– ¿Por qué no me dices qué es lo que andas buscando, por si puedo ayudarte?
Me volví.
– Necesito a alguien que dibuje bien para copiarme unos modelos de una revista.
– Vete a la escuela de Bertuchi.
– ¿De quién?
– Bertuchi, el pintor. -El gesto de mi cara le hizo partícipe de mi ignorancia-. Pero muchacha, ¿llevas tres meses en Tetuán y aún no sabes quién es el maestro Bertuchi? Mariano Bertuchi, el gran pintor de Marruecos.
Ni sabía quién era el tal Bertuchi, ni me interesaba lo más mínimo. Lo único que yo quería era una solución urgente para mi problema.
– ¿Y él me podrá dibujar lo que necesito? -pregunté ansiosa.
Don Anselmo soltó una risotada seguida por un ataque de bronca tos. Los tres paquetes diarios de cigarrillos Toledo le pasaban cada día una factura más negra.
– Pero qué cosas tienes, Sirita, hija mía. Cómo va a ponerse Bertuchi a dibujarte a ti figurines. Don Mariano es un artista, un hombre volcado en su pintura, en hacer pervivir las artes tradicionales de esta tierra y en difundir la imagen de Marruecos fuera de sus fronteras, pero no es un retratista por encargo. Lo que en su escuela puedes encontrar es un buen montón de gente que te puede echar una mano; jóvenes pintores con poco quehacer, muchachas y muchachos que asisten a clases para aprender a pintar.
– ¿Y dónde está esa escuela? -pregunté mientras me ponía el sombrero y agarraba con prisa el bolso.
– Junto a la Puerta de la Reina.
El desconcierto de mi rostro debió de resultarle de nuevo conmovedor porque, tras otra áspera carcajada y un nuevo golpe de tos, se levantó con esfuerzo del sillón y añadió.
– Anda, vamos, que te acompaño.
Salimos de La Luneta y nos adentramos en el mellah, el barrio judío; atravesamos sus calles estrechas y ordenadas mientras en silencio rememoraba los pasos sin rumbo en la noche de las armas. Todo, sin embargo, parecía distinto a la luz del día, con los pequeños comercios funcionando y las casas de cambio abiertas. Accedimos después a las callejas morunas de la medina, con su entramado laberíntico en el que aún me costaba orientarme. A pesar de la altura de los tacones y de la estrechez tubular de la falda, intentaba caminar con trote presuroso sobre el empedrado. La edad y la tos, sin embargo, impedían a don Anselmo mantener mi ritmo. La edad, la tos y su incesante charla sobre el colorido y la luminosidad de las pinturas de Bertuchi, sobre sus óleos, acuarelas y plumillas, y sobre las actividades del pintor como promotor de la escuela de artes indígenas y la preparatoria de Bellas Artes.
– ¿Tú has mandado alguna carta a España desde Tetuán? -preguntó.
Había mandado a mi madre cartas, claro que sí. Pero mucho dudaba de que, con los tiempos que corrían, éstas hubieran alcanzado su destino en Madrid.
– Pues casi todos los sellos del Protectorado han sido impresos a partir de dibujos suyos. Imágenes de Alhucemas, Alcazarquivir, Xauen, Larache, Tetuán. Paisajes, personas, escenas de la vida cotidiana: todo sale de sus pinceles.
Continuamos andando, él hablando, yo forzando el paso y escuchando.
– Y los carteles y los afiches para promocionar el turismo, ¿no los has visto tampoco? No creo que en estos días aciagos que vivimos tenga nadie intención de hacer visitas de placer a Marruecos, pero el arte de Bertuchi ha sido durante años el encargado de difundir las bonanzas de esta tierra.
Sabía a qué carteles se refería, estaban colgados por muchos sitios, a diario los veía. Estampas de Tetuán, de Ketama, de Arcila, de otros rincones de la zona. Y, debajo de ellos, la leyenda «Protectorado de la república española en Marruecos». Poco tardarían en cambiarles el nombre.
Llegamos a nuestro destino tras una buena caminata en la que fuimos sorteando hombres y zocos, cabras y niños, chaquetas, chilabas, voces regateando, mujeres embozadas, perros y charcos, gallinas, olor a cilantro y hierbabuena, a horneo de pan y aliño de aceitunas; vida, en fin, a borbotones. La escuela se encontraba en el límite de la ciudad, en un edificio perteneciente a una antigua fortaleza colgado sobre la muralla. En su entorno había un movimiento moderado, personas jóvenes entrando y saliendo, algunos solos, otros charlando en grupo; unos con grandes carpetas bajo el brazo y otros no.
– Hemos llegado. Aquí te dejo; voy a aprovechar el paseo para tomarme un vinito con unos amigos que viven en la Suica; últimamente salgo poco y tengo que amortizar cada visita que hago a la calle.
– ¿Y cómo hago para volver? -pregunté insegura. No había prestado la menor atención a los recovecos del camino; pensaba que el maestro haría conmigo el recorrido inverso.
– No te preocupes, cualquiera de estos muchachos estará encantado de ayudarte. Buena suerte con tus dibujos, ya me contarás el resultado.
Le agradecí el acompañamiento, subí los escalones y entré en el recinto. Noté varias miradas posarse de repente sobre mí; no debían de estar en aquellos días acostumbrados a la presencia de mujeres como yo en la escuela. Accedí hasta mitad de la entrada y me paré, incómoda, perdida, sin saber qué hacer ni por quién preguntar. Sin tiempo para plantearme siquiera mi siguiente paso, una voz sonó a mi espalda.
– Vaya, vaya, mi hermosa vecina.
Me giré sin tener la menor idea de quién podría haber pronunciado tales palabras y al hacerlo encontré al hombre joven que vivía frente a mi casa. Allí estaba, esta vez solo. Con varios kilos de más y bastante menos pelo de lo que correspondería a una edad que probablemente aún no alcanzara la treintena. No me dejó hablar siquiera. Lo agradecí, no habría sabido qué decirle.
– Se la ve un poco despistada. ¿Puedo ayudarla?
Era la primera vez que me dirigía la palabra. Aunque nos habíamos cruzado varias veces desde mi llegada, siempre lo había visto en compañía de su madre. En aquellos encuentros apenas habíamos musitado ninguno de los tres nada más allá que algún cortés buenas tardes. Conocía también otra vertiente de sus voces bastante menos amable: la que oía desde mi casa casi todas las noches, cuando madre e hijo se enzarzaban hasta las tantas en discusiones acaloradas y tumultuosas. Decidí ser clara con él: no tenía ningún subterfugio preparado ni manera inmediata de buscarlo.
– Necesito a alguien que me haga unos dibujos.
– ¿Puede saberse de qué?
Su tono no era insolente; sólo curioso. Curioso, directo y levemente amanerado. Parecía mucho más resuelto solo que en presencia de su madre.
– Tengo unas fotografías de hace unos años y quiero que me dibujen unos figurines basados en ellas. Como ya sabrá, soy modista. Son para un modelo que debo coser para una clienta; antes tengo que mostrárselo para que lo apruebe.
– ¿Trae las fotografías con usted?
Asentí con un breve gesto.
– ¿Me las quiere enseñar? Tal vez yo pueda ayudarla.
Miré alrededor. No había demasiada gente, pero sí la suficiente como para resultarme incómodo hacer exposición pública de los recortes de la revista. No necesité decírselo; él mismo lo intuyó.
– ¿Salimos?
Una vez en la calle, extraje las viejas páginas del bolso. Se las tendí sin palabras y las miró con atención.
– Schiaparelli, la musa de los surrealistas, qué interesante. Me apasiona el surrealismo, ¿a usted no?
No tenía la menor idea de lo que me estaba preguntando y, en cambio, me corría una prisa enorme el resolver mi problema, así que redirigí el rumbo de la conversación haciendo caso omiso a su pregunta.
– ¿Sabe quién puede hacérmelos?
Me miró tras sus gafas de miope y sonrió sin despegar los labios.
– ¿Cree que puedo servirle yo?
Aquella misma noche me trajo los bocetos; no imaginaba que lo hiciera tan pronto. Ya estaba preparada para dar fin al día, me había puesto el camisón y una bata larga de terciopelo que yo misma me había cosido para matar el tiempo en los días vacíos que pasé a la espera de clientas. Acababa de cenar con una bandeja en el salón y sobre ella quedaban los restos de mi frugal sustento: un racimo de uvas, un trozo de queso, un vaso de leche, unas galletas. Todo estaba en silencio y apagado, excepto una lámpara de pie prendida en una esquina. Me sorprendió que llamaran a la puerta casi a las once de la noche, me acerqué deprisa a la mirilla, curiosa y asustada a partes iguales. Cuando comprobé quién era, descorrí el cerrojo y abrí.
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