Por indicación de Félix mandé también hacer para la puerta una placa dorada con la inscripción en letra inglesa Chez Sirah – Grand couturier . En La Papelera Africana encargué una caja de tarjetas en blanco marfileño con el nombre y dirección del negocio. Así era, según él, como se denominaban las mejores casas de la moda francesa de entonces. Lo de la h final fue otro toque suyo para dotar al taller de un mayor aroma internacional, dijo. Le seguí el juego, por qué no; al fin y al cabo, a nadie dañaba con aquella pequeña folie de grandeur . En eso le hice caso y en mil detalles más gracias a los cuales, como en una pirueta de circo de tres pistas, no sólo fui capaz de adentrarme con mayor seguridad en el futuro, sino que también logré, tachán, tachán, sacarme de la chistera un pasado. No necesité demasiado esfuerzo: con tres o cuatro poses, un puñado de pinceladas precisas y unas cuantas recomendaciones de mi pigmalión particular, mi aún reducida clientela se encargó de montarme toda una vida en apenas un par de meses.
Para la pequeña colonia de señoras selectas que formaban mis clientas dentro de aquel universo de expatriados, yo pasé a ser una joven modista de alta costura, hija de un millonario arruinado, prometida con un aristócrata guapísimo con un leve punto de seductor y aventurero. Supuestamente siempre, habíamos vivido en varios países y nos habíamos visto obligados a cerrar nuestras casas y negocios de Madrid asustados por la incertidumbre política. En aquel momento, mi prometido andaba gestionando unas prósperas empresas en la Argentina mientras yo esperaba su regreso en la capital del Protectorado porque me habían aconsejado la benevolencia de aquel clima para mi delicada salud. Como mi vida había sido siempre tan movida, tan ajetreada y tan mundana, me sentía incapaz de ver pasar el tiempo sin dedicarme a alguna actividad, así que había decidido abrir un pequeño taller en Tetuán. Por puro entretenimiento, básicamente. De ahí que no cobrara precios astronómicos ni me negara a recibir todo tipo de encargos.
Nunca desmentí ni un ápice de la imagen que sobre mí se había configurado gracias a las pintorescas sugerencias de mi amigo Félix. Tampoco lo incrementé: simplemente me limité a dejarlo todo en suspense, a alimentar la incógnita y hacerme menos concreta, más indefinida: tremendo gancho para cebar el morbo y captar nueva clientela. Si me hubiera visto el resto de las modistillas del taller de doña Manuela. Si me hubieran visto las vecinas de la plaza de la Paja, si me hubiera visto mi madre. Mi madre. Intentaba pensar en ella lo menos posible, pero su recuerdo me asaetaba con fuerza de manera permanente. Sabía que era fuerte y resolutiva; sabía que sabría resistir. Pero aun así, cómo ansiaba oír de ella, enterarme de qué manera se las arreglaba en su día a día, cómo salía adelante sin compañía ni ingresos. Anhelaba transmitirle que yo estaba bien, sola otra vez, de nuevo cosiendo. Por la radio me mantenía informada y cada mañana Jamila se acercaba al estanco Alcaraz a comprar La Gaceta de África . Segundo año triunfal bajo la égida de Franco, rezaban ya las portadas. A pesar de que toda la actualidad venía tamizada por el filtro del bando nacional, me mantenía más o menos enterada de la situación en Madrid y de su resistencia. Con todo y con eso, seguía resultando imposible tener noticias directas de mi madre. Cuánto la echaba de menos, cuánto habría dado por poder compartir todo con ella en aquella ciudad extraña y luminosa, por haber montado juntas el taller, haber vuelto a comer sus guisos, a escuchar sus sentencias siempre certeras. Pero Dolores no estaba allí y yo sí. Entre desconocidos, sin poder regresar a ningún sitio, luchando por sobrevivir mientras inventaba una existencia impostada sobre la que poner los pies al levantarme cada mañana; peleando porque nadie llegara a saber que un vividor sin escrúpulos me había machacado el alma y un montón de pistolas habían servido para crear el negocio gracias al cual lograba comer todos los días.
A menudo recordaba también a Ignacio, mi primer novio. No echaba de menos su cercanía física; la presencia de Ramiro había sido tan brutalmente intensa que la suya, tan dulce, tan liviana, me parecía ya algo remoto y difuso, una sombra casi desvanecida. Pero no podía evitar el evocar con nostalgia su lealtad, su ternura y la certeza de que nada doloroso me habría ocurrido jamás a su lado. Y con mucha, muchísima más frecuencia de lo deseable, el recuerdo de Ramiro me asaltaba de forma inesperada y me clavaba con furia un rejonazo en las entrañas. Dolía, sí, claro que dolía. Dolía inmensamente, pero logré acostumbrarme a convivir con ello como quien tira de un fardo: arrastrando una carga inmensa que, aunque ralentiza el paso y exige un sobreesfuerzo, no impide del todo seguir el camino.
Todas aquellas presencias invisibles -Ramiro, Ignacio, mi madre, lo perdido, lo pasado- se fueron transformando en compañías más o menos volátiles, más o menos intensas con las que hube de aprender a convivir. Me invadían cuando estaba sola, en las tardes silenciosas de trabajo en el taller entre patrones e hilvanes, en la cama al acostarme o en la penumbra del salón en las noches sin Félix, ausente en sus andanzas clandestinas. El resto del día solían dejarme tranquila: probablemente intuían que andaba demasiado ocupada como para pararme a hacerles caso. Bastante tenía con un negocio que sacar adelante y una personalidad tramposa que seguir construyendo.
Con la primavera aumentó el volumen de trabajo. Cambiaba el tiempo y mis clientas demandaban modelos ligeros para las mañanas claras y las noches venideras del verano marroquí. Aparecieron algunas caras nuevas, otro par de alemanas, más judías. Gracias a Félix conseguí obtener una idea más o menos precisa de todas ellas. Solía cruzarse con las clientas en el portal y en la escalera, en el rellano y la calle al entrar o salir del taller. Las reconocía, las ubicaba; le entretenía buscar retazos de información aquí y allá para componer su perfil cuando le faltaba algún detalle: quiénes eran ellas y sus familias, adónde iban, de dónde venían. Más tarde, en los ratos en que dejaba a su madre derrumbada en el sillón, con los ojos en blanco y la baba aguardentosa colgando de la boca, él me desgranaba sus averiguaciones.
Así me enteré, por ejemplo, de detalles acerca de Frau Langenheim, una de las alemanas que pronto se hicieron asiduas. Su padre había sido embajador italiano en Tánger y su madre era inglesa, pero ella había tomado el apellido de su marido, un ingeniero de minas mayor, alto, calvo, reputado integrante de la pequeña pero resuelta colonia alemana del Marruecos español: uno de los nazis, me contó Félix, que de manera casi inesperada y ante el pasmo de los republicanos obtuvieron directamente de Hitler la primera ayuda externa para el ejército sublevado apenas unos días después del alzamiento. Hasta pasado algún tiempo no fui yo capaz de calibrar en qué medida la actuación del envarado marido de mi clienta había resultado crucial para el rumbo de la contienda civil, pero gracias a Langenheim y a Bernhardt, otro alemán residente en Tetuán para cuya mujer medio argentina también llegué a coser alguna vez, las tropas de Franco, sin tenerlo previsto y en un plazo minúsculo de tiempo, se hicieron con un buen arsenal de ayuda militar gracias al cual trasladaron a sus hombres hasta la Península. Meses después, en señal de gratitud y reconocimiento por la significativa actuación de su marido, mi clienta recibiría de manos del jalifa la mayor distinción en la zona del Protectorado y yo la vestiría de seda y organza para tal acto.
Mucho antes de aquel acto protocolario, Frau Langenheim llegó al taller una mañana de abril trayendo consigo a alguien a quien yo aún no conocía. Sonó el timbre y abrió Jamila; yo esperaba entretanto en el salón mientras fingía observar la trama de un tejido junto a la luz que entraba directa a través de los balcones. En realidad, no estaba observando nada; simplemente había adoptado aquella pose para recibir a mi clienta con la pretensión de adornarme de un aire de profesionalidad.
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