María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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Fueron días difíciles, sí. Para los dos. A pesar del tenaz empeño que Rosalinda puso en congraciarse con el embajador Peterson, las cosas no lograron enderezarse en los meses venideros. El único gesto que para finales de aquel año de la victoria había obtenido de sus compatriotas fue una invitación para asistir junto con otras madres a cantar con su hijo villancicos alrededor del piano de la embajada. Para que las cosas dieran un vuelco, hubieron de esperar hasta mayo de 1940, cuando Churchill fue nombrado primer ministro y decidió reemplazar de manera fulminante a su representante diplomático en España. Y, a partir de entonces, la situación cambió. De forma radical. Para todos.

35

Sir Samuel Hoare llegó a Madrid a finales de mayo de 1940 ostentando el pomposo título de embajador extraordinario en misión especial. Jamás había pisado suelo español, ni hablaba una palabra de nuestra lengua, ni mostraba la menor simpatía hacia Franco y su régimen, pero Churchill puso en él toda su confianza y le urgió para que aceptara el cargo: España era una pieza clave en el devenir de la guerra europea y allí quería él a un hombre fuerte sosteniendo su bandera. Para los intereses británicos era básico que el gobierno español mantuviese una postura neutral que respetara a un Gibraltar libre de invasiones y evitara que los puertos del Atlántico cayeran en manos alemanas. A fin de lograr un mínimo de cooperación, habían presionado a la hambrienta España mediante el comercio exterior, restringiendo el suministro de petróleo y apretando hasta la asfixia con la estrategia del palo y la zanahoria. A medida que las tropas alemanas avanzaban por Europa, sin embargo, aquello dejó de ser suficiente: necesitan implicarse en Madrid de una manera más activa, más operativa. Y con tal objetivo en su agenda aterrizó en la capital aquel hombre pequeño, algo desgastado ya, de presencia casi anodina; Sir Sam para sus colaboradores cercanos, don Samuel para los escasos amigos que acabaría haciendo en España.

No asumió Hoare el puesto con optimismo: no le agradaba el destino, era ajeno a la idiosincrasia española, ni siquiera tenía conocidos entre aquel extraño pueblo devastado y polvoriento. Sabía que no iba a ser bien recibido y que el gobierno de Franco era abiertamente antibritánico: para que aquello le quedara bien claro desde el principio, la misma mañana de su llegada los falangistas le plantaron en la puerta de su embajada una manifestación vociferante que le recibió al grito de «¡Gibraltar español!».

Tras la presentación de sus credenciales ante el Generalísimo, comenzó para él el tortuoso viacrucis en el que su vida habría de convertirse a lo largo de los cuatro años que duraría su misión. Lamentó haber aceptado el cargo cientos de veces: se sentía tremendamente incómodo en aquel ambiente tan hostil, incómodo como nunca antes lo había estado en ningún otro de sus múltiples destinos. La atmósfera era angustiosa, el calor insoportable. Las agitaciones falangistas frente a su embajada eran el pan nuestro de cada día: les apedreaban las ventanas, les arrancaban los banderines y las insignias de los coches oficiales, e insultaban al personal británico sin que las autoridades de orden público movieran siquiera un pestaña. La prensa emprendió una agresiva campaña acusando a Gran Bretaña de ser culpable del hambre que España padecía. Su presencia tan sólo despertaba simpatías entre un número reducido de monárquicos conservadores, apenas un puñado de nostálgicos de la reina Victoria Eugenia con escaso poder de maniobra en el gobierno y aferrados a un pasado sin vuelta atrás.

Se sentía solo, andando a tientas en medio de la oscuridad. Madrid le superaba, encontraba el ambiente absolutamente irrespirable: le oprimía el lentísimo funcionamiento de la maquinaria administrativa, contemplaba aturdido las calles llenas de policías y falangistas armados hasta las cejas, y veía cómo los alemanes actuaban a su aire envalentonados y amenazantes. Haciendo de tripas corazón y cumpliendo con las obligaciones de su cargo, procedió apenas instalado a entablar relaciones con el gobierno español y, de forma particular, con sus tres miembros principales: el general Franco y los ministros Serrano Suñer y Beigbeder. Con los tres se reunió, a los tres sondeó y de los tres recibió respuestas altamente diferentes.

Con el Generalísimo obtuvo audiencia en El Pardo un soleado día de verano. A pesar de ello, Franco le recibió con las cortinas cerradas y la luz eléctrica encendida, sentado tras un escritorio sobre el que se alzaban arrogantes un par de grandes fotografías dedicadas de Hitler y Mussolini. En aquel ortopédico encuentro en el que hablaron por turnos, mediante intérprete y sin opción al más mínimo diálogo, Hoare quedó impactado por la desconcertante confianza en sí mismo del jefe del Estado: por la autocomplacencia de quien se creía elegido por la providencia para salvar a su patria y crear un nuevo mundo.

Lo que con Franco marchó mal, con Serrano Suñer se superó: todo fue peor. El poder del cuñadísimo estaba en su esplendor más fulgurante, tenía al país enteramente en sus manos: la Falange, la prensa, la policía y acceso personal e ilimitado al Caudillo, por quien muchos intuían que sentía un cierto desprecio ante su inferior capacidad intelectual. Mientras Franco, recluido en El Pardo, apenas se dejaba ver, Serrano parecía omnipresente: el perejil de todas las salsas, tan distinto de aquel hombre discreto que visitó el Protectorado en plena guerra, el mismo que se agachó a recoger mi polvera y cuyos tobillos contemplé largamente por debajo de un sofá. Como si hubiese renacido con el régimen, así surgió un nuevo Ramón Serrano Suñer: impaciente, arrogante, rápido como un rayo en sus palabras y actos, con sus ojos gatunos siempre alerta, el uniforme de Falange almidonado y el pelo casi blanco repeinado hacia atrás como un galán de cine. Siempre tenso, exquisitamente despectivo con cualquier representante de lo que él llamaba las «plutodemocracias». Ni en aquel primer encuentro ni en los muchos más que a lo largo del tiempo habrían de mantener, consiguieron Hoare y Serrano aproximarse a ningún territorio cercano a la empatía.

Con el único de los tres dignatarios con quien sí logró el embajador entenderse fue con Beigbeder. Desde la primera visita al palacio de Santa Cruz, la comunicación fue fluida. El ministro escuchaba, actuaba, se esforzaba por enmendar asuntos y resolver enredos. Se declaró ante Hoare tajante partidario de la no intervención en la guerra, reconoció sin tapujos las tremendas necesidades de la población hambrienta y se esforzó hasta la extenuación por abrir acuerdos y negociar pactos para paliarlas. Cierto fue que su persona resultó para el embajador en principio un tanto pintoresca, incluso excéntrica tal vez: absolutamente incongruente en su sensibilidad, cultura, maneras e ironía con la brutalidad del Madrid del brazo en alto y el ordeno y mando. Beigbeder, a ojos de Hoare, se sentía a todas luces incómodo entre la agresividad de los alemanes, la fanfarronería de los falangistas, la actitud despótica de su propio gobierno y las miserias cotidianas de la capital. Tal vez por eso, por su propia anormalidad en aquel mundo de locos, Beigbeder le resultara a Hoare un tipo simpático, un bálsamo con el que frotarse las magulladuras provocadas por los latigazos de los propios compañeros de filas del singular ministro de temple africano. Tuvieron desencuentros, cierto: puntos de vista enfrentados y actuaciones diplomáticas discutidas; reclamaciones, quejas y docenas de crisis que juntos intentaron solventar. Como cuando las tropas españolas entraron en Tánger en junio dando por finiquitado de un plumazo su estatuto de ciudad internacional. Como cuando estuvieron a punto de autorizar desfiles de tropas alemanas por las calles de San Sebastián. Como tantas otras tiranteces en aquellos tiempos de desorden y precipitación. A pesar de todo, la relación ente Beigbeder y Hoare se fue haciendo cada día más cómoda y cercana, constituyendo para el embajador el único refugio en aquel terreno tormentoso en el que los problemas no paraban de surgir como las malas hierbas.

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