Y paseamos por la blanca medina de Tetuán, comimos cuscús, jarira y chuparquías, trepamos el Dersa y el Gorgues, y fuimos a la playa de Río Martín y al parador de Ketama, entre pinos y aún sin nieve. Hasta que el tiempo se agotó y lo indeseado se hizo presente. Y sólo entonces confirmamos que la realidad puede superar las más negras expectativas. Así me lo hizo saber la misma Rosalinda apenas una semana después de la llegada de su marido.
– Es mucho peor de lo que había imaginado -dijo desplomándose en un sillón nada más entrar en mi taller.
Esta vez no parecía ofuscada, sin embargo. No estaba iracunda como cuando recibió la noticia. Esta vez tan sólo irradiaba tristeza, agotamiento y decepción: una densa y oscura decepción. Por Peter, por la situación en la que se veían inmersos, por ella misma. Tras media docena de años vagando sola por el mundo, creía estar preparada para todo; pensaba que la experiencia vital que a lo largo de ellos había acumulado le habría aportado los recursos necesarios para hacer frente a todo tipo de adversidades. Pero Peter resultó mucho más duro de lo previsto. Todavía asumía con ella su papel posesivo de padre y marido a la vez, como si no llevaran todos aquellos años viviendo separados; como si nada hubiera pasado en la vida de Rosalinda desde que se casó con él cuando aún era casi una niña. Le reprochaba la manera relajada en que estaba educando a Johnny: le disgustaba que no asistiera a un buen colegio, que saliera a jugar con los niños vecinos sin una niñera cerca y que, por toda práctica deportiva, se dedicara a lanzar piedras con el mismo buen tino que todos los moritos de Tetuán. Se quejaba también de la falta de programas de radio de su gusto, de la inexistencia de un club en el que poder reunirse con compatriotas, de que nadie hablara inglés a su alrededor y de la dificultad para conseguir prensa británica en aquella ciudad aislada.
No todo disgustaba al exigente Peter, sin embargo. De su entera satisfacción resultaron la ginebra Tanqueray y el Johnny Walker Black Label que en Tánger aún se conseguían por entonces a precio irrisorio. Solía beber al menos una botella de whisky diaria, convenientemente aderezada por un par de cócteles de ginebra antes de cada comida. Su tolerancia con el alcohol era asombrosa, equiparable casi al cruel trato que confería al servicio doméstico. Les hablaba con desagrado en inglés sin molestarse en asimilar que ellos no entendían ni una palabra de su idioma, y cuando por fin resultaba evidente que no le comprendían, les gritaba en hindustani, la lengua de sus antiguos empleados en Calcuta, como si la condición de servir al amo tuviera un lenguaje universal. Para su gran sorpresa, uno a uno fueron dejando de aparecer por la casa. Todos, desde los amigos de su mujer hasta el más humilde de los criados, supimos en pocos días la calaña de ser a la que Peter Fox pertenecía. Egoísta, irracional, caprichoso, borracho, arrogante y déspota: imposible encontrar menos atributos positivos en una sola persona.
Beigbeder, obviamente, dejó de pasar gran parte de su tiempo en casa de Rosalinda, pero siguieron viéndose a diario en otros sitios: en la Alta Comisaría, en escapadas a los alrededores. Para sorpresa de muchos -entre ellos yo misma-, Beigbeder dispensó en todo momento al marido de su amante un trato del todo exquisito. Le organizó un día de pesca en la desembocadura del río Smir y una cacería de jabalíes en Jemis de Anyera. Le facilitó el transporte a Gibraltar para que pudiera beber cerveza inglesa y hablar de polo y cricket con sus compatriotas. Hizo todo lo posible, en fin, por portarse con él como su cargo requería ante un invitado extranjero tan especial. Sus personalidades, sin embargo, no podían ser más dispares: resultaba curioso comprobar lo distintos que eran aquellos dos hombres tan significativos en la vida de la misma mujer. Tal vez por ello, precisamente, nunca llegaron a chocar.
– Peter considera a Juan Luis un español atrasado y orgulloso; como un anticuado caballero español caído de un cuadro del Siglo de Oro -me explicó Rosalinda-. Y Juan Luis piensa de Peter que es un snob, un incomprensible y absurdo snob. Son como dos líneas paralelas: nunca podrán entrar en conflicto porque jamás encontrarán un punto de encuentro. Con la única diferencia de que para mí, como hombre, Peter no le llega a Juan Luis ni a la altura del talón.
– ¿Y nadie le ha contado a tu marido nada de lo vuestro?
– ¿De nuestra relación? -preguntó mientras encendía un cigarrillo y apartaba de su ojo la melena-. Imagino que sí, que alguna lengua viperina se habrá acercado a su oído para soltarle algún veneno, pero a él le da exactamente igual.
– No entiendo cómo.
Se encogió de hombros.
– Yo tampoco, pero mientras no tenga que pagar casa y a su alrededor encuentre sirvientes, alcohol abundante, comida caliente y deportes sangrientos, creo que todo lo demás le es indiferente. Distinto sería si aún viviéramos en Calcuta; allí imagino que se esforzaría por mantener las formas mínimamente. Pero aquí no le conoce nadie; éste no es su mundo, así que le trae al fresco cualquier cosa que le cuenten sobre mí.
– Sigo sin comprenderlo.
– Lo único cierto, darling, es que no le importo en absoluto -dijo con una mezcla de sarcasmo y tristeza-. Cualquier cosa tiene para él más valor que yo: una mañana de pesca, una botella de ginebra o una partida de cartas. Yo no le he importado jamás; lo raro sería que empezara a hacerlo ahora.
Y mientras Rosalinda batallaba contra un monstruo en medio del infierno, a mí también, por fin, me dio un vuelco la vida. Era martes, hacía viento. Marcus Logan apareció en mi casa antes del mediodía.
Habíamos seguido consolidándonos como amigos: como buenos amigos, nada más. Ambos éramos conscientes de que el día más inesperado él tendría que irse, de que su presencia en mi mundo no era más que un tránsito provisional. A pesar de esforzarme por deshacerme de ellas, las cicatrices que me dejó Ramiro tenían aún forma de costurones; no estaba preparada para volver a sentir el desgarro de una ausencia. Nos atrajimos Marcus y yo, sí, mucho, y no faltaron ocasiones para que aquello se convirtiera en algo más. Hubo complicidad, roces y miradas, comentarios velados, estima y deseo. Hubo cercanía, hubo ternura. Pero yo me esforcé por amarrar mis sentimientos; me negué a avanzar más y él lo aceptó. Contenerme me costó un esfuerzo inmenso: dudas, incertidumbre, noches de desvelo. Pero antes que enfrentarme al dolor de su abandono, preferí quedarme con los recuerdos de los momentos memorables que juntos pasamos en aquellos días alborotados e intensos. Noches de risas y copas, de pipas de kif y partidas ruidosas de continental. Viajes a Tánger, salidas y charlas; instantes que nunca volvieron y en mi depósito de recuerdos atesoré como memorias del fin de una etapa y el inicio de nuevos caminos.
Con el timbrazo inesperado de Marcus en mi casa de Sidi Mandri, llegó aquella mañana el final de un tiempo y el principio de otro. Una puerta se cerraba y otra se iba abriendo. Y yo en medio, incapaz de retener lo que acababa, anhelando abrazar lo que venía.
– Tu madre está en camino. Anoche embarcó en Alicante rumbo a Orán en un mercante británico. Llegará a Gibraltar en tres días. Rosalinda se encargará de que pueda cruzar el Estrecho sin problemas, ya te dirá ella cómo va a hacerse el traslado.
Quise darle las gracias desde lo más profundo de mi ser, pero las siete letras de la palabra necesaria se cruzaron con un torrente de lágrimas en su camino de salida, y el llanto arrambló con ellas y se las llevó por delante. Por eso, tan sólo fui capaz de abrazarle con todas mis fuerzas y dejarle empapadas las solapas de la chaqueta.
– A mí también me ha llegado el momento de ponerme de nuevo en marcha -añadió unos segundos después.
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