Soportaba él los envites con paciencia franciscana. Y así, a lo largo de los años, mantuvieron el desequilibrio sin alteraciones, ella tiranizando y él manso, aguantando, resistiendo. Resultaba difícil saber qué buscaba la madre de Félix en Félix, por qué le trataba así, qué quería de su hijo más allá de lo que él habría estado dispuesto a darle siempre. ¿Amor, respeto, compasión? No. Eso ya lo tenía sin el menor de los esfuerzos, él no era cicatero en sus afectos, qué va, el bueno de Félix. Doña Encarna quería algo más. Devoción, disposición incondicional, atención a sus más absurdos caprichos. Sumisión, sometimiento. Justo todo lo que su marido le exigió a ella en vida. Por eso, supuse, se libró de él. Félix nunca me lo contó abiertamente pero, como garbancito, fue dejándome pistas por el camino. Yo sólo me limité a seguirlas y aquélla fue mi conclusión. Al difunto don Nicasio probablemente lo mató su mujer como tal vez Félix acabara liquidando a su madre cualquier noche turbia.
Sería difícil calcular hasta cuándo habría podido él soportar aquel día a día tan miserable si ante sus ojos no se hubiera cruzado la solución de la forma más inesperada. Un particular agradecido por una gestión solvente en la oficina, un salchichón y un par de botellas de anís como regalo; vamos a probarlo, mamá, venga, una copita, mójate los labios nada más. Pero no sólo fueron los labios de doña Encarna los que apreciaron el sabor dulzón del licor, sino también la lengua, y el paladar, y la garganta, y el tracto intestinal, y de allí subieron los efluvios a la cabeza, y aquella misma noche aguardentosa Félix se encontró de bruces con la salida. Desde entonces, la botella de anís fue gran aliada: su tabla de salvación y la vía de escape por la que acceder a la tercera dimensión de su vida. Ya nunca más fue sólo un hijo modélico ante la galería y un trapo asqueroso en casa; a partir de aquel día también se convirtió en un noctámbulo desinhibido, en un prófugo a la búsqueda del oxígeno que en su hogar le faltaba.
– ¿Otro poquito del Mono, mamá? -preguntaba indefectible tras la cena.
– Bueno, anda, ponme una gotita. Para aclararme la garganta mayormente, que parece que he cogido frío esta tarde en la iglesia.
Los cuatro dedos de líquido viscoso caían por el gaznate de doña Encarna a velocidad de vértigo.
– Si es que te lo tengo dicho, mamá, que no te abrigas bien -proseguía Félix cariñoso mientras le llenaba de nuevo la copa hasta el mismo borde-. Hala, bebe rápido, verás lo deprisa que entras en calor. -Diez minutos y tres lingotazos de matalahúva más tarde, doña Encarna roncaba semiinconsciente y su hijo huía cual gorrión suelto camino de tugurios de mala muerte, a juntarse con gente a la que a la luz del día y en presencia de su madre ni siquiera se habría atrevido a saludar.
Tras mi llegada a Sidi Mandri y la noche de la tormenta, mi casa se convirtió también en un refugio permanente para él. Allí acudía a hojear revistas, a aportarme ideas, dibujar bocetos y contarme con gracia cosas del mundo, de mis clientas y de todos aquellos con los que a diario yo me cruzaba y no conocía. Así, noche a noche, fui informándome sobre Tetuán y su gente: de dónde y para qué habían venido todas aquellas familias a esa tierra ajena, quiénes eran aquellas señoras a las que yo cosía, quién tenía poder, quién tenía dinero, quién hacía qué, para qué, cuándo y cómo.
Pero la devoción de doña Encarna por la botella no siempre lograba efectos sedantes y entonces, lamentablemente, las cosas se trastocaban. La fórmula yo te harto de aguardiente y tú me dejas en paz a veces no funcionaba según lo esperado. Y cuando el anisete no conseguía tumbarla, con la melopea llegaba el infierno. Aquellas noches eran las peores porque la madre no alcanzaba entonces el estado de una mansa momia, sino que se transformaba en un Júpiter tronante capaz de asolar con sus berridos la dignidad del más firme. Mal hijo, mamarracho, desgraciado, maricón era lo más suave que soltaba por la boca. Él, que sabía que la resaca mañanera borraría en ella cualquier trazo de memoria, con el tino certero de un lanzador de cuchillos la correspondía con otros tantos insultos igualmente indecorosos. Bruja asquerosa, mala zorra, cacho puta. Qué escándalo, Señor, si los hubieran oído las amistades con las que compartían confitería, boticario y banco de iglesia. Al día siguiente, sin embargo, el olvido parecía haberles caído encima con todo su peso y la cordialidad reinaba de nuevo en el paseo vespertino como si nunca hubiera existido entre ellos la menor tensión. ¿Quieres merendar hoy un suizo, mamá, o te apetece más una aguja de carne? Lo que prefieras, Félix, cariño, que tú eliges siempre bien por mí; anda, venga, vamos a darnos prisa, que tenemos que ir a dar el pésame a María Angustias, que me han dicho que ha caído su sobrino en la batalla del Jarama; ay, qué lástima, ángel mío, menos mal que ser hijo de viuda te ha librado de que te llamen a filas; qué habría hecho yo, Virgen Santísima, sola y con mi niño en el frente.
Félix era lo suficientemente listo como para saber que alguna anormalidad enfermiza sobrevolaba aquella relación, pero no lo bastante valiente como para cortar con ella por lo sano. Tal vez por eso se evadía de su lamentable realidad alcoholizando a su madre poco a poco, escapándose como un vampiro en la madrugada o riéndose de sus propias miserias mientras buscaba la culpa en mil causas ridículas y sopesaba los remedios más peregrinos. Uno de sus divertimentos consistía en descubrir rarezas y soluciones entre los anuncios de los periódicos, tumbado en el sofá de mi salón mientras yo remataba un puño o pespunteaba el penúltimo ojal del día.
Y entonces me decía cosas como ésta:
– ¿Tú crees que lo de la hidra de mi madre será algo de nervios? A lo mejor esto se lo soluciona. Escucha, escucha. «Nervional. Despierta el apetito, facilita la digestión, regulariza el vientre. Hace desaparecer las extravagancias y los abatimientos. Tome Nervional, no lo dude.»
O ésta:
– Para mí que lo de mamá va a ser una hernia. Yo ya había pensado en regalarle una faja ortopédica, a ver si se le pasaran con ella las malas pulgas, pero oye esto: «Herniado, evite los peligros y las molestias con el insuperable e innovador compresor automático, maravilla mecano-científica que sin trabas, tirantes ni engorros vencerá totalmente su dolencia». Igual funciona, ¿a ti qué te parece, nena, le compro uno?
O tal vez esta otra:
– ¿Y si al final resulta que es algo de la sangre? Mira lo que dice aquí. «Depurativo Richelet. Enfermedades del riego. Varices y llagas. Rectificador de la sangre viciada. Eficaz para eliminar venenos úricos.»
O cualquier tontería de género similar:
– ¿Y si son almorranas? ¿Y si tiene mal de ojo? ¿Y si busco a un santón en la morería para que le haga un encantamiento? La verdad, creo que no debería preocuparme tanto, porque confío en que sus querencias darwinianas terminen corroyéndole el hígado y acaben con ella en breve plazo, que cada botella ya no le alcanza ni a un par de días y me está arruinando el bolsillo la vieja. -Detuvo su perorata tal vez esperando una réplica, pero no la obtuvo. O, al menos, no la encontró con palabras-. No sé por qué me miras con esa cara, chata -añadió entonces.
– Porque no sé de qué me estás hablando, Félix.
– ¿No sabes a qué me refiero con las querencias darwinianas? ¿Es que tampoco sabes quién es Darwin? El de los monos, el de la teoría de que los humanos descendemos de los primates. Si digo que mi madre tiene querencias darwinianas es porque le chifla el Anís del Mono, ¿entiendes? Chica, tienes un estilo divino y coses como los mismísimos ángeles, pero en cuestiones de cultura general estás un poquito pez, ¿no?
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