– Buenas noches, querida. Espero no importunarla.
– No se preocupe, aún estaba levantada.
– Le traigo unas cositas -anunció dejándome entrever las cartulinas que llevaba en las manos sujetas a la espalda.
No me las tendió, sino que las mantuvo medio ocultas mientras esperaba mi reacción. Dudé unos segundos antes de invitarle a entrar a aquella hora tan intempestiva. Él, entretanto, permaneció impasible en el umbral, con su trabajo fuera de mi vista y una sonrisa de apariencia inofensiva plasmada en la cara.
Entendí el mensaje. No tenía intención de mostrarme ni un centímetro hasta que le dejara pasar.
– Adelante, por favor -accedí por fin.
– Gracias, gracias -susurró suavemente sin ocultar su satisfacción por haber logrado su objetivo. Venía con camisa y pantalón de calle y un batín de fieltro encima. Y con sus gafitas. Y con sus gestos algo afectados.
Estudió la entrada con descaro y se adentró en el salón sin esperar a que le invitara.
– Me gusta muchísimo su casa. Es muy airosa, muy chic .
– Gracias, aún estoy instalándome. ¿Podría, por favor, enseñarme lo que me trae?
No necesitó el vecino más palabras para entender que, si le había dejado entrar a aquellas horas, no era precisamente para oír sus comentarios sobre cuestiones decorativas.
– Aquí tiene su encarguito -dijo mostrándome por fin lo que hasta entonces había mantenido oculto.
Tres cartulinas dibujadas en lápiz y pastel mostraban desde distintos ángulos y poses a una modelo estilizada hasta lo irreal, luciendo el estrambótico modelo de la falda que no lo era. La satisfacción debió de reflejarse en mi cara de forma instantánea.
– Asumo que los da por buenos -dijo con un punto de orgullo indisimulado.
– Los doy por buenísimos.
– ¿Se los queda, entonces?
– Por supuesto. Me ha sacado de un gran apuro. Dígame qué le debo, por favor.
– Las gracias, nada más: es un regalo de bienvenida. Mamá dice que hay que ser educados con los vecinos, aunque usted a ella le gusta regulín. Creo que le parece demasiado resuelta y un poquito frivolona -apuntó irónico.
Sonreí y una levísima corriente de sintonía pareció unirnos momentáneamente; apenas un soplo de aire que se fue como vino en cuanto oímos a la progenitora gritar a través de la puerta entreabierta el nombre de su hijo.
– ¡Fééééééélix! -Alargaba la e sosteniéndola como en el elástico de un tirachinas. Una vez que tensaba al máximo la primera sílaba, disparaba con fuerza la segunda-. Féééééééélix -repitió. Puso él entonces los ojos en blanco e hizo un exagerado ademán de desesperación.
– No puede vivir sin mí, la pobre. Me marcho.
La voz de grulla de la madre volvió a requerirle por tercera vez con su vocal inicial infinita.
– Recurra a mí cuando quiera; estaré encantado de hacerle más figurines, me enloquece todo lo que venga de París. Vuelvo a la mazmorra. Buenas noches, querida.
Cerré la puerta y me quedé un largo rato contemplando los dibujos. Eran realmente una preciosidad, no podría haber imaginado un resultado mejor. Aunque no fueran obra mía, aquella noche me acosté con un grato sabor de boca.
Me levanté al día siguiente temprano; esperaba a mi clienta a las once para las primeras pruebas, pero quería ultimar todo al detalle antes de su llegada. Jamila aún no había vuelto del mercado, debía de estar a punto de hacerlo. A las once menos veinte sonó el timbre; pensé que tal vez la alemana se habría adelantado. Volvía yo a llevar el mismo traje azul marino de la vez anterior: había decidido utilizarlo para recibirla como si fuera un uniforme de trabajo, elegancia en estado de pura simplicidad. De esa manera explotaría mi vertiente profesional y disimularía que apenas tenía ropa de otoño en el armario. Ya estaba peinada, perfectamente maquillada, con mis tijeras de plata vieja colgadas del cuello. Sólo me faltaba un pequeño toque: el disfraz invisible de mujer vivida. Me lo puse presta y abrí yo misma la puerta con desparpajo. Y entonces el mundo se me cayó a los pies.
– Buenos días, señorita -dijo la voz quitándose el sombrero-. ¿Puedo pasar?
Tragué saliva.
– Buenos días, comisario. Por supuesto; adelante, por favor.
Le dirigí al salón y le ofrecí asiento. Se acercó a un sillón sin prisa, como distraído en observar la estancia a medida que avanzaba. Desplazó sus ojos con detenimiento por las elaboradas molduras de escayola del techo, por las cortinas de damasco y la gran mesa de caoba llena de revistas extranjeras. Por la antigua lámpara de araña, hermosa y espectacular, conseguida por Candelaria sabría Dios dónde, por cuánto y con qué oscuras mañas. Me noté el pulso acelerado y el estómago vuelto del revés.
Se acomodó por fin y yo me senté enfrente, en silencio, esperando sus palabras e intentando disimular mi inquietud ante su presencia inesperada.
– Bien, veo que las cosas marchan viento en popa.
– Hago lo que puedo. He empezado a trabajar; ahora mismo estaba esperando a una clienta.
– Y ¿a qué se dedica exactamente? -preguntó. De sobra conocía él la respuesta, pero por alguna razón tenía interés en que yo misma se lo hiciera saber.
Traté de utilizar un tono neutro. No quería que me viera amedrentada y con apariencia culpable, pero tampoco tenía la intención de mostrarme ante sus ojos como la mujer excesivamente segura y resuelta que él mismo, mejor que nadie, sabía que yo no era.
– Coso. Soy modista -dije.
No replicó. Simplemente me miró con sus ojos punzantes y esperó a que continuara con mis explicaciones. Se las desgrané sentada recta en el borde del sofá, sin desplegar ni un atisbo de las poses del sofisticado inventario de posturas mil veces ensayado para mi nueva persona. Ni cruces de piernas espectaculares. Ni atuses airosos de melena. Ni el más leve de los pestañeos. Compostura y sosiego fue lo único que me esforcé por transmitir.
– Ya cosía en Madrid; llevo media vida haciéndolo. Trabajé en el taller de una modista muy reputada, mi madre era oficiala en él. Aprendí mucho allí: era una casa de modas excelente y cosíamos para señoras importantes.
– Entiendo. Un oficio muy honorable. Y ¿para quién trabaja ahora, si puede saberse?
Volví a tragar saliva.
– Para nadie. Para mí misma.
Levantó las cejas con gesto de fingido asombro.
– Y ¿puedo preguntarle cómo se las ha arreglado para montar este negocio usted sola?
El comisario Vázquez podía ser inquisitivo hasta la muerte y duro como el acero pero, ante todo, era un señor y como tal formulaba las preguntas con una cortesía inmensa. Con cortesía aderezada con un toque de cinismo que no se esforzaba en disimular. Se le veía mucho más relajado que en sus visitas al hospital. No estaba tan tirante, tan tenso. Lástima que yo no fuera capaz de proporcionarle unas respuestas más acordes con su elegancia.
– Me han prestado el dinero -dije simplemente.
– Vaya, qué suerte ha tenido -ironizó-. Y ¿sería tan amable de decirme quién ha sido la persona que le ha hecho tan generoso favor?
Creí que no iba a ser capaz, pero la respuesta me salió de la boca de manera inmediata. Inmediata y segura.
– Candelaria.
– ¿Candelaria la matutera? -preguntó con una medio sonrisa cargada a partes iguales de sarcasmo e incredulidad.
– La misma, sí, señor.
– Bueno, qué interesante. Desconocía que el trapicheo diera para tanto en estos tiempos.
Volvió a mirarme con aquellos ojos como barrenas y supe que en aquel momento mi suerte estaba en el exacto punto intermedio entre la supervivencia y el despeñamiento. Como una moneda lanzada al aire con las mismas probabilidades de caer de cara que de cruz. Como un funámbulo patoso sobre el alambre, con la mitad de las posibilidades de acabar en el suelo y exactamente las mismas de mantenerse airoso en las alturas. Como una pelota de tenis disparada por la modelo del figurín pintado por mi vecino, una pelota fallida propulsada por una grácil jugadora vestida de Schiaparelli: una bola que no cruza el campo, sino que, durante la eternidad de unos cuantos segundos, se mantiene haciendo equilibrios sobre la red antes de precipitarse a uno de los lados, dudando entre otorgar el tanto a la tenista glamurosa esbozada con trazos de pastel o a su anónima contraria. A un lado la salvación y a otro el derrumbamiento; yo en medio. Así me vi ante el comisario Vázquez aquella mañana de otoño en que su presencia vino a confirmar mis peores premoniciones. Cerré los ojos, tomé aire por la nariz. Después los abrí y hablé.
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