María Dueñas - El tiempo entre costuras

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Una novela de amor y espionaje en el exotismo colonial de África.
La joven modista Sira Quiroga abandona Madrid en los meses convulsos previos al alzamiento arrastrada por el amor desbocado hacia un hombre a quien apenas conoce.
Juntos se instalan en Tánger, una ciudad mundana, exótica y vibrante en la que todo lo impensable puede hacerse realidad. Incluso la traición y el abandono de la persona en quien ha depositado toda su confianza. El tiempo entre costuras es una aventura apasionante en la que los talleres de alta costura, el glamur de los grandes hoteles, las conspiraciones políticas y las oscuras misiones de los servicios secretos se funden con la lealtad hacia aquellos a quienes queremos y con el poder irrefrenable del amor.
Una novela femenina que tiene todos los ingredientes del género: el crecimiento personal de una mujer, una historia de amor que recuerda a Casablanca… Nos acerca a la época colonial española. Varios críticos literarios han destacado el hecho de que mientras en Francia o en Gran Bretaña existía una gran tradición de literatura colonial (Malraux, Foster, Kippling…), en España apenas se ha sacadoprove cho de la aventura africana. Un homenaje a los hombres y mujeres que vivieron allí. Además la autora nos aproxima a un personaje real desconocido para el gran público: Juan Luis Beigbeder, el primer ministro de Exteriores del gobierno de Franco.

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– ¿Dónde vivía antes? -quiso saber.

– En Madrid.

– ¿Y antes?

A punto estuve de reír ante su pregunta: de olvidarme de las impostaciones inventadas para mi supuesto pasado y reconocer abiertamente que jamás había puesto los pies fuera de la ciudad que me vio nacer hasta que un sinvergüenza decidió arrastrarme con él para después dejarme tirada como una colilla. Pero me contuve y recurrí una vez más a mi falsa vaguedad.

– Bueno, en distintos sitios, aquí y allí, ya sabe, aunque Madrid es probablemente el lugar donde más tiempo he residido. ¿Y usted?

– Let's see, vamos a repasar -dijo con gesto divertido-. Nací en Inglaterra, pero en seguida me llevaron a Calcuta. A los diez años mis padres me enviaron a estudiar de vuelta a Inglaterra, err… a los dieciséis regresé a la India y a los veinte volví de novo a Occidente. Una vez aquí, pasé una temporada again en London y después otro longo período en Suiza. Err… Later, otro año en Portugal, por eso, a veces, confundo las dos lenguas, el portugués y el español. Y ahora, finalmente, me he instalado en África: primeramente en Tánger y, desde hace un corto tempo, aquí, en Tetuán.

– Parece una vida interesante -dije incapaz de retener el orden de aquel barullo de destinos exóticos y palabras mal dichas.

– Well, según se mire -replicó encogiéndose de hombros mientras sorbía con cuidado para no quemarse con el vaso de té que Jamila acababa de servirnos-. No me habría importado en absoluto haber permanecido en la India, pero hubo ciertas cosas que ocurrieron anesperadamente y hube de trasladarme. A veces la suerte se encarga de tomar las decisiones por nosotros, right? After all, err… that's life. Así es la vida, ¿no?

A pesar de la extraña pronunciación de sus palabras y de las evidentes distancias que separaban nuestros mundos, capté a la perfección a qué se estaba refiriendo. Terminamos el té hablando sobre cosas intrascendentes: los pequeños retoques que habría que hacer en las mangas del vestido de dupion de seda estampado, la fecha de la siguiente prueba. Miró la hora y al punto recordó algo.

– Tengo que irme -dijo levantándose-. Había olvidado que debo hacer some shopping, unas compras antes de regresar a arreglarme. Me han invitado a un cóctel en casa del cónsul belga.

Hablaba sin mirarme mientras ajustaba los guantes a los dedos, el sombrero a la cabeza. Yo la observaba entretanto con curiosidad, preguntándome con quién iría aquella mujer a todas esas fiestas, con quién compartiría su libertad para salir y entrar, su despreocupación de niña acomodada y aquel constante deambular por el mundo saltando de un continente a otro para hablar lenguas alborotadas y tomar té con aromas de mil pueblos. Comparando su vida aparentemente ociosa con mi trabajoso día a día, sentí de pronto en el espinazo la caricia de algo parecido a la envidia.

– ¿Sabe dónde puedo comprar un traje de baño? -preguntó entonces súbitamente.

– ¿Para usted?

– No. Para el meu filho.

– ¿Perdón?

– My son. No, that's English, sorry. ¿Mi hijo?

– ¿Su hijo? -pregunté incrédula.

– Mi hijo, that's the word. Se llama Johnny, tiene cinco años and he's so sweet… Todo un amor.

– Yo también llevo poco tiempo en Tetuán, no creo que pueda ayudarla -dije intentando no mostrar mi desconcierto. En la vida idílica que apenas unos segundos atrás acababa de imaginar para aquella mujer liviana y aniñada, tenían cabida los amigos y los admiradores, las copas de champán, los viajes transcontinentales, las combinaciones de seda, las fiestas hasta el amanecer, los trajes de noche de haute couture y, con mucho esfuerzo, tal vez un marido joven, frívolo y atractivo como ella. Pero nunca habría podido adivinar que tuviera un hijo porque jamás la imaginé como una madre de familia. Y sin embargo, al parecer lo era.

– En fin, no se preocupe, ya encontraré algún sitio -dijo a modo de despedida.

– Buena suerte. Y recuerde, la espero en cinco días.

– Aquí estaré, I promise.

Se fue y no cumplió su promesa. En vez de al quinto día, apareció al cuarto: sin aviso previo y cargada de prisas. Jamila me anunció su llegada cerca del mediodía mientras yo probaba a Elvirita Cohen, la hija del propietario del teatro Nacional de mi antigua calle de La Luneta y una de las mujeres más hermosas que en mi vida he llegado a ver.

– Siñora Rosalinda decir que necesitar ver a siñorita Sira.

– Dile que espere, que estoy con ella en un minuto.

Fueron más de uno, más de veinte probablemente, porque aún tuve que hacer unos cuantos ajustes al vestido que aquella hermosa judía de piel tersa habría de lucir en algún evento social. Me hablaba sin prisas en su haketía musical: sube un poco aquí, mi reina, qué lindo queda, mi weno, sí .

Por Félix, como siempre, me había enterado de la situación de los hebreos sefardíes de Tetuán. Pudientes algunos, humildes otros, discretos todos; buenos comerciantes, instalados en el norte de África desde su expulsión de la Península siglos atrás, españoles por fin de pleno derecho desde que el gobierno de la República accediera a reconocer oficialmente su origen apenas un par de años antes. La comunidad sefardí suponía más o menos una décima parte de la población que Tetuán tenía en aquellos años, pero en sus manos estaba gran parte del poder económico de la ciudad. Ellos habían construido la mayoría de los nuevos edificios del ensanche y establecido muchos de los mejores negocios y comercios de la ciudad: joyerías, zapaterías, tiendas de tejidos y confecciones. Su poderío financiero se reflejaba en sus centros educativos -la Alianza Israelita-, en su propio casino y en las varias sinagogas que los recogían para sus rezos y celebraciones. Probablemente en alguna de ellas acabara luciendo Elvira Cohen el vestido de grosgrain que le estaba probando en el momento en que recibí la tercera visita de la imprevisible Rosalinda Fox.

Esperaba en el salón con apariencia inquieta, de pie, junto a uno de los balcones. Se saludaron de lejos ambas clientas con distante cortesía: la inglesa distraída, la sefardí sorprendida y curiosa.

– Tengo un problema -dijo acercándose a mí de manera precipitada tan pronto como el chasquido de la puerta anunció que estábamos solas.

– Cuénteme. ¿Quiere sentarse?

– Preferiría una copa. A drink, please.

– Me temo que no puedo ofrecerle más que té, café o un vaso de agua.

– ¿Evian?

Negué con la cabeza mientras pensaba que debería hacerme con un pequeño bar destinado a levantar el ánimo de las clientas en momentos de crisis.

– Never mind -susurró mientras se acomodaba con languidez. Yo hice lo mismo en el sillón de enfrente, crucé las piernas con desparpajo automático y esperé a que me informara sobre la causa de su visita intempestiva. Antes sacó la pitillera, encendió un cigarrillo y la arrojó con descuido sobre el sofá. Tras la primera calada, densa y profunda, se dio cuenta de que no me había ofrecido otro a mí, me pidió disculpas e hizo un gesto encaminado a enmendar su comportamiento. La frené antes, no, gracias. Esperaba a otra clienta en breve y no quería olor a tabaco en los dedos dentro de la intimidad del probador. Volvió a cerrar la pitillera, habló por fin.

– Necesito an evening gown, err… un traje espectacular para esta misma noite. Me ha surgido un compromiso anesperado y tengo que ir vestida like a princess.

– ¿Como una princesa?

– Right. Como una princesa. Es una forma de falar, obviously. Necesito algo muito, muito elegante.

– Tengo su traje de noche preparado para la segunda prueba.

– ¿Puede estar listo hoy?

– Absolutamente imposible.

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