Me acostumbré a vivir sola, serena, sin miedos. A ser responsable del taller y de mí misma. Trabajaba mucho, me distraía poco. El volumen de pedidos no exigía más manos, seguí sin ayuda. La actividad era por eso incesante, con los hilos, las tijeras, con imaginación y la plancha. Salía a veces en busca de telas, a forrar botones o elegir bobinas y corchetes. Disfrutaba sobre todo de los viernes: me acercaba a la vecina plaza de España -el Feddán le decían los moros- para ver al jalifa salir de su palacio y dirigirse de la mezquita sobre un caballo blanco, bajo un parasol verde, rodeado por soldados indígenas con uniformes de ensueño, un espectáculo imponente. Solía caminar después por la que ya comenzaba a llamarse calle del Generalísimo, continuaba el paseo hasta la plaza de Muley-el-Mehdi y pasaba frente a la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, la misión católica, abarrotada de lutos y plegarias por la guerra.
La guerra: tan lejana, tan presente. Del otro lado del Estrecho llegaban noticias por las ondas, por la prensa y saltando de boca en boca. La gente, en sus casas, marcaba los avances con alfileres de colores sobre los mapas clavados en las paredes. Yo, en la soledad de la mía, me informaba sobre lo que en mi país iba aconteciendo. El único capricho que me permití en esos meses fue la compra de un aparato de radio; gracias a él supe antes de fin de año que el gobierno de la República se había trasladado a Valencia y había dejado al pueblo solo para defender Madrid. Llegaron las Brigadas Internacionales a ayudar a los republicanos, Hitler y Mussolini reconocieron la legitimidad de Franco, fusilaron a José Antonio en la cárcel de Alicante, junté ciento ochenta libras, llegó la Navidad.
Pasé aquella primera Nochebuena africana en la pensión. Aunque intenté rechazar la invitación, la dueña me convenció una vez más con su vehemencia arrolladura.
– Tú te vienes a cenar a La Luneta y no hay más que hablar, que mientras la Candelaria tenga un sitio en su mesa, aquí no pasa nadie las pascuas solo.
No pude negarme, pero cuánto esfuerzo me costó. A medida que las fiestas se acercaban, los soplos de tristeza empezaron a colarse entre los resquicios de las ventanas y a filtrarse por debajo de las puertas, hasta dejar el taller invadido de melancolía. Cómo estaría mi madre, cómo soportaría la incertidumbre de no saber de mí, cómo se las arreglaría para mantenerse en aquellos tiempos atroces. Las preguntas sin respuesta me asaltaban a cada momento e incrementaban por días mi desazón. El ambiente alrededor contribuía poco a mantener alto el optimismo: apenas se palpaba una pizca de alegría a pesar de que los comercios lucían algunos adornos, la gente intercambiaba parabienes y los niños de los pisos vecinos tarareaban villancicos al trotar por la escalera. La certeza de lo que pasaba en España era tan densa y oscura que nadie parecía tener el ánimo para celebraciones.
Llegué a la pensión pasadas las ocho de la tarde, apenas me crucé con nadie por la calle. Candelaria había asado un par de pavos: los primeros ingresos del nuevo negocio habían aportado una cierta prosperidad a su despensa. Yo llevé dos botellas de vino gasificado y un queso de bola holandés traído de Tánger a precio de oro. Encontré a los huéspedes desgastados, amargos, tan tristes. La patrona, en compensación, se esforzaba por mantener elevada la moral de la parroquia cantando arremangada a voz en grito mientras terminaba de preparar la cena.
– Ya estoy aquí, Candelaria -anuncié al entrar en la cocina.
Dejó de cantar y de revolver la cazuela.
– Y ¿qué es lo que te pasa, si puede saberse, que vienes con esa cara de pena que parece que te llevan al mismito matadero?
– No me pasa nada, qué me va a pasar -dije buscando un sitio donde dejar las botellas mientras intentaba esquivar su mirada.
Se limpió las manos en un trapo, me agarró del brazo y me obligó a volverme hacia ella.
– A mí no me engañas, niña. Es por tu madre, ¿no?
No la miré ni contesté.
– La primera Nochebuena fuera del nido es muy requetejodida, pero hay que tragarse el sapo, chiquilla. Aún recuerdo la mía, y mira que en mi casa éramos pobres como las ratas y apenas hacíamos otra cosa en toda la noche más que cantar, bailar y darle a las palmas, que de echarse al coleto poca cosa había. Con todo y con eso, la sangre tira mucho, aunque lo que hayas compartido con tu gente no hayan sido más que fatiguitas y miserias.
Seguí sin mirarla, simulando tener la atención concentrada en encontrar un hueco para colocar las botellas entre el montón de trastos que ocupaban la superficie de la mesa. Un almirez, un puchero de sopa y una fuente de natillas. Un lebrillo lleno de aceitunas, tres cabezas de ajos, una rama de laurel. Prosiguió ella hablando, cercana, segura.
– Pero poco a poco todo se pasa, ya verás. Seguro que tu madre está bien, que esta noche va a cenar con los vecinos y que, aunque se acuerde de ti y te eche en falta, estará contenta por saber que al menos tú tienes la suerte de estar fuera de Madrid, lejos de la guerra.
Tal vez Candelaria estuviera en lo cierto y mi ausencia fuera para ella un consuelo más que una pena. Posiblemente creyera que yo aún estaba con Ramiro en Tánger, quizá imaginaba que pasaríamos aquella noche cenando en un hotel deslumbrante, rodeados de extranjeros despreocupados que bailaban entre plato y plato ajenos al penar del otro lado del Estrecho. Aunque por carta había intentado ponerla al día, todo el mundo sabía que el correo de Marruecos no llegaba a Madrid, que probablemente aquellos mensajes nunca hubieran salido de Tetuán.
– Igual tiene usted razón -murmuré sin apenas despegar los labios. Aún mantenía las botellas de vino en la mano y la vista fija en la mesa, incapaz de encontrarles una ubicación. Tampoco tenía valor para mirar a Candelaria a la cara, temía no poder contener las lágrimas.
– Seguro que sí, criatura, no le des más vueltas. Por mucho que pese la ausencia, el saber que una tiene a su hija apartada de las bombas y las ametralladoras es una buena razón para estar contenta. Así que venga, alegría, alegría -gritó mientras arrancaba de mis manos una de las botellas-. Verás tú qué prontito nos entonamos, corazón mío. -La abrió y la alzó-. Por la madre que te parió -dijo. Antes de que pudiera replicar, dio un largo trago de espumoso-. Y ahora tú -ordenó tras limpiarse la boca con el dorso de la mano. No tenía en absoluto ganas de beber, pero obedecí. Era a la salud de Dolores; por ella, cualquier cosa.
Comenzamos a cenar pero, a pesar de que Candelaria se esforzó por mantener el ánimo jaranero, los demás hablamos poco. Ni ganas de bronca había. El maestro tosió hasta partirse el esternón y soltaron lágrimas las hermanas resecas más resecas que nunca. Suspiró la madre gorda, se sorbió los mocos. Se le subió a su Paquito el vino a la cabeza, dijo tonterías, el telegrafista le dio réplica, reímos por fin. Y entonces se levantó la patrona, y alzó por todos su copa resquebrajada. Por los presentes, por los ausentes, por los unos y los otros. Nos abrazamos, lloramos, y por una noche no hubo más bando que el que juntos compusimos aquel pelotón de infelices.
Los primeros meses del nuevo año estuvieron llenos de sosiego y trabajo sin tregua. A lo largo de ellos, mi vecino Félix Aranda se fue convirtiendo en una presencia cotidiana. Además de la proximidad de nuestras viviendas, también comenzó a unirme a él otra cercanía que no podía medirse por los metros que separaban los espacios. Su comportamiento un tanto particular y mis múltiples necesidades de ayuda contribuyeron a establecer entre nosotros una relación de amistad que se forjó a deshoras y se extendió a lo largo de las décadas y los avatares que nos tocó vivir. Tras aquellos primeros bocetos que resolvieron el contratiempo del atuendo de tenista, llegaron más ocasiones en las que el hijo de doña Encarna se ofreció a tender su mano para ayudarme a saltar airosa sobre obstáculos aparentemente insalvables. A diferencia del caso de la falda pantalón de Schiaparelli, el segundo escollo que me obligó a solicitar sus favores al poco de instalarme no vino promovido por necesidades artísticas, sino a causa de mi ignorancia en cuestiones monetarias. Todo comenzó tiempo atrás con un pequeño inconveniente que no habría supuesto problema alguno para cualquiera con una educación un poco aventajada. Sin embargo, los escasos años que asistí a la humilde escuela de mi barrio madrileño no habían dado para tanto. Por eso, a las once de la noche previa a la mañana acordada para entregar la primera factura del taller, me vi inesperadamente acosada por la incapacidad para plasmar por escrito los conceptos y cantidades a los que el trabajo realizado equivalía.
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