María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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Fue en noviembre. A lo largo de la tarde el cielo había ido tornándose en color panza de burra y al caer la noche comenzó a llover fuerte, el preludio de una tormenta proveniente del Mediterráneo cercano; una tormenta de las que arrasaban árboles, tumbaban los tendidos de la luz y acurrucaban a la gente entre las mantas musitando a Santa Bárbara una catarata fervorosa de letanías. Apenas un par de horas antes del cambio de tiempo, Jamila había llevado los primeros encargos recién, terminados a la residencia de Frau Heinz. Los dos trajes de noche, los dos conjuntos de día y el modelo de tenista -mis cinco primeras obras- habían descendido de las perchas que las mantenían colgadas en el taller a la espera del último planchado y habían sido acomodadas en sus sacos de lienzo y transportadas en tres viajes sucesivos hasta su destino. El regreso de Jamila en el último de ellos trajo consigo la petición.

– Frau Heinz decir que Jamila llevar mañana por la mañana factura en marcos alemanes.

Y por si el mensaje no hubiera quedado bien claro, me entregó un sobre con una tarjeta que contenía el recado por escrito. Y entonces me senté a pensar en cómo demonios se haría una factura y por primera vez la memoria, mi gran aliada, se resistió a sacarme del atolladero. A lo largo de la instalación del negocio y de la creación de las primeras prendas, las estampas que aún atesoraba del mundo de doña Manuela me habían servido como recurso para salir adelante. Las imágenes memorizadas, las destrezas aprendidas, los movimientos y las acciones mecánicas tantas veces repetidas en el tiempo me habían proporcionado hasta entonces la inspiración necesaria para avanzar con éxito. Conocía al milímetro cómo funcionaba por dentro una buena casa de costura, sabía tomar medidas, cortar piezas, plisar faldas, montar mangas y asentar solapas, pero por mucho que rebusqué entre mi catálogo de habilidades y recuerdos, ninguno encontré que sirviera de referencia para confeccionar una factura. Tuve muchas en la mano cuando aún cosía en Madrid y me encargaba de repartirlas por los domicilios de las clientas; en algunos casos incluso había regresado con el pago del importe en el bolsillo. Nunca, sin embargo, me había parado a abrir alguno de aquellos sobres para fijarme en detalle en su contenido.

Pensé en recurrir como siempre a Candelaria, pero tras el balcón comprobé la negrura de la noche, el viento imperioso que azotaba una lluvia cada vez más densa y los relámpagos implacables que se abrían paso desde el mar. Ante aquel escenario, el camino a pie hasta la pensión se me figuró como el más escarpado de los senderos hacia el infierno. Decidí, pues, ingeniármelas sola: me hice con lápiz y papel y me senté en la mesa de la cocina dispuesta a emprender la tarea. Hora y media más tarde allí seguía, con mil cuartillas arrugadas alrededor, sacando punta al lápiz por quinta vez con un cuchillo, y sin saber aún cuántos marcos alemanes serían los cincuenta y cinco duros que tenía previsto cobrar a la alemana. Y fue entonces cuando, en medio de la noche, algo se estrelló con fuerza contra el cristal de la ventana. Me puse en pie con un salto tan precipitado que con él tumbé la silla. Inmediatamente vi que había luz en la cocina de enfrente, y pese a la lluvia, y pese a la hora, allí descubrí la figura redondona de mi vecino Félix, con sus gafas, el pelo ralo encrespado y un brazo en alto, listo para lanzar al aire un segundo puñado de almendras. Abrí la ventana dispuesta a pedirle airada explicaciones por aquel incomprensible comportamiento pero, antes de poder decir siquiera la primera palabra, su voz atravesó el hueco que nos separaba. El repiqueteo espeso de la lluvia contra las baldosas del patio de luces tamizó el volumen; el contenido de su mensaje, no obstante, llegó diáfano.

– Necesito refugio. No me gustan las tormentas.

Pude preguntarle si estaba loco. Pude hacerle saber que me había dado un susto tremendo, gritarle que era un imbécil y cerrar la ventana sin más. Pero no hice ninguna de esas cosas porque en el cerebro se me encendió de forma instantánea una pequeña lucecita: tal vez aquel estrambótico acto podría volverse favorable en ese mismo momento.

– Te dejo que vengas si me ayudas -dije tuteándole sin ni siquiera pensarlo.

– Ve abriendo la puerta, que allí estoy en un verbo.

Por supuesto que mi vecino sabía que doscientas veinticinco pesetas eran al cambio doce con cincuenta reichsmarks . Como tampoco ignoraba que una factura presentable no podía hacerse en una cuartilla de papel barato con un lápiz resobado, así que cruzó de nuevo a su casa y regresó de inmediato con unos pliegos de papel inglés color marfil y una pluma Waterman que escupía trazos de tinta morada en primorosa caligrafía. Y desplegó todo su ingenio, que era mucho, y todo su talento artístico, que era mucho también, y en apenas media hora, entre truenos y en pijama, no sólo fue capaz de confeccionar la factura más elegante que las modistas europeas del norte de África jamás habrían podido imaginar, sino que, además, dio un nombre a mi negocio. Había nacido Chez Sirah.

Félix Aranda era un hombre raro. Gracioso, imaginativo y culto, sí. Y curioso, y fisgón. Y un punto excéntrico y algo impertinente también. El trasiego nocturno entre su casa y la mía se convirtió en un ejercicio cotidiano. No diario, pero sí constante. A veces pasaban tres o cuatro días sin que nos viéramos, a veces venía cinco noches a la semana. O seis. O hasta siete. La asiduidad de nuestros encuentros tan sólo dependía de algo ajeno a nosotros: de lo borracha que estuviera su madre. Qué relación más extraña, qué universo familiar tan oscuro se vivía en la puerta de enfrente. Desde la muerte del marido y padre años atrás, juntos transitaban por la vida Félix y doña Encarna con la apariencia más armoniosa. Juntos paseaban todas las tardes entre las seis y las siete; juntos asistían a misas y novenas, se surtían de remedios en la farmacia Benatar, saludaban a los conocidos con cortesía y merendaban hojaldres en La Campana. Él siempre pendiente de ella, protegiéndola cariñoso, caminando a su paso: con cuidado, mamá, no vayas a tropezar, por aquí, mamá, con cuidado, con cuidado. Ella, orgullosa de su criatura, publicitando sus dotes a siniestro y diestro: mi Félix dice, mi Félix hace, mi Félix piensa, ay, mi Félix, qué haría yo sin él.

El polluelo solícito y la gallina clueca se transformaban, sin embargo, en un par de pequeños monstruos en cuanto se adentraban en un territorio más íntimo. Apenas traspasado el umbral de su vivienda, la anciana se enfundaba el uniforme de tirana y sacaba su látigo invisible para humillar al hijo hasta el extremo. Ráscame la pierna, Félix, que me pica la pantorrilla; ahí no, más arriba, mira que eres inútil, criatura, pero cómo habré podido yo parir un engendro como tú; pon bien el mantel, que lo veo torcido; así no, que está peor todavía; vuelve a ponerlo como estaba, que todo lo que tocas lo desgracias, pedazo de tarado, por qué no te dejaría yo en la inclusa cuando naciste; mírame la boca a ver si me ha avanzado la piorrea, saca el agua del Carmen que me alivie las flatulencias, dame friegas en la espalda con alcohol alcanforado, límame este callo, córtame las uñas de los pies, con cuidado, bola de sebo, que te llevas el dedo por delante; acércame el pañuelo que eche unas flemas, tráeme un parche Sor Virginia para el lumbago; lávame la cabeza y ponme los bigudíes, con más tino, imbécil, que me vas a dejar calva.

Así creció Félix, con una doble vida de flancos tan dispares como patéticos. Tan pronto murió el padre, el niño adorado dejó de serlo de la noche a la mañana: en pleno crecimiento y sin que nadie ajeno lo sospechara, pasó de centro de mimos y cariños públicos a tornarse en el objeto de las furias y frustraciones de la madre en privado. Como con un tajo de guadaña, todas sus ilusiones fueron cortadas al ras: marcharse de Tetuán para estudiar Bellas Artes en Sevilla o Madrid, identificar su sexualidad confusa y conocer a gente como él, seres de espíritu poco convencional con anhelos de volar por libre. A cambio, se vio conminado a vivir permanentemente bajo el ala negra de doña Encarna. Terminó el bachiller con los marianistas del Colegio del Pilar con calificaciones brillantes que de nada le sirvieron porque ya había aprovechado la madre su condición de sufrida viuda para conseguirle un puesto administrativo de color gris rata. Estampillar impresos en el Negociado de Abastos de la Junta de Servicios Municipales: el mejor de los trabajos para tronchar la creatividad del más ingenioso y mantenerle atado como un perro, ahora te ofrezco una tajada de carne suculenta, ahora te doy una patada capaz de reventarte la barriga.

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