aeródromo de Sania Ramel, sobrevolar Tetuán en vuelo raso a modo de despedida, y alejarse en la distancia para cruzar el Estrecho. Sentía en lo más profundo la marcha de su Juan Luis, pero la prisa por reunirse con él le requería ponerse en funcionamiento lo antes posible.

En los días posteriores, Beigbeder aceptó en Burgos la cartera ministerial de manos del depuesto conde de Jordana, se incorporó al nuevo gobierno y comenzó a recibir una catarata de visitas protocolarias. Rosalinda, entretanto, viajó a Madrid en busca de una casa en la que asentar el campamento base para la nueva etapa a la que se enfrentaba. Y así transcurrió el fin de agosto del año de la victoria, con él aceptando los parabienes de embajadores, arzobispos, agregados militares, alcaldes y generales, mientras ella negociaba un nuevo alquiler, desmontaba la hermosa casa de Tetuán y organizaba el traslado de sus innumerables enseres, cinco criados moros, una docena de gallinas ponedoras y todos los sacos de arroz, azúcar, té y café de los que pudo hacer acopio en Tánger.

La residencia elegida estaba situada en la calle Casado del Alisal, entre el parque del Retiro y el Museo del Prado, a un paso de la iglesia de los Jerónimos. Se trataba de una gran vivienda sin duda a la altura de la querida del más inesperado de los nuevos ministros; un inmueble al alcance de cualquiera dispuesto a pagar la suma de algo menos de mil pesetas mensuales, una cantidad que Rosalinda estimó ridícula y por la que la mayoría del Madrid hambriento de la primera posguerra habría estado dispuesto a dejarse cortar tres dedos de una mano.

Habían previsto organizar su convivencia de manera similar a como lo habían hecho en Tetuán. Cada uno mantendría su propia residencia -él en un destartalado palacete anexo al ministerio y ella en su nueva mansión-, aunque pasarían juntos todo el tiempo posible. Antes de marcharse definitivamente y en una casa ya casi vacía en la que retumbaban las voces con eco, Rosalinda organizó su última fiesta: en ella nos mezclamos escasos españoles, bastantes europeos y un buen puñado de árabes insignes para dar nuestro adiós a aquella mujer que, con su aparente fragilidad, había entrado en la vida de todos nosotros con la fuerza de un vendaval. A pesar de la incertidumbre del período que ante ella se abría, y haciendo esfuerzos por apartar de su mente las noticias que llegaban respecto a lo que acontecía en Europa, no quiso mi amiga separarse con pena de aquel Marruecos en el que tan feliz había sido. Nos hizo por eso prometer entre brindis que la visitaríamos en Madrid tan pronto como estuviera instalada y nos aseguró que, en correspondencia, regresaría a Tetuán asiduamente.

Fui la última en marchar aquella noche, no quise hacerlo sin despedirme a solas de quien tanto había supuesto en aquella etapa de mi vida africana.

– Antes de irme quiero darte algo -dije. Le había preparado una pequeña caja de plata moruna transformada en un costurero-. Para que me recuerdes cuando necesites coserte un botón y no me tengas cerca.

La abrió ilusionada, le encantaban los regalos por insignificantes que fueran. Carretes diminutos de hilos de varios colores, un minúsculo alfiletero y un canutero de agujas, unas tijeras que casi parecían de juguete y un pequeño surtido de botones de nácar, hueso y cristal, eso fue lo que encontró dentro.

– Preferiría tenerte a mi lado para que me siguieras solucionando estos problemas, pero me encanta el detalle -dijo abrazándome-. Como el genio de la lámpara de Aladin, cada vez que abra la caja, de ella saldrás tú.

Reímos: optamos por afrontar la despedida con el buen humor taponando la tristeza; nuestra amistad no se merecía un final amargo. Y con el ánimo en positivo, obligándose a no borrar de su rostro la sonrisa, partió al día siguiente con su hijo rumbo a la capital en avión, mientras el personal de servicio y las posesiones avanzaban traqueteantes atravesando los campos del sur de España bajo la lona verde oliva de un vehículo militar. Aquel optimismo duró poco, sin embargo. Al día siguiente de su marcha, el 3 de septiembre de 1939 y ante la negativa germana a retirarse de la invadida Polonia, Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania y la patria de Rosalinda Fox hizo su entrada en lo que acabaría siendo la segunda guerra mundial, el conflicto más sangriento de la historia.

El gobierno español se asentó por fin en Madrid y lo mismo hicieron las legaciones diplomáticas tras lavar la cara a sus instalaciones, cubiertas hasta entonces por una sucia pátina con color de guerra y abandono. Y así, mientras Beigbeder se iba familiarizando con las dependencias oscuras de la sede de su ministerio -el viejo palacio de Santa Cruz-, Rosalinda no perdió un segundo de su tiempo y se implicó con entusiasmo paralelo en la doble labor de acondicionar su nueva residencia y lanzarse de cabeza a la piscina de las relaciones sociales del Madrid más elegante y cosmopolita: un reducto inesperado de abundancia y sofisticación; una isla del tamaño de una uña flotando en mitad del negro océano que era la capital devastada tras su caída.

Tal vez otra mujer de una naturaleza distinta habría optado por esperar con prudencia hasta que su influyente compañero sentimental comenzara a establecer vínculos con los poderosos de los que incuestionablemente habría de rodearse. Pero Rosalinda no era de esa pasta y, por mucho que adorara a su Juan Luis, no tenía la menor intención de convertirse en una sumisa querida agarrada a la estela de su cargo. Llevaba dando tumbos sola por el mundo desde antes de cumplir los veinte años y, en aquellas circunstancias, por mucho que los contactos de su amante pudieran haberle abierto mil puertas, decidió una vez más ingeniárselas por sí misma. Utilizó para ello las estrategias de aproximación en las que ya era tan hábil: inició el contacto con viejos conocidos de otros tiempos y geografías, y a través de éstos, y de sus amigos, y de los amigos de sus amigos, vinieron nuevas caras, nuevos cargos y títulos con nombres extranjeros o largamente compuestos en caso de ser españoles. No tardaron en llegar a su buzón las primeras invitaciones a recepciones y bailes, a almuerzos, cócteles y cacerías. Antes de que Beigbeder fuese siquiera capaz de sacar la cabeza de entre las montañas de papeles y responsabilidades que se acumulaban entre las paredes de su lúgubre despacho, Rosalinda había ya comenzado a adentrarse en una red de relaciones sociales destinada a mantenerla entretenida en el nuevo destino al que su ajetreada vida la acababa de llevar.

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