Ni lo sabía ni podía imaginarlo.
– Seis meses atada a una tabla, con correas de cuero inmovilizándome a la altura de los hombros y los muslos. Seis meses enteros, con sus días y sus noches.
– ¿Y mejoraste?
– Just a bit. Muy poco. Entonces mis médicos decidieron mandarme a Leysin, en Suiza, a un sanatorio para tuberculosos. Como Hans Castorp en La montaña mágica , de Thomas Mann.
Intuí que se trataba de algún libro, así que, antes de que me preguntara si lo había leído, me adelanté para que prosiguiera con su historia.
– ¿Y Peter, entretanto?
– Pagó las facturas de hospital y estableció la rutina de enviarnos treinta libras mensuales para nuestro mantenimiento. Nada más. Absolutamente nada más. Ni una carta, ni un cable, ni un recado a través de conocidos ni, por supuesto, la menor intención de visitarnos. Nada, Sira, nada. Nunca más volví a saber de él personalmente. Hasta ayer.
– ¿Y qué hiciste con Johnny mientras? Debió de ser duro para él.
– Estuvo conmigo todo el tiempo en el sanatorio. Mis padres insistieron en quedárselo, pero yo no acepté. Contraté a una niñera alemana para que lo entretuviera y lo sacara a pasear, pero comía y dormía en mi habitación a diario. Fue una experiencia un poco triste para un niño tan pequeño, pero por nada del mundo quería que estuviera separado de mí. Ya había perdido en cierto modo a su padre; habría sido demasiado cruel castigarle también con la ausencia de su madre.
– ¿Y funcionó el tratamiento?
Una pequeña carcajada le iluminó momentáneamente la cara.
– Me aconsejaron pasar ocho años internada, pero sólo pude resistir ocho meses. Después pedí el alta voluntaria. Me dijeron que era una insensata, que aquello me mataría; tuve que firmar un millón de papeles eximiendo al sanatorio de responsabilidades. Mi madre se ofreció a recogerme en París para hacer juntas la vuelta a casa. Y entonces, en ese viaje de retorno, tomé dos decisiones. La primera, no volver a hablar de mi enfermedad. De hecho, en los últimos años, sólo Juan Luis y tú habéis sabido de ella por mí. Decidí que la tuberculosis tal vez pudiera machacar mi cuerpo, pero no mi espíritu, así que opté por mantener fuera de mi pensamiento la idea de que era una enferma.
– ¿Y la segunda?
– Empezar una vida nueva como si estuviera sana al cien por cien. Una vida fuera de Inglaterra, al margen de mi familia y de los amigos y conocidos que automáticamente me asociaban con Peter y con mi condición de enferma crónica. Una vida distinta que no incluyera en principio más que a mi hijo y a mí.
– Y entonces fue cuando te decidiste por Portugal…
– Los médicos me recomendaron que me instalara en algún lugar templado: el sur de Francia, España, Portugal, tal vez el norte de Marruecos; algo a medias entre el excesivo calor tropical de la India y el miserable clima inglés. Me diseñaron una dieta, me recomendaron tomar mucho pescado y poca carne, descansar al sol todo lo posible, no hacer ejercicio físico y evitar las alteraciones emocionales. Alguien me habló entonces de la colonia británica en Estoril y decidí que aquel sitio podría ser en principio tan bueno como cualquier otro. Y allá fui.
Todo encajaba ya mucho mejor en el mapa mental que me había construido para entender a Rosalinda. Las piezas empezaban a ensamblarse unas con otras, ya no eran trozos de vida independientes y difícilmente acoplables. Todo empezaba ya a tener sentido. Deseé con todas mis fuerzas que las cosas le fueran bien: ahora que por fin sabía que su existencia no había sido un camino de rosas, la creí más merecedora de un destino feliz.
Al día siguiente acompañé a Marcus Logan a visitar a Rosalinda. Como en la noche de la recepción de Serrano, volvió a recogerme en mi casa y de nuevo caminamos juntos por las calles. Algo, sin embargo, había cambiado entre nosotros. La huida precipitada de la recepción de la Alta Comisaría, aquella carrera impulsiva a través de los jardines y el paseo ya sosegado entre las sombras de la ciudad en la madrugada habían logrado resquebrajar en cierta manera mis reticencias hacia él. Tal vez fuera de fiar, tal vez no; quizá nunca lo supiera. Pero, en cierta manera, aquello ya me daba igual. Sabía que se estaba esforzando en la evacuación de mi madre; sabía también que era atento y cordial conmigo, que se sentía a gusto en Tetuán. Y aquello era más que suficiente: no necesita saber de él nada más ni avanzar en ninguna otra dirección porque el día de su marcha no tardaría en llegar.
Aún la encontramos en la cama, pero con un aspecto más entonado. Había mandado arreglar la habitación, se había bañado, las contraventanas estaban ya abiertas y la luz entraba a raudales desde el jardín. Al tercer día se mudó del lecho a un sofá. Al cuarto cambió el camisón de seda por un vestido floreado, fue a la peluquería y volvió a agarrar las riendas de su vida.
Aunque su salud aún seguía trastocada, tomó la decisión de aprovechar al límite el tiempo que restaba hasta la llegada de su marido, como si aquellas semanas fueran las últimas que le quedaban por vivir. De nuevo asumió el papel de gran anfitriona, creando el clima ideal para que Beigbeder pudiera dedicarse a las relaciones públicas en un ambiente distendido y discreto, confiando ciegamente en el buen hacer de su amada. Nunca supe, sin embargo, cómo interpretaban muchos de los asistentes el hecho de que aquellos encuentros fueran ofrecidos por la joven amante inglesa y que el alto comisario del bando pro alemán se sintiera en ellas como en casa. Pero Rosalinda mantenía en pie su intención de acercar a Beigbeder a los británicos y muchas de aquellas recepciones menos protocolarias estuvieron destinadas a tal fin.
A lo largo de aquel mes, como ya había hecho antes y volvería a hacer después, invitó en varias ocasiones a sus amigos compatriotas de Tánger, a miembros del cuerpo diplomático, a agregados militares alejados de la órbita italogermana y a representantes de instituciones multinacionales de peso y caudal. Organizó también una fiesta para las autoridades gibraltareñas y para oficiales de un buque de guerra británico atracado en la roca, como ella llamaba al peñón. Y entre todos aquellos invitados circularon Juan Luis Beigbeder y Rosalinda Fox con un cóctel en una mano y un cigarrillo en la otra, cómodos, relajados, hospitalarios y cariñosos. Como si nada pasara; como si en España no siguieran matándose entre hermanos y Europa no anduviera ya calentando motores para la peor de sus pesadillas.
Llegué a estar varias veces cerca de Beigbeder y de nuevo fui testigo de su peculiar manera de ser. Solía ponerse prendas morunas a menudo, a veces unas babuchas, a veces una chilaba. Era simpático, desinhibido, un punto excéntrico y, por encima de todo, adoraba a Rosalinda hasta el extremo y así lo repetía ante cualquiera sin el menor rubor. Marcus Logan y yo, entretanto, seguimos viéndonos con asiduidad, ganando simpatía y un acercamiento afectivo que yo me esforzaba día a día por contener. De no haberlo hecho, probablemente aquella incipiente amistad no habría tardado en desembocar en algo mucho más pasional y profundo. Pero peleé porque aquello no ocurriera y mantuve férrea mi postura para que lo que nos empezaba a unir no fuera más allá. Las heridas causadas por Ramiro aún no se habían cerrado del todo; sabía que Marcus tampoco tardaría en marcharse y no quería volver a sufrir. Con todo, juntos nos convertimos en presencias asiduas en los eventos de la villa del paseo de las Palmeras, a veces incluso se nos unió un Félix exultante, feliz por integrarse en aquel mundo ajeno tan fascinante para él. En alguna ocasión salimos en bandada de Tetuán: Beigbeder nos invitó en Tánger a la inauguración del diario España , aquel periódico creado por iniciativa suya para transmitir hacia el mundo lo que los de su causa querían contar. Alguna otra vez viajamos los cuatro -Marcus, Félix, Rosalinda y yo- en el Dodge de mi amiga por el mero plaisir de hacerlo: para ir a Saccone & Speed en busca de suministros de buey irlandés, bacon y ginebra; a bailar en Villa Harris, a ver una película americana en el Capitol y a encargar los tocados más despampanantes en el taller de Mariquita la Sombrerera.
Читать дальше